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La heroica resistencia de la novela ante la cultura audiovisual

La capacidad de adaptación del género mayor de la literatura le ha permitido sobrevivir en tiempos de oscuridad e incertidumbre.

¿Cómo puede la novela sobrevivir al embate de la cultura audiovisual que se reproduce de forma exponencial en las plataformas de contenido? 

La muerte de la novela, como ya se sabe, se viene anunciando desde hace al menos un siglo, pero aún esa premonición no se ha cumplido, porque en medio hay un elemento clave que explica su resistencia heroica, pese a los malos augurios que han surgido en todas partes y en multitud de idiomas: su extraordinaria capacidad camaleónica.

La novela puede disfrazarse de ensayo, de diario, de entrevista, de monólogo, de confesión, de sueño, de poesía, de epistolario, y ser eso que dice ser, al tiempo que no lo es, un juego de luces y sombras que termina por seducir por siempre a los lectores. 

La aparición del periódico, la televisión, el cine e Internet han servido para reforzar el esoterismo contra la novela y dibujar un panorama oscuro y definitivo.

En el lance han participado críticos, teóricos, ensayistas e incluso novelistas, que veían que aquella forma de contar canónica, con una estructura, un argumento y personajes, era una manera ya superada por las tecnologías emergentes y los nuevos formatos. 

La revolución de Internet por encima de todos esos cambios enumerados auguró también el descalabro definitivo del género, pero resulta que nada de ese apocalipsis se ha cumplido.

Milán Kundera explica que el nacimiento de la novela, en la Edad Moderna, se dio cuando el mundo de las certezas se derrumbó para siempre.

Son muchos los ejemplos que anuncian esa muerte de la novela. Uno que por el peso del autor tiene mucha autoridad es el hecho por Luis Goytisolo en Naturaleza de la novela, premio Anagrama de ensayo 2013, en el que sostenía: “Más que el futuro del libro lo que a mí me preocupa es el futuro de la novela y, más en general, de lo que entendemos por literatura. Y no tanto el de la novela como género —algo que, como se ha visto, considero en fase de extinción— cuanto el de la amplitud de su lectura”. 

Ese panorama comienza a abrumar cuando se contempla que la sobreproducción de series, docuseries, documentales y películas, en todos sus subgéneros, es demoledora; sin embargo, ese contar que nació a la vida moderna con Miguel de Cervantes, aunque desde mucho antes se escribían novelas, se mantiene en pie y resiste la contraofensiva de las muchas posibilidades audiovisuales a las que hoy puede acudir alguien que busque descansar y llenar sus pocos espacios de ocio de que dispone.

Frente a esas ofertas que exigen poco o nada al televidente, la novela se planta con la necesidad impostergable de que el lector tiene que aportar al relato su constancia, para así descifrar las proposiciones que se le van lanzando y ello exige, por lo tanto, un esfuerzo intelectual para cerrar el círculo narrativo. 

Si se toma en cuenta este aspecto, el poco o nulo aporte que exige el contenido de las plataformas de streaming (visualización) y las enormes posibilidades tecnológicas de que disponen para atrapar a su público y tenerlo a sus pies, la permanencia de la novela podría parecer milagrosa; no obstante, hay elementos fácticos que la explican.

A raíz del artículo de Vicente Verdú, “Reglas para la resistencia de la novela”, publicado el 16 de noviembre de 2007, en El País, el escritor Manuel Rico contestaba a algunas de las afirmaciones de Verdú.

De paso, Rico se hacía una pregunta capital —en el texto titulado La novela, en el siglo XXI, goza de buena salud, para el género en cuestión:  “¿Puede una imagen sustituir la capacidad metafórica de las palabras, las múltiples lecturas que éstas ofrecen, las posibilidades de recreación íntima que en el lector generan?”.

En esa capacidad metafórica, traducida a una historia, deja entrever Rico que está la base para que la novela siga resistiendo los embates de las plataformas audiovisuales que tienen la capacidad enorme de seducción, porque prácticamente adormecen a sus cultores, y a cambio no les piden nada, no les exigen nada, excepto plantarse con los ojos abiertos frente a la pantalla, del tamaño que sea y en la circunstancia que sea, porque estas, además, tienen la facilidad de que se pueden ver en los más variados espacios. Es como si le hubieran arrebatado a Dios el don de la ubicuidad.

En el artículo de Verdú, quien se convierte en un nuevo “anunciador” de que la novela tradicional se irá por el caño ante el poder del universo audiovisual, como bien lo puntualiza Rico, hay vestigios inconscientes de este escritor que dejan entrever que, todavía, hay un camino de salvación para la novela de siempre. 

El contexto apocalíptico en que Verdú, fallecido el 21 de agosto de 2018, sitúa a la novela, vale explorarse para entender por dónde, más recientemente, se movían los argumentos de quienes estaban convencidos de que el género mayor de la literatura iba rumbo a su desaparición.

Las plataformas digitales tienen una impresionante oferta, que compite directamente con el arte de la lectura.

 

“La novela actual —o como quiera llamarse— deberá mostrarse enérgicamente resistente al intento de trasladarla al cine, al telefilme o a la vida del videojuego: la literatura hoy más que nunca debería alzarse como intransferible, porque las historias novelescas al aroma del siglo XIX han sido ya usadas con diferentes métodos de explotación y lo fueron, precisamente, porque no existían entonces los guionistas a granel que actualmente 

redactan para crear productos audiovisuales. El destino de aquellas novelas fue atender precisamente a una demanda general sin capacidad para vivir otras vidas adicionales que no fueran las servidas por la fantasía de los libros”.

La afirmación de Verdú está llena de matices, y son tantos que sería imposible abordarlos  todos en este espacio, porque, si bien el género novelesco surgió en un contexto en el que no existían otras alternativas de entretenimiento, no es cierto que no se haya adaptado a los nuevos formatos.

A raíz de lo dicho por Verdú, de que la novela triunfó en otro tiempo, en el cual las opciones de entretenimiento eran prácticamente nulas, hay que recordar que de la voz “novela” se empieza a saber por varias vertientes y ya desde la época medieval. Aparece, por ejemplo, en el Libro del buen amor del Arcipieste de Hita, de acuerdo con un apunte que en su momento realizara Joan Corominas, filólogo y lexicógrafo español. 

Entre tanto, Juan Timoneda, editor y escritor valenciano (1518-1583), agrupó varios relatos en lo que denominó Patrañuelo, en 1567, y de él decía, de acuerdo con lo que refire el profesor Francisco Abat Nebot de la UNED, España, en el libro Teoría de la novela y la novela española: “Patrañuelo deriva de patraña, y patraña no es otra cosa sino una fingida traza, tan lindamente amplificada y compuesta que parece que trae alguna apariencia de verdad”.

En este aspecto ha residido, por siglos, la grandeza y la fortaleza de la novela: en su capacidad para crear mundos que mientras se leen sustituyen con creces a la realidad, cuyos fogonazos dejan a menudo sin luces a esos seres de carne y hueso, que encontraron en ella un alivio para sobrellevar las incertidumbres de la vida.

 

Novela y modernidad

Cuando las certezas de la Edad Media se desvanecían y un mundo de absolutos y certezas se venía abajo, daba pie a un nuevo orden, al advenimiento de la modernidad. Y esa modernidad empezó en la novela, con el Quijote, cuya primera edición data de 1605 y la segunda de 1615, aunque entre medias estuvo el Quijote de Avellaneda. 

Sobre ese hacer de la novela y lo que significó para lo que se ha denominado Europa, que puede ser un concepto que va más allá de lo geográfico, el escritor Milán Kundera decía en El arte de la novela:

“En efecto, todos los grandes temas existenciales que Heidegger analiza en Ser y Tiempo, y que a su juicio han sido dejados de lado por toda la filosofía europea anterior, fueron revelados, expuestos, iluminados por cuatro siglos de novela (cuatro siglos de reencarnación europea de la novela). Uno tras otro, la novela ha descubierto por sus propios medios, por su propia lógica, los diferentes aspectos de la existencia: con los contemporáneos de Cervantes se pregunta qué es la aventura; con Samuel Richardson comienza a examinar ‘lo que sucede en el interior’; a desvelar la vida secreta de los sentimientos; con Balzac descubre el arraigo del hombre en la Historia; con Flaubert explora la tierra hasta entonces incógnita de lo cotidiano; con Tolstoi se acerca a la intervención de lo irracional en las decisiones y comportamiento humanos”.

Luis Goytosolo, en Naturaleza de la novela, revelaba en 2013 que el género sería superado por la cultura audiovisual.

La novela también es un interrogar la realidad y el tiempo, sostiene Kundera: “La novela sondea el tiempo: el inalcanzable momento pasado con Marcel Proust; el inalcanzable momento presente con James Joyce. Se interroga con Thomas Mann sobre el papel de 105 mitos que, llegados del fondo de los tiempos, teledirigen nuestros pasos. Et caetera, et  caetera”.

Ese papel abarcador, que le permite ahondar en el ser, en integración con la sociedad que le ha tocado vivir y padecer, es el que le da ese cariz de resistencia y adaptación a la novela. Ese gen camaleónico que, de tan camaleónico que es, no siempre se percibe y se determina.

“La novela acompaña constante y fielmente al hombre desde el comienzo de la Edad Moderna. La ‘pasión de conocer’ (que Husserl considera como la esencia de la espiritualidad europea) se ha adueñado de ella para que escudriñe la vida concreta del hombre y la proteja contra ‘el olvido del ser’; para que mantenga ‘el mundo de la vida’ bajo una iluminación perpetua. En ese sentido comprendo y comparto la obstinación con que Hermann Broch repetía: descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia, es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela”.

Y para que la novela se mantenga firme a tantas premoniciones sobre su próxima desaparición, incluso en medio de una actualidad en la que las tecnologías se imponen con una pasmosa facilidad, mientras la Inteligencia Artificial arrasa en todos los órdenes de la vida, ha de haber un sustrato mucho más hondo de lo que parece en esa forma de construir y contar la realidad. Kundera lo explicó así:

“Cuando Dios abandonaba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores, separado el bien del mal y dado un sentido a cada cosa, don Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. Este, en ausencia del Juez supremo, apareció de pronto en una dudosa ambigüedad; la única Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo de la Edad Moderna y con él la novela, su imagen y modelo”.

La novela, desde entonces, ha navegado en aguas procelosas, pero nunca ha naufragado, aunque para alcanzar ese estatus haya tenido que pasar por períodos críticos en el que muchas voces anunciaban su muerte, para dar paso a las opciones emergentes, casi siempre de la mano de nuevas tecnologías.

“Comprender con Cervantes el mundo como ambigüedad, tener que afrontar, no una única verdad absoluta, sino un montón de verdades relativas que se contradicen (verdades incorporadas a los egos imaginarios llamados personajes), poseer como única certeza la sabiduría de lo incierto, exige una fuerza igualmente notable”.

Esa fuerza notable la tiene la novela en su capacidad para enhebrar historias. 

 

El arte de contar

La capacidad innata para fabular universos, crear universos, construir narraciones cuyos mundos terminan por ser autónomos es lo que llevó a la novela a convertirse en el género narrativo por excelencia.

El sostén de la novela pasa por dos elementos prácticamente inseparables, pero que para efectos teóricos se analizan cada uno por su lado y son su estructura y su historia. 

Según verdú, esa novela tradicional, que apela a la estructura y a la historia como elementos entrelazados, con la irrupción del poder del audiovisual, ya no tiene cabida y seguir insistiendo en ella no solo sería una terquedad, sino también un enorme error que llevaría a la muerte del género.

Así lo planteaba el escritor y ensayista español: “La fragmentación de las historias, con sus anotaciones e intervalos mentales, tiende a copiar del blog y de la comunicación fragmentada omnipresente. Una novela contemporánea que no haya asumido esta clase de comunicación se ahogará en su jactancia. La ignorancia del blog y de los mensajes cortos, del discurso corto y cambiante, puede llevar, excepcionalmente, a una obra apreciable pero se tratará de esa clase de valor que encuentran las alhajas y los cuadros escondidos en el polvo de los museos”.

Niega Verdú, como se observa, ese carácter distintivo que hizo grande al género, su capacidad innata de hilar, de crear mundos, de crear universos tan poderosos que parecen autónomos con base en una estructura que venía de lejos, al tiempo que contaba historias mediante sólidos e ingeniosos argumentos. Es lo que sucede con muchas novelas canónicas, como El conde de Montecristo. El novelista nicaragüense Sergio Ramírez llegó a decir que cuando un personaje es citado como si fuera de carne y hueso por los lectores, es cuando el escritor ha alcanzado un punto culminante y que eso sucedía con Edmundo Dantés.

Esos universos como los de Guerra y Paz, Ana Karenina, Cien años de Soledad, Conversación en la Catedral, La Guerra del Fin del Mundo y El siglo de las luces solo son posibles en la gran novela y no como lo sugiere Verdú, que apuesta por esa otra modernidad, más tecnológica, más fragmentada, por un placer fácil, como son todas las series, las docuseries, los documentales y los filmes livianos que abudan en las plataformas.

La novela, en el sentido clásico, aunque no renuncia a entretener exige un algo más. Ese algo más implícito en el arte en general y que hace que la conciencia, que el pensamiento, que el ser se estremezca. Esto lo graficó de forma contundente el crítico estadounidense Harol Bloom, cuando hablaba de la lectura como un “placer difícil”. 

Si en la estructura y la historia están las dos fortalezas implícitas que le permiten a la novela seguir a flote en el mundo actual, así como su capacidad para manejar la incertidumbre, en este elemento exterior, y que no puede controlar el texto, está la tercera vertiente que hay que considerar en una visión global de por qué la novela ha resistido tantos embates.

“(…) El motivo más profundo y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil”.

En la afirmación de Bloom hay una antítesis porque al tiempo que invoca al placer lo convierte en difícil. Pareciera, por lo tanto, que hay una aparente contradicción. Pero este aparente contraste lleva a las profundidades de la lectura y de la novela. Es decir, para participar de la propuesta del escritor hay que hacer un esfuerzo, inmiscuirse en la historia, sondear los diferentes niveles. Profundizar, pensar, sopesar. 

Nada de eso ocurre con una propuesta audiovisual como las series, aunque hay filmes que desde luego sí pueden lograr una profundidad de un determinado asunto, pero ni en esos casos alcanzan la hondura que permite la palabra, como elemento de comunicación y estético.

“Yo no patrocino precisamente una erótica de la lectura, y pienso que ‘dificultad placentera’ es una definición plausible de lo sublime, pero depende de cada lector que encuentre un placer todavía mayor”, continúa diciendo Bloom.

En ese ejercicio en el que el lector termina por involucrarse directamente con el texto, sea para comulgar con él o para contradecirlo, radica uno de los bastiones que al día de hoy permite que la literatura, y en concreto la novela, se mantenga en pie frente al filón desatado por la inmensa propuesta audiovisual de la actualidad, en la que abundan las opciones, aunque con una notoria irregularidad.

“Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podemos utilizar para sopesar y reflexionar. Al leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee. A limpiarnos la mente de tópicos, no importa qué idealismo afirmen representar”. 

Guiado por ese pragmatismo que lo caracterizó, Bloom da en la diana al inclinarse porque lo que de verdad interesa y es urgente practicar sea el “leer profundamente”.

Por más producción, por más calidad que haya en los guionistas, por más excelencia en las locaciones, por más rigurosidad y creatividad en el actuar: nunca una serie, una película, un documental o una docuserie alcanzará las evocaciones, las múltiples lecturas y relecturas y la esencia a que lleva la novela.

A esa novela que, como género, desde hace al menos siglo y medio se le viene anunciando su desaparición. La muerte de la novela se convirtió en cierto momento en un género en sí mismo.

El novelista estadounidense Philip Roth fue más allá en su momento, y dijo, no ya de la novela, sino del libro en general, que la estupenda era que se inauguró con el descubrimiento de la imprenta de tipos móviles de Johannes Gutenberg, en 1450, había llegado a su fin.

“El libro no puede competir con la pantalla. Es algo que Kindle no va a cambiar. No pudo competir con la pantalla de cine. No pudo competir con la pantalla de televisión, y no puede competir con la pantalla del ordenador (…) La novela es un animal moribundo”.

Mientras las incertidumbres que abrazó la novela moderna, con la publicación de la gran novela de Cervantes, que recogía esa sutil coyuntura, en la que lo absoluto daba paso al relativismo, y todo el conglomerado religioso se tambaleaba, y don Quijote siga desfaciendo entuertos y librando batallas contra molinos de viento, la novela resistirá heroica los embates de las plataformas digitales de contenido, en las que la palabra desempeña un rol secundario e intrascendente, contrario a lo que sucede en el género mayor de la literatura, en el cual, la palabra es principio y fin. 

Ya se sabe desde tiempos inmemoriales que con la palabra se hizo la luz y el mundo y, por lo tanto, la novela no es un animal moribundo, sino uno que goza de buena salud en medio del apocalipsis digital.

 

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