Cultura

Maldito seas Tom, has traído a los bárbaros

En el fondo, el Nuevo Periodismo nunca dejó de cimentar sus historias en un exigente reporteo, y Tom Wolfe fue un alto exponente_de esa escuela.

Del reportaje a la novela: esa era la aspiración que definía a esos bastardos que invadieron el periodismo norteamericano en el año 62, cuando apenas se percibían los aires de lo que sería mayo del 68. Quien tiraba del movimiento, que en realidad nunca existió como tal, vestía siempre de blanco impecable, llevaba sombrero de fieltro la mayoría de las veces, y quería hacer la travesía de las letras pasando de un océano a otro reventando el idioma, como si escuchara los ecos de aquel viejo principio esbozado por Friedrick Nietzsche en sus apuntes de la Universidad de Basilea: todo el lenguaje es tropológico.

Tom Wolfe, fallecido el lunes 14 de mayo, a sus 88 años, fue quien le dio cohesión al grupo del llamado el Nuevo Periodismo.

El peso de un doctorado en literatura, obtenido en 1957 en la Universidad de Yale, no le estorbaría a la hora de levantar el vuelo en los entonces desacreditados suplementos dominicales y en revistas como Esquire, donde habría de escribir esa banda de raros como Jimmy Breslin, Gay Talese, Norman Mailer, Truman Capote y ese joven llamado Tom Wolfe (2 de marzo 1930-14 de mayo 2018).

Con su libro El Nuevo Periodismo, publicado en 1973, Wolfe explicaría las claves de ese cataclismo que vivió el periodismo norteamericano y cuyas influencias hoy, aunque cada vez menos, se perciben tanto en Europa como en América Latina.

El asalto al cuartel pasaba por volverse un especialista en el reportaje y, desde ahí, con las técnicas de la literatura, contar la realidad de forma que se leyera como si fuera una novela. Sí, como si fuera una novela.

La variante estilística pirotécnica rimbombante impulsiva colorida pretenciosa onomatopéyica y estrafalaria con que debutó en este nuevo ámbito y que se intitulaba “El embellecido cochecito aerodinámico fluorescente”, que en realidad fueron notas en bruto que le envió al editor Byron Dobell, de Esquire, solo era la punta del iceberg de lo que él y esos mal llamados nuevos reporteros querían hacer con el periodismo.

La verdadera gran aspiración de los miembros del Nuevo Periodismo era la novela y Wolfe lo probó con La hoguera de las vanidades.

El gran desafío de Wolfe y de esa “banda que escribía torcido”, como tituló Marc Weingarten,  en su historia de ese movimiento, era agarrar por la solapa a los lectores y no soltarlos hasta el último aliento de cada uno de sus reportajes y crónicas.

Para lograr aquello habrían de hacer algo que hoy parece obvio pero que entonces no lo era: llevaron hasta sus últimas consecuencias el arte de reporteo.

Estilo y reporteo: estas serían las grandes claves del Nuevo Periodismo. A partir de ahí vendrían los cuestionamientos del periodismo tradicional, que no acababa de entender cómo un narrador de no ficción se iba a meter en la mente de sus entrevistados, cómo de un momento a otro la narración lineal se interrumpía para presentar una escena del pasado y cómo, en un mismo párrafo, como tan usual era en el propio Wolfe, se cambiaba de punto de vista, sin que muchas veces el lector captara el tecnicismo, pero sí percibiera ese golpe al hígado que lo hacía revolverse en su asiento y a la vez preguntarse qué diablos había sucedido.

Quien lanzó los primeros dardos fue Breslin, en el Herald Tribune, a quien Wolfe admiraba, porque había tomado una columna diaria, apolillada y anquilosada, que era un pobre eco de la televisión, que en la época era lo que hoy son Facebook y Twitter, y con una libreta y un bolígrafo salía a la calle y a las salas de juicio. Así empezó a contar no solo con un estilo diferente, sino sobre todo con una riqueza informativa distinta y llena de elementos que humanizaban las historias.

“Parecían no ser conscientes en absoluto de una parte crucial del trabajo de Breslin: esto es su labor como reportero… De sus modus operandi formaba parte el recoger los detalles novelísticos, los anillos, la transpiración, las palmadas en el hombro y lo hacía con más habilidad que muchos novelistas”.

EL SEÑOR DEL TRAJE BLANCO

Con ese estilo sureño, era de Richmond, Virginia, Wolfe se hizo famoso no por su traje de blanco impecable, sino porque como periodista quería hacer explotar la rancia prensa neoyorquina y estadounidense de la época, en la que a su juicio, como pensaban otros también, faltaban nuevas formas de abordar la realidad.

El traje y el afán de incorporar en su estilo periodístico todo elemento que le sirviera para generar en el lector “una provocación intelectual y emotiva” se volverían un mito, y tras él quedó oculto uno de los elementos que hicieron clave su prosa, tanto en el Herald Tribune como, luego, en sus novelas: la absoluta devoción por el buen reporteo.

Sin las bases del reporteo aquello hubiese sido ficción pura y dura, y eso no les interesaba.

Había que inmiscuirse en la vida de los protagonistas para saber cómo pensaban, cómo vivían, qué sueños tenían, en fin, adentrarse en sus mundos para después volcar toda esa información en una historia humana que retratara la esencia de lo que se pretendía contar.

La inmersión tampoco era técnica nueva. Se venía practicando en el periodismo desde un siglo atrás. ¿Entonces, a dónde diablos, como habría dicho el propio Wolfe, estaba la novedad? Estaba más que en el estilo, en la estructura; aunque en realidad estilo y estructuran se fundían de tal manera que solo se pueden separar para efectos didácticos y analíticos.

La aspiración mayor era que esos reportajes se leyeran como si fueran una novela. ¿A qué estaban apostando esos bárbaros?, ¿cómo iban a pretender destronar a la sacrosanta novela?

Los primeros en protestar, naturalmente, fueron los novelistas, que veían invadido su territorio por esa banda que con sus ínfulas pretendía, desde los periódicos, reventar el canon literario, sacrosanto e intocable. Por Dios, ¡quiénes eran esos escribidores para proponerse semejante tarea!

Y sin embargo, ahí estaban esos aspirantes a escritores dinamitando la actualidad con sus investigaciones. Fue un domingo de 1962, en que Wolfe se quedó en shock tras leer un reportaje de Gay Talese en Esquire.

“¿Qué demonios pasa? Con unos cuantos retoques todo el artículo podía leerse como un relato breve. Los pasajes de ilación de escenas, los pasajes explicativos, pertenecían al estilo convencional de periodismo de los años cincuenta, pero se podían refundir fácilmente. El artículo se podía transformar en un cuento con muy poco trabajo. Su carácter realmente único, era el tipo de información que manejaba el reportero”.

Ahí estaba la clave del vendaval que desataría ese movimiento espontáneo en su afán de contar la realidad de tal forma que se leyera como si fuera literatura de alta calidad, para sacar así a los periódicos de su letargo.

En los tiempos del Nuevo Periodismo se vivían los aires de los años sesenta, con Vietnam como piedra en el zapato de la política norteamericana, y según esa banda pretenciosa nada sucedía de consideración en ese viejo oficio de reportero.

En el libro El Nuevo Periodismo, Wolfe explicó con lujo de detalles el alcance de ese movimiento espontáneo que revolucionó el periodismo en los sesenta y setenta.

CUIDADO, MR. WOLFE

Mientras Wolfe y varios periodistas como Breslin y Michael Mok, Barbara L. Goldsmith, en ese momento, se desvivían por ser las estrellas del reportaje como reporteros rasos, que fue la categoría a la que siempre aspiró Gabriel García Márquez (GGM) en este lado del mundo, en 1959 el ya célebre escritor Truman Capote sentía la incómoda sensación de que en la literatura y el periodismo norteamericano no sucedía nada digno, y andaba buscando a ciegas, hurgando aquí y allá, una grieta informativa, un motivo, una idea, una luz al final de ese largo túnel en que se le estaba convirtiendo su cotidianidad de escritor.

Llegó ese día. Mientras Capote leía The New York Times del 16 de noviembre de 1959, un despacho noticioso de la agencia UPI le llamó la atención: el asesinato de la familia Clutter en el pueblo de Holcomb, Arkansas, Misouri.

Por esa intuición de escritor y de periodista que había cultivado desde que era niño, cuando reproducía de memoria las conversaciones que había tenido a lo largo del día, le pareció que en esa noticia había “un algo” para investigar. Fue entonces que llamó a su editor William Shawn, de The New Yorker, y le propuso ir a ese lugar olvidado a ver qué había ocurrido.

Lo que vino es historia conocida: Capote, con el apoyo inicial de su amiga, la escritora Harper Lee, se pasó seis años documentando a profundidad el asesinato, su impacto en la comunidad, la cacería de los responsables y su posterior ahorcamiento, y en 1965 publicó A sangre fría, novela con la que Capote se arrogaba el derecho de ser el creador de la “novela de no ficción”.

Las técnicas empleadas por Capote en su magnífica novela, que ha envejecido muy bien y hoy sigue leyéndose como lo comprueban sus múltiples reimpresiones en inglés y en español, eran las mismas por las que Jimmy Breslin había sido denostado. Las mismas, también, por las que Wolfe se había bajado del pedestal de la academia y había puesto a un lado su doctorado de Yale para pasar tiempo con aviadores y astronautas, y escribir su exquisita novela-reportaje Lo que hay que tener, en la que cuenta la historia real que había detrás del programa aeroespacial de Estados Unidos.

Eran las mismas que apostaban por contar la realidad de una forma diferente: como se hacía en la literatura de ficción.

EL GRAN SALTO

Aunque el escenario de esos cambios revolucionarios era el periodismo y en concreto el reportaje, la aspiración de Wolfe siempre fue la novela. Escribir la gran novela. Esa era la verdadera razón por la que los “nuevos periodistas” se pasaban noches de claro en claro buscando detalles, entrevistando, sumergiéndose en mundos convulsos, a veces de la alta sociedad, pero muchas otras de la baja vida norteamericana, para depurar una técnica de búsqueda de la información y posteriormente, ahora sí, con un estilo inconfundible, contar una gran historia.

Alcanzado ese objetivo venía el otro, por el que verdaderamente valía la pena vivir: la novela. No era, sin embargo, una novela cualquiera, tenía que ser la gran novela.

Para lograrla, en el último escalón era necesario tener un gran manejo del lenguaje, y, atención, porque en este campo Wolfe se había cultivado hasta la médula. No era simplemente ese escritor de las onomatopeyas, de los puntos suspensivos, de las exclamaciones, no, era mucho más, era un hombre con una gran capacidad para hacer malabares con el lenguaje.

El manejo del lenguaje le permitió, hasta el último día de su vida, ese lunes 14 de mayo de 2018, gozar de un respeto por su escritura cultivada, sólida, heredera de la mejor tradición novelística norteamericana, de esa que pasaba por plumas como las de Tomas Wolfe, William Falkner, Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway.

Y fue así como en 1987 se vino la prueba de fuego para la que se había preparado toda la vida: La hoguera de las vanidades, su primera y voluminosa novela. Antes había publicado Lo que hay que tener (1980), pero la apuesta estaba dirigida en esa otra creación, que era enteramente ficticia.

Para los expertos en la obra de Wolfe, su gran novela es La hoguera de las vanidades (1987), por encima de Todo un hombre (1998), Yo soy Charlotte Simmons (2004) y Bloody Miami (2012).

POLEMISTA EXQUISITO

Su dandismo inconfundible lo aderezaba con ese refinamiento por la polémica. Y ese fue, también, otro de sus sellos a lo largo de su extensa carrera como periodista y novelista.

Cuando trabaja para The New York, el suplemento dominical del Herald Tribune, Wolfe había publicado aquel artículo incendiario contra The New Yorker, cuya primera entrega se titulaba: “¡Pequeñas momias: la verdadera historia del rey del país de los muertos vivientes en la calle 43!”.

Shawn amenazó con que si se publicaba ese artículo demandarían al Herald Tribune y el propietario Jock Whitney respondió al editor enviando copias de la amenaza a Time y Newsweek como bien lo cuenta Weingarten en su libro La banda que escribía torcido.

“Allá tienen a sus muchachos, en los pisos diecinueve y veinte, en las oficinas de edición, chocando los unos con los otros –¡golpeaos, viejas cabezas de bisonte!– en las curvas cerradas de los pasillos debido al extraordinario tráfico de gente en el departamento de comunicación. Así los llaman: muchachos. ‘Coge esto, muchacho…’. De hecho, muchos de ellos son viejos, visten camisa de cuello almidonado con las puntas hacia arriba, corbatas ‘para comidas especiales’, jerséis abotonados y calcetines negros de marca, y están por todos lados llevando miles de mensajes, arrastrando los pies como amables y viejos bisontes”.

La polémica estaba servida, y para Wolfe la polémica formaba parte de ese ejercicio del pensamiento y de la escritura. Muchas veces, cuando le colgaron la etiqueta de conservador y que era de derechas, simplemente ironizaba y salía al paso siempre con elegancia.

Nunca rehuía una polémica. Cuando Marina Artusa, en el periódico Clarín, le preguntó por el estado del periodismo, así respondió en 2014: “El periodismo está en grandes problemas. La gente joven se avergüenza de ir a comprar el diario. Todo está online. Ya no hay gente que cubra áreas específicas. En 1968 McLuhan dijo que la mente de una generación completa había sido alterada por la televisión y como resultado la gente se había vuelto tribal. Y si uno le daba a una persona tribal un pedazo de papel con algo escrito, la persona asumía que era un truco. Solo se escucha lo que le dice la persona que está al lado. Es lo que hoy sucede con los blogs que están escritos por la persona que está al lado nuestro y nos susurra al oído. En los Estados Unidos se cubrieron más noticias en 1940 que hoy. Si pensamos en cómo se cubren las noticias, no podríamos asistir a una peor situación”.

A este polemista del traje blanco, también, siempre le preguntaban qué era el Nuevo Periodismo, y en 2005 dejó esculpida en bronce una de sus respuestas para la eternidad:

“Hay un malentendido. La gente cree que es dar tus opiniones y mezclarlas con la historia que estás contando. Para mí, jamás fue eso. Nunca utilicé la primera persona del singular. ¿Por qué, si lo único que soy es un observador? ¿A quién le interesan las impresiones de un periodista? Para escribir hace falta el mismo esfuerzo que para informar: el esfuerzo de tener la boca cerrada y escuchar exactamente cómo habla la gente y qué es lo que dice”.

Maldito seas, Tom, la has liado otra vez: ¿ahora quién incendiará la hoguera de las vanidades?

 

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