Cultura

Las huellas del poeta en su Comala acosteña

Al cumplirse seis años de la muerte de José Rafael Echeverría Zeledón, se recuerda su figura, su poesía y el pueblo que forjó con el alma y que el tiempo se encargó de borrar para dar paso a un Tiquires fantasmagórico

Poco antes de morir, el 13 de abril de 2015, José Rafael Echeverría Zeledón quiso ir a despedirse de la montaña y de lo que un día fue el pueblo que había soñado: Tiquires.

A seis años de su partida, vale hacer un recorrido por su gesta y su poesía, basada en una escritura llana, sencilla y mediante la que siempre trató de entroncar con ese hilo cósmico que buscaba en el silencio de la naturaleza, en el simbolismo de la flor o en el canto lejano del pájaro, que traía aguas y augurios, en un marco de perenne lucha por un ideal que suscribió como gestor de una inmensa finca en Acosta.

La vida en el campo, en la finca, tenían un tiempo que corría más lento, acorde con el ritmo de la naturaleza, y ahí Echeverría Zeledón gestaba su poesía. (Foto: Edgardo Font U).

Afable, soñador, humano, demasiado humano, como había dicho en su momento  Friedrich Nietzsche, José Rafael Echeverría Zeledón era conocido en Tiquires como Junior.

La sola evocación de su nombre daba dimensión de la persona que llegó a ser en Tiquires, donde todo dependía de él: las 28 familias que llegaron a conformar el pueblo, la iglesia, el comisariato, la escuela y los proyectos. Todo giraba alrededor de su quehacer.

De la producción de ganado y madera de su finca dependían las familias a las que él les daba trabajo, en una labor que a las claras era más utópica que económica, porque ya sus familiares sospechaban que aquella ecuación no era tan clara ni tan rentable. Sin embargo, para el poeta el contacto con su gente, con la naturaleza y el disfrutar de aquel remanso de montaña y silencio, eran aires imprescindibles en el discurrir de su oficio como abogado en la capital costarricense.

La casa de campo del poeta se va demoliendo, como se observa en esta gráfica captada hace mes y medio. (Foto: José Eduardo Mora).

Todos los fines de semana viajaba a Tiquires, pueblo ubicado a unos 22 kilómetros al suroeste de San Ignacio de Acosta. El desplazamiento era por un camino agreste, por lo general en muy mal estado, especialmente en invierno, pero para él era imprescindible ir a verificar la marcha que mantenían las gentes que vivían en Tiquires, que con el paso del tiempo asumirían rasgos fantasmagóricos propios de los de Comala, el pueblo ideado por Juan Rulfo en su Pedro Páramo.

En la inmensidad de la montaña y en su casa de campo, donde siempre había café fresco y armonía con la gente del lugar, que reconocían en Echeverría Zeledón su entrega a una causa por una vida digna y justa, acumulaba pensamientos y versos que luego se traducirían en al menos cuatro libros que dejó publicados.

ENTRE ABEDULES

El poeta era un enamorado de la naturaleza y este amor se puede rastrear en sus poemas, muchos de ellos cristalinos como el agua abundante en su finca y en su pueblo. No en vano Tiquires significa, según la tradición de quienes allí vivieron, lugar de aguas. Como esa agua, él quería que fuera su poesía.

Y lo trascendente, esa búsqueda espiritual de un algo más allá de la materialidad estará presente en la mayoría de sus composiciones. Era una búsqueda sin adoctrinar a nadie. Más bien era un caminar silencioso por el bosque natural y el pensamiento, en espera de que en el horizonte apareciese alguna señal, algún destello que iluminase aquellas intuiciones rumiadas con tanta paciencia, como si estuviera esculpiendo una gran estatua al tiempo y a la aspiración de ser más que un ave de paso solitario por este valle de lágrimas bíblico y terrenal.

En los ochentas el pueblo llegó a tener 28 familias que trabajaban en la finca del poeta. ()

“Con los pies polvorientos y cansados

voy caminando por todos los caminos.

Soy simplemente

caminante de hueso y polvo

amante-poeta y peregrino”. (Del poemario Apareces tú escondido, 1983).

Quería que su poesía fuera eso: sencilla como la arena, como el polvo, como si aspirara a que cualquiera la pudiera entender y cargar, llevar consigo el autoexilio que todos llegaremos a ser algún día.

Ese hombre alto, mirado como empresario en su pueblo, no pretendía ninguna mirada especial por parte de los pobladores ni de quienes le rodeaban en su círculo íntimo y profesional, lo que buscaba con denuedo eran las palabras que un día le salvarían eternamente del anonimato. Quería plasmar en versos su visión de mundo, su honda cosmogonía. Quería tocar las estrellas pero con los pies firmes en su pueblo, en esa metáfora que fue haciendo: estirando y transformando, y que se llamaba Tiquires.

Las fuentes del silencio fue publicado en 1992 y recoge poemas que reflejan la visión trascendental de Echeverría Zeledón. (Portada de Richard Pleuger).

Su finca, la finca, con su inmensidad en hectáreas, se habla de cientos, sus abedules, sus jacarandas, sus cedros, sus robles, y su naturaleza mayor y menor, se convirtió en su cómplice para gestar versos que le dieran luz a su día a día.

Jamás alzó la voz para resaltar su poesía. Esa poesía era en verdad el otro componente del aire que respiraba. Iba siempre consigo, en una peregrinación de letras, sonidos, sensaciones y palpitaciones.

“Mi alma,

pájaro cantor

prisionero en este bosque mágico

solo sabe suspirar

por aquel cielo inmenso bajo sus alas

Aquel infinito azul clamor por sobre mí

¡Ah Bebida Insaciable!

Océano de descanso que se desborda eternamente

a Quien todo el espacio no puede contener

a Quien anuncia y promete todo lo que existe”. (Del poemario Apareces tú escondido, 1983, poema XXI).

EL FIN DEL SUEÑO

La aspiración de respaldar el pueblo de Tiquires mediante la economía que emanaba de la finca se empezó a ver truncada a principios de los años ochenta, y ya para 1986 prácticamente el pueblo desapareció. En su afán de ser siempre fiel a los suyos, Echeverría Zeledón permitió que los pobladores arrancaran, literalmente, sus casas y se las llevaran a un nuevo destino. Quedaron cuatro, incluida la suya, que era grande, de madera, y que estaba frente a una falda montañosa que en la tarde-noche transmitía una especie de misterio. Aquella niebla imponente, quizá después de un día caluroso, como si se estuviera en Comala, dotaba de un encanto especial a este pueblo que se fue transfigurando y desapareciendo como en cámara lenta.

Pese a todo, a los reveses económicos que muchas veces le significaba el mantenimiento de la inmensa finca, el poeta siempre se mantuvo anuente a la causa. Su amor a la naturaleza le impedían renunciar al bosque, a la gente que todavía quedaban en la comarca.

Del viento, del sol y de las estrellas busca nutrirse para armar sus poemas, como si estuviera llevando un pulso consigo mismo y con la naturaleza para retratarla e intentar descifrar ese algo trascendente, ese algo que va más allá de lo material y que para él era esa conexión con el Verbo.

“Si bien mi vida

Es una luciérnaga en la noche de los tiempos

su luz,

Infinitamente fugaz

es hermana de todas las estrellas

y está tejiendo con ellas

y con otros trillones de luces

grandes y pequeñas

el hilo de este cuento” (Viento solar, 2012).

Las particularidades del Tiquires, al que dedicó gran parte de su vida, eran únicas. Era un pueblo en un radio de 200 metros, con una iglesia en la que no hay registro de que siquiera un día se oficiase una misa. Un establo para ganado, que fue durante años una de las fuentes para mantener la economía. Una escuela con pocos alumnos que un día una correntada se llevaría como a casi toda la infraestructura existente. Unas casas construidas en madera, que a la hora de la hora, sus pobladores decidieron llevárselas para instalarse en otro sitio. Un pueblo rodeado de vegetación, con abundante calor durante el día y temperaturas entre 12 y 15 grados en la noche. Todo ello enclavado en una especie de falso valle, por donde otrora alguna vez pasó quien un año después, en 1978, se convertiría en el Presidente de la República.

Sí, Rodrigo Carazo visitó a José Rafael Echeverría Zeledón en Tiquires. Las imágenes de la época lo confirman. Ahí, con su sonrisa y con su liderazgo inimitable estuvo el futuro presidente del país, cuando la esperanza y las ilusiones eran patrimonio del pueblo. Luego vendrían tiempos difíciles y la economía de la finca resultaría insuficiente para sostener el proyecto.

En medio de tantas dificultades, el poeta no desfallecía en su idea de dar un impulso a la región y de reconvertir a la finca, de cientos de hectáreas de bosque, en un ente sostenible desde el punto de vista ecológico y económico. El alma del poeta, siempre en esa búsqueda de lo trascendente, se imponía a las duras y desafiantes circunstancias.

ÚLTIMO VESTIGIO

Quien escribe ha visitado Tiquires en tres oportunidades. Hace 20 años fue la primera vez. Hace cinco la segunda y hace mes y medio la tercera. Tres visiones unidas por la casa del poeta. Ahí imponente, de madera, a pie de la montaña. En la última visita ya dicha casa se estaba cayendo, y por lo tanto la estaban desmantelando ante el avance de la humedad en algunas paredes, por lo que le quedaban pocas semanas en pie.

En esa casa de fin de semana, el poeta pasó muchas horas cerca de la naturaleza. Era su puerto y su refugio para estar en contacto con su mejor y más preciado mundo. El derecho, que ejercía como profesional, solo era un medio para tirar de sus sueños más caros, porque su alma estaba en aquella finca, con las poca gente que aún quedaba y, sobre todo, en ese contacto con la naturaleza a la que siempre volvía.

En la última visita, en el interior de la casa pude observar un afiche de 1995 editado por Parques Nacionales.

La protección del ambiente fue una de las preocupaciones constantes a lo largo de su vida, además, de escribir versos silenciosamente, sin otro afán que encontrarse a sí mismo en este largo caminar por la vida. Lo tenía más que claro. En Viento solar agregó una advertencia antes de entrar en directo con su poesía. Así rezaba: “A mis escasos, selectos y queridos lectores”.

Una frase que retrata a las mil maravillas lo que era José Rafael Echeverría Zeledón como ser humano y poeta. Le gustaba estar lejos del mundanal ruido, como hubiera dicho Antonio Machado. Y no aspiraba a la masa ni a las multitudes. Lo suyo era casi un monólogo dedicado a la naturaleza y a esa idea de trascendencia que lo acompañó toda la vida. La comunión con el Uno. Ese que algunos llaman Dios. A partir de la naturaleza alcanzar esa luz. Ese era su desafío y  lo traslucía en su escritura, en su poesía.

“Arriba del Corteza,

El árbol de flores amarillas

(Araguaney lo llamaban los indios)

el amor, se hizo luz

la luz se hizo flor

y habitó entre nosotros”. (Viento solar, Poema XI, 2012).

Antiguo templo católico de Tiquires, en el cual según la leyenda nunca se ofició misa. (Foto: José Eduardo Mora).

No hace falta convocar al barroquismo ni a la retórica, para llegar a esa síntesis era pertinente el contacto constante y fiel con la naturaleza; con las montañas de su Tiquires querido, que con el paso de los años se le convirtió en un designio. Era la transmutación del poeta que para sí mismo y en silencio se transformaba en el profeta de su propia tierra. La calidez de la gente con que se topaba en el camino rumbo a su finca. El paraíso que eran y son aquellas montañas que aún hoy son insondables. El espeso silencio que emergía en la noche. Alma, vida y transfiguración trascendente aspiraban a ser una. De esa trilogía simbólica surgían sus versos, sencillos y puntuales como flores de abril eternas.

Esa búsqueda venía de lejos, ya en junio-69, dice:

“Quisiera meter la mano

en la entraña del mundo

en el corazón de fuego de la tierra

¡y mover algo allí… aunque me queme!” (Poemas para una generación que empieza a cantar).

Los elementos claves de su poesía estaban presentes desde su primer libro: Poemas para una generación que empieza a cantar.

En la montaña se puede notar ya ese gusto y esa predilección por la Naturaleza, sí, la suya era una naturaleza con mayúscula.

“Días en que amanece

el aire.

amoroso como un perfume

limpio como un amor adolescente

y llenando de frescura la existencia del sol

El pasto es una alfombra

de perlas de rocío

y el sol apenas corona

de aureolas de luz

los pinos

Negros de verdes cipreses

bailan la mañana

El sol

mordiendo los colores

Y cantando a gritos: ¡Verde!

Un gallo lejano parte el mediodía

luego viene la tarde

con la niebla

esperando la noche

para irse

La noche envuelta en luces

vestida de grillos

nos cobija en silencio

y nos arrulla”

Cuatro libros delinearon la ruta del poeta: Poemas para una generación que empieza a cantar (1972-1973); Apareces tú escondido (1983, Editorial Nueva Década); Las fuentes del silencio (1992, Litografía e imprenta LIL) y Viento Solar (2012, SL Ediciones).

En sus libros está la constante de naturaleza, quietud, silencio, búsqueda. Las propias palabras del poeta en su presentación de Las fuentes del silencio, dan una dimensión de su anhelo perenne.

“Debemos contar con el silencio para conseguir la armonía. El mundo está enfermo de ruido. Este exceso no es sino la manifestación de otros muchos excesos y artificios que no favorecen el vuelo del espíritu.

Hace falta quienes siembren el silencio y la paz. La naturaleza expresa ese deseo y contribuye a realizarlo. Los árboles y los santos tienen eso en común. Aquí los he llamado las fuentes del silencio. Estos poemas son un tributo a ellos”.

Tiquires, ese lugar de aguas, de encuentros, de sueños, de horizontes verdes, se le fue transformando al poeta en su Comala, en la que a veces solo se aparecían los fantasmas, donde la voz de los ausentes tenía un peso específico y trascendente, y donde hoy cayó el último vestigio de su recuerdo y de su huella: la vieja casa donde José Rafael Echeverría Zeledón fraguaba en silencio sus versos al pie de la inmensa montaña. Murió a los 68 años, un 13 de abril de 2015, pero quedaron sus versos selectos para lectores selectos, como había predicho, y el eco de sus creaciones se escucha más allá de los abedules.

 

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