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Las herencias ocultas de Monsiváis

De las bibliotecas de escritores que he conocido una me ha llamado poderosamente la atención, más que por su volumen de unos 20 mil ejemplares, por su variedad: la de Carlos Monsiváis. Su casa estaba dividida en dos partes. En la primera, que muy pocos conocimos, solo albergaba libros y revistas donde era posible encontrar … Continued

De las bibliotecas de escritores que he conocido una me ha llamado poderosamente la atención, más que por su volumen de unos 20 mil ejemplares, por su variedad: la de Carlos Monsiváis. Su casa estaba dividida en dos partes. En la primera, que muy pocos conocimos, solo albergaba libros y revistas donde era posible encontrar desde una abultada colección de revistas literarias que a veces ni la Hemeroteca Nacional tenía, hasta la colección completa de Mad y La Familia Burrón.  La otra parte de la casa también era una biblioteca de dos pisos donde vivía Carlos con sus tíos y una docena de gatos. “Rosa Luxemburgo” era entonces la más vieja de la troupe gatuna, tenía 20 años; “Ansia de militancia” la más joven, con dos meses, y el favorito era “Mito genial”, un gato que parecía perro pues seguía Carlos a todas partes. Imposible conocer las paredes interiores de su casa, las cubrían libros de cine, cómics, música, fotografía, historia, literatura, política, arqueología… En un estante estaban todos los libros de y sobre Octavio Paz; en otro los de Borges, Artemio de Valle Arizpe, Alfonso Reyes.

Existían diccionarios, Biblias, ediciones privadas, libros de arte, libros antiguos llenos de admirables grabados, libros en latín y alemán, en inglés y francés, libros, en fin, que asomaban de los estantes, se acumulan en los muebles, invadían el piso, alcanzaban  clósets, corredores, salas y recamaras; libros que inundaban su escritorio de trabajo al lado de pilas de hojas de papel reciclado donde escribía a mano (por eso usaba curitas en los dedos), volúmenes que en conjunto amortiguaban los timbres del fax y del teléfono que repiqueteaban constantemente. También había libros que protegían  vitrinas custodiados por decenas de luchadores de juguete y los personajes del Mago de Oz.

Permíteme, me decía mientras tapaba el teléfono, es María (y ante mi extrañeza me señalaba la espléndida foto que le había regalado Gabriel Figueroa de los ojos de María Félix, junto a la primera página manuscrita de Pedro Paramo, un dibujo de Tamayo y otro de Cuevas).

Muchas personas tienen curiosidad por saber qué lees cotidianamente.

—Es muy azaroso. Leo una cuota diaria de periódicos y revistas y en las últimas fechas de economía. He devorado todo lo que he podido sobre el Fobaproa sin entender demasiado, pero de cualquier modo haciéndome una composición de circunstancias. También tengo cotidianamente una lectura con cierto cuidado de periódicos y revistas y ocasionalmente de cuestiones ya muy banales. Por ejemplo, si estoy viendo la serie de Dickens que está pasando Canal 22 vuelvo a leer a Dickens porque creo que uno no debe prejuiciarse y en ningún caso ver la película si no se ha leído antes el libro, tratándose de novelas en verdad importantes.

Así es normalmente mi día, pero también normalmente de pronto enloquezco con Balzac o necesito leer a Paul Auster… En fin, allí sí hay un pleno azar, pero dentro de ese azar la deliberación de enterarme de panoramas completos lo más posible.

En estos días leo sobre bioética que cada vez me resulta más esencial. Y, como soy un lector compulsivo, leo incluso manifiestos, algo que casi nadie hace, con grave daño en mi caso porque parece que los manifiestos te hacen disminuir tu capacidad de comprensión y, sin embargo, no puedo dejar de hacerlo. He leído todos los manifiestos de la derecha contra el condón y ahora estoy leyendo el debate sobre el libro de texto de quinto año de Primaria donde la derecha cuestiona por qué se les habla a los niños de algo que no tienen por qué conocer, que es el sexo.

Creo, y lo hago constantemente como lo ves ahora, que hay que leer siempre poesía porque es una manera de entrenar cualquier oído literario que puedas poseer, de asombrarte de manera constante porque los grandes poetas se renuevan siempre en cada lectura. Te ejercitas ante las grandes creaciones del idioma.

Muchos saben que eres un lector voraz, pero también asombra tu capacidad de memoria. Personalmente me ha tocado escucharte, cuando hablamos de un poeta, recordar no solamente un verso o una estrofa sino todo el poema, así se trate de “Muerte sin fin” de Gorostiza o el “Discurso por las Flores” de Pellicer.

—Eso es un poco culpa de don Alfonso Reyes. Cuando lo veíamos en los años cincuenta en su palomar de Benjamín Hill solía repetir que quien no se sabe de memoria poesía no llega en realidad a gozarla. Que la poesía también es un don de recapitulación en el instante y que es necesario recordar poemas para, en verdad, gozar de la poesía; que alguien deba recurrir cada vez a los libros está de alguna manera sujeto a una situación no literaria y que lo verdaderamente literario es el recuerdo.

Eso me impresionó. Yo ya tenía para entonces memorizado un buen número de poemas pero como que le dio una racionalidad o un andamiaje teórico a esta gana de saberme de memoria versos. Desde entonces la cultivé con gozoso denuedo. Gracias a eso uno puede saber que la poesía le pertenece de un modo asimilado y orgánico, algo que es necesario en el lector. Eso en el siglo XIX y aún a principios del siglo XX era una ley. Ahora, sobre todo por razones educativas, ha dejado de funcionar; pero sigo creyendo que un verdadero lector de poesía sabe poesía de memoria. Lo he visto desde luego en Octavio Paz, en José Emilio Pacheco, sin duda el propio Alfonso Reyes, que podía decir de memoria a Góngora como si tal cosa.

¿Cuáles fueron tus lecturas de formación, esas que quizás aún te acompañan?

—Mis primeras lecturas son inevitablemente de clásicos. Y te digo inevitablemente porque no había ni en mi medio social ni en mi medio educativo, la menor disposición a la lectura. En mi caso solo la Biblia pero nada más. Tuve que recurrir a las ediciones de clásicos que se encontraban en versiones compendiadas que no me gustaron. Decidí ir a las versiones completas que se conseguían por nada en los libros viejos.

Entonces empecé por La Ilíada, por La Odisea, La Eneida, La divina comedia, que esa sí debo confesar que leí en versiones abreviadas y que vine a leerla en su versión completa mucho más tarde a los 16 años.

Desde luego Dickens, que me marcó la vida; Huckleberry Finn, ahora tan debatido, ha sido uno de mis libros fundamentales e incluso Las aventuras de Tom Sawyer. Y también por supuesto algunos ironistas o escritores satíricos: Tartarin de Tarascon  fue para mí un libro regocijante. De los mexicanos solo recuerdo en la infancia haber leído a Manuel Payno, Los bandidos de Río Frío me conmovió, me dio la posibilidad de seguirme leyendo a los 10 u 11 años hasta las 12 de la noche que entonces eran horas prohibitivas. Además me hizo recelar de la sabiduría de mis profesores que no lo habían leído. Y esto lo combinaba con el cine; en aquella época sí veía yo mucho cine. Veía tres películas diarias. Ahora lo he reducido a una sola al día.

Vivías para leer y ver películas.

—Sí. Recuerdo la manera en que iba descubriendo todo por mi cuenta pues en ese momento era autodidacta. Compraba en los libros de viejo y veía toda esa correspondencia entre cine y literatura que a mí me parecía asombrosa, maravillosa. Me leí un bodrio total que se llama El jaguar de las ruinas de Sara García Iglesias simplemente porque se había hecho una película.

Vivías enfebrecido.

—Era todo un mundo desquiciado y lo que acabó por desquiciarme fue don Artemio de Valle Arizpe, cronista notable. Lo iba a ver los fines de semana porque su ama de llaves era mi tía. Don Artemio tenía un cajón de libros repetidos y me los regalaba. Tenía por ejemplo a Pio Baroja que en la secundaria me resultó absolutamente incomprensible, pero también autores que ya me gustaron más. A Zolá lo leí por Valle Arizpe.

Además de Alfonso Reyes y de Don Artemio en tu formación de lectora, ¿existe alguien más?

—Carlos Fuentes es definitivo en mi orientación como lector, y a su lado Sergio Pitol. A Fuentes le debo muchas orientaciones de lectura y a Pitol le debo haber leído a Borges, a Bioy Casares, a Onetti. Autores que de otro modo me hubiera llevado más tiempo conocer.

¿Tienes idea de cuantos libros conforman tu biblioteca?

—Alrededor de veinte mil.

¿Están clasificados?

—No, imposible. Soy muy desorganizado y organizar una biblioteca lleva mucho tiempo. Hay cierto orden: si necesito un libro lo localizo en un día, aunque ocurre que al buscar un libro encuentro otros que antes había buscado y esos retrasan mi lectura original. Es una tarea infinita, pero de cualquier manera yo no me considero otra cosa sino un lector y un espectador profesional.

Tu afición por el cine te ha llevado a tener también una magnífica videoteca.

—Sí, y es obsesiva. Digamos que si no tengo una película sufro. No importa que pueda verla. Ese criterio ya me parece secundario. Lo que necesito es saber que puedo verla cuando quiero. Si a las cuatro de la mañana necesito ver una película de Orson Wells, allí está. Por cierto, hay una que no consigo y no se consigue: Campanas de media noche. Se me ha vuelto una obsesión, la busco en todas partes; mi imagen del abandono y la desposesión es no tener esa película. Hay dos escenas que recuerdo muy bien de Wells: una con Margaret Rutherford y otra con Jeanne Moreau que me parecen notabilísimas. Y la misma idea de Wells como Falstaff y de esta rotundidad de Wells de la etapa final al servicio de ese cortesano falso, grotesco, irónico, rapaz, sentimental y lucido que es Falstaff, a mí me conmueve muchísimo y no tengo la película. Mi vida no se completa. Yo procedo a base de apetitos vitales y uno de ellos es de pronto un libro o una película.

Tomado de La Jornada

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