El sábado 28 de enero de 1939, empapado de frío y de derrota, llegaba al pueblo costero de Collioure, al sur de Francia, el poeta Antonio Machado. Lo acompañaba su madre, Ana Ruiz, su hermano pintor José y la esposa de este, Matea Monedero. Buscaron albergue en el pequeño hotel Bougnol-Quintana, que alguien les recomiendó por cómodo y barato. Enfermos, él de 64, agobiado por el asma y la tristeza, y su madre de 85, a quien tienen que cargar en brazos, escapan al exilio cuando es inminente la caída de Cataluña, último bastión del gobierno republicano. No se pudo contener la guerra fratricida ni la oscura instauración del régimen de Franco y sus aliados. Decenas de miles huyen por aquel mismo paso fronterizo dejando atrás la senda que nunca han de volver a pisar. Durante aquellos breves días el poeta, que con tanto amor cantó a toda España, se agita y se consume en el exilio. Lee cuanto puede y cae en sus manos, intenta escribir artículos para enviar a los diarios, le brotan algunos versos esporádicos.
Busca contactar con su querido hermano Manuel, también poeta, a quien sabe a salvo y próximo al gobierno golpista. Su madre, agonizante, en su extravío pregunta: ¿falta mucho para llegar a Sevilla? Pero ya no habría retorno a la tierra donde parió a su hijo un 26 de julio de 1875. Ya no habría España para los perseguidos.
El embrión de dictadura negaba a su pueblo las voces de Antonio, Miguel y Federico, los mataba con destierro, cárcel y cobarde asesinato.
Aquel hombre bueno en el buen sentido de la palabra, quien buscó siempre la armonía entre las gentes, la sensatez sobre el arrebato, la justicia sobre la codicia y la reflexión sobre la vanidad abordó la nave que nunca ha tornar la tarde de un ceniciento miércoles 22 de febrero de 1939. Su hermano José encontró en el bolsillo de su abrigo un papel con los versos sueltos: “Estos días azules, este sol de infancia”.
Tres días después murió su madre.
Aquí recordamos al poeta en su voz y su sabiduría, porque en los días buenos, y en los malos, hay que tener un libro de Antonio Machado a mano:
No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota.
—
¡Y de nuestro amor primero
y de su fe mal pagada,
y, también, del verdadero
amante de nuestra amada!
—
Y volver a sentir en nuestra mano
aquel latido de la mano buena
de nuestra madre… Y caminar en sueños
por amor de la mano que nos lleva.
—
Al olmo viejo
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
—
El crimen fue en Granada
- El crimen
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
sangre en la frente y plomo en las entrañas
… Que fue en Granada el crimen
sabed ¡pobre Granada!, en su Granada.
- El poeta y la muerte
Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque, yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
“Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban…
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!”
3.
Se le vio caminar…
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!
—
Otras canciones a Guiomar
A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena
I
¡Solo tu figura,
como una centella blanca,
en mi noche oscura!
*
¡Y en la tersa arena,
cerca de la mar,
tu carne rosa y morena,
súbitamente, Guiomar!
*
En el gris del muro,
cárcel y aposento,
y en un paisaje futuro
con solo tu voz y el viento;
*
en el nácar frío
de tu zarcillo en mi boca,
Guiomar, y en el calofrío
de una amanecida loca;
*
asomada al malecón
que bate la mar de un sueño,
y bajo el arco del ceño
de mi vigilia a traición,
¡siempre tú!
Guiomar, Guiomar,
mírame en ti castigado:
reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar
II
Todo amor es fantasía;
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás.
III
Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido.
IV
Te abanicarás
con un madrigal que diga:
“En amor el olvido pone la sal”
V
Te pintaré solitaria
en la urna imaginaria
de un daguerrotipo viejo
o en el fondo de un espejo,
viva y quieta,
olvidando a tu poeta
VI
Y te enviaré mi canción:
“Se canta lo que se pierde”,
con un papagayo verde
que la diga en tu balcón
VII
Que apenas si de amor el ascua humea
sabe el poeta que la voz engola
y, barato cantor, se pavonea
con su pesar o enluta su viola;
y que si amor da su destello, sola
la pura estrofa suena,
fuente de monte, anónima y serena.
Bajo el azul olvido, nada canta,
ni tu nombre ni el mío, el agua santa.
Sombra no tiene de su turbia escoria
limpio metal; el verso del poeta
lleva el ansia de amor que lo engendrara
como lleva el diamante sin memoria
-frío diamante- el fuego del planeta
trocado en luz, en una joya clara…
VIII
Abre el rosal de la carroña horrible
su olvido en flor, y extraña mariposa,
jalde y carmín, de vuelo imprevisible,
salir se ve del fondo de una fosa.
Con el terror de víbora encelada,
junto al lagarto frío
con el absorto sapo en la azulada
libélula que vuela sobre el río,
con los montes de plomo y de ceniza,
sobre los rubios agros
que el sol de mayo hechiza.
se ha abierto un abanico de milagros
-el ángel del poema lo ha querido-
en la mano creadora del olvido…
—
Proverbios y cantares
I
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas
es ojo porque te ve.
XLV
Morir… ¿caer como gota
de mar en el mar inmenso?
¿O ser lo que nunca he sido:
uno, sin sombra y sin sueño,
un solitario que avanza
sin camino y sin espejo?
XXIII
No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada:
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.
XXVI
Poned sobre los campos
un carbonero, un sabio y un poeta.
Veréis cómo el poeta admira y calla,
el sabio mira y piensa…
Seguramente, el carbonero busca
las moras o las setas.
Llevadlos al teatro
y solo el carbonero no bosteza.
Quien prefiere lo vivo a lo pintado
es el hombre que piensa, canta o sueña.
El carbonero tiene llena
de fantasías la cabeza.
XXXV
Hay dos modos de conciencia:
una es luz, y otra, paciencia.
Una estriba en alumbrar
un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar
el pez, como pescador.
Dime tú: ¿Cuál es mejor?
¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos,
fugitivos,
que no se pueden pescar,
o esa maldita faena
de ir arrojando a la arena,
muertos, los peces del mar?