Cultura

La corrección política lleva a la hoguera a la literatura  

Editar los libros para eliminar palabras, frases y giros considerados hoy inoportunos abre un portillo peligroso que algunos escritores repudian, porque falsea por completo la realidad de sus textos y las huellas que ellos recogen.

Corregir los libros para adaptarlos a la actualidad. Eliminar sus huellas ideológicas, lingüísticas y sociales para que todos los textos retornen al paraíso y no haya contradicciones ni señalamientos.

Son los vientos alisios de la corrección política los que agitan esas posiciones que hoy, de nuevo, alcanzan a la literatura en la publicación de ciertos autores, a quienes les reescriben los libros para que no haya ofensas ni excesos, pese a que cuando fueron publicados recogían un fragmento de lo que era aquella sociedad, con sus claroscuros, y en los que los vacíos se llenaban con debates, los cuales fueron sustituidos en el presente por el chismorreo y las inexactitudes de las redes sociales, que también alcanzan a las editoriales, que a su vez se hacen eco de esa corrección política que es capaz de aniquilar y llevar a la hoguera a quienes se oponen a las corrientes en boga.

La escritora Rosa Montero está en contra de que los libros se corrijan con fines ideológicos como se está haciendo en la actualidad. (Foto: Zenda Libros)

En 2021, Darío Villanueva, exdirector de la Real Academia de la Lengua (RAE), abordó el fenómeno de la corrección política en su libro Morderse la lengua (publicado en marzo de  2021) y en una entrevista en Letras Libres dejaba más que claro el fenómeno al que se refería: “La corrección política es una imposición. Lo que hace es obligar a ese mismo hablante a morderse la lengua suprimiendo aquellas expresiones o actitudes consideradas ofensivas por un grupo étnico, racial, religioso, político, ideológico o sexual. A diferencia de las censuras anteriores, esta censura no la ejerce ni el Estado, ni la Iglesia, ni el partido, sino estamentos difusos de esa identidad gaseosa que es la sociedad civil. Es la censura de la posmodernidad. Quienes la ejercen no necesitan recurrir a leyes para doblegar a los que se alejan de esa corrección, les basta con su desaprobación, pues el ciudadano, una vez estigmatizado, sucumbe ante el peso de su aislamiento”.

Esa corrección política no solo censura las expresiones de los ciudadanos de a pie, sino que también a los escritores, incluso a los que ya han fallecido, y la operación se materializa mediante la inclusión en sus textos de nuevos giros, formas de hablar, eliminación de frases y palabras, para que no quede huella de la sociedad en que esas creaciones fueron pensadas.

El hecho de que hoy los editores se centren en la tarea de corregir párrafos, inventar afirmaciones y darles retoques a los textos para parecer políticamente correctos, ha producido un debate tanto en las letras hispanas como anglosajonas.

Así, por ejemplo, por el camino que se enrumba esta tendencia de lo políticamente correcto, que de acuerdo con Villanueva, viene de los años 70 y, con una mayor acentuación en la década siguiente, se terminará por corregir a los clásicos.

La escritora y ensayista Irene Vallejo considera un enorme error menospreciar la inteligencia de los niños y aplicar la corrección política a los libros.

Villanueva precisaba en su libro y en la ya citada entrevista, los orígenes de la tendencia en cuestión: “La corrección política tiene su precedente en la teoría de la tolerancia represiva de Herbert Marcuse, un integrante de la New Left, y según el cual se debía suprimir el derecho a la libertad de expresión a todos aquellos que se opusieran al ‘progreso social’. “Primero desde el sector de la educación, para más tarde actuar sobre el resto de la sociedad. Ahora bien, la tolerancia represiva no cristalizó hasta la década de los 80, cuando el multiculturalismo y la deconstrucción se apoderaron de los departamentos de humanidades de las universidades estadounidenses”.

De esa manera, no sería extraño que en futuros meses se desate una oleada de protestas por giros incluidos en el Quijote, o en La Ilíada, o en La Odisea o en los Nueve Libros de la Historia, de Heródoto, o en los Diálogos de Platón, para que todo suene a modernidad, a equidad y a neutralidad, un aroma a los que se adhieren los conservadores actuales en nombre esa modernidad que más bien gustan llamar posmodernidad.

El debate en torno a la corrección de los libros, no desde un punto de vista gramatical ni sintáctico, sino más bien ideológico, ha resurgido con el anuncio de que parte de la obra del autor británico Roald Dahl ha sido reescrita para evitar expresiones que hoy podrían herir ciertas sensibilidades.

Palabras como gordo, feo, brujas calvas, de textos de Dahl, que se especializó en literatura infantil, serán cambiadas para evitar ofender a los lectores, de acuerdo con lo informado por la editorial Puffin y Roald Dahl Story Company.

De los textos de Dahl, muchos de los cuales tenían el sello del humor, también desaparecerán términos como loco y demente y ya sus personajes no leerán a Rudyard Kipling.

El autor de Charlie y la fábrica de Chocolate, James y el melocotón gigante y Matilda, entre otros muchos, será retocado para adaptarse a la sociedad de hoy, para lo cual la editorial ha contado con la asesoría de “Inclusive Minds”, que tienen como objetivo que nadie se quede al margen.

La información internacional en torno a este tema recalca que en los libros de Dahl tampoco volverán a aparecer denominaciones como blanco o negro.

Pero no solo los libros para niños sufren la tendencia de las correcciones para parecer políticamente correctos en el contexto actual, Agatha Christie también está siendo sometida al bisturí de las adaptaciones para borrar cualquier huella discriminatoria.

Los libros de Agatha Christie serán reescritos para evitar ofensas a los lectores sensibles.

En adelante, Hércules Poirot y Miss Marple usarán un lenguaje ajeno a las ofensas que en su oportunidad utilizaron ambos personajes para referirse a situaciones concretas.

Según The Telegraph, se han corregido pasajes enteros para evitar que “lectores sensibles” puedan sentirse afectados y ofendidos y por ello la editorial HarperCollins ha accedido a contar con la asesoría de un grupo sensible a este asunto.

Los textos de Christie fueron redactados entre 1920 y 1970, por lo que responden a las realidades que prevalecían entonces. Su adaptación a los tiempos modernos es visto por muchos como un exceso e incluso un disparate.

Comparaciones ofensivas o el citar a negros, judíos y gitanos quedarán fuera en la reedición de las obras de Christie, difundidas en su momento a todo el mundo y con tirajes que alcanzaron millones de ejemplares.

Una suerte similar a la de Christie también la corren las creaciones de James Bond, de Ian Fleming. Todo rastro de elementos que puedan ofender a los lectores será eliminado en futuras ediciones de este clásico del suspenso y la acción.

Quema disimulada

Ante el ataque a los libros, tal y como fueron concebidos en su momento, la escritora Rosa Montero mostró su desacuerdo, por considerar que dichas alteraciones afectan a la esencia de su oficio.

En su habitual trinchera dominical de El País Semanal, Montero publicó una columna al respecto el 23 de marzo de 2023, con el título “Que lo quemen todo”.

En ella reflexiona de esta forma sobre la influencia que ha acarreado lo correctamente político: “Es tal el caos mental que todo esto origina que hay personas que sostienen cosas como que no se puede usar el adjetivo negro de forma negativa (“pensamientos negros” o “la negrura de la vida”, pongamos). Pero, por todos los santos, ¿dónde dejamos el ancestral temor a la oscuridad, a las tinieblas y la noche? Yo pienso seguir utilizando “negro” para expresar esa congoja. ¿Y quién dice hasta dónde debemos llegar con eso de la corrección del pasado? Podríamos exigir, por ejemplo, el borrado de todos los rasgos machistas de la literatura universal. No creo que sobrevivieran muchos libros. Por no hablar de La Biblia, que, según estos censores de lo puro, debería ser quemada en pira pública por el aluvión de barbaridades que contiene”.

En criterio de la autora de Amantes y enemigos, un libro de relatos sobre historias de parejas, los textos deben quedar tal y como fueron escritos, y si fuese necesario que se escriban notas aclaratorias o un prólogo.

Lo que no se puede borrar, considera Montero, es la condición per se contradictoria del ser humano: “Ahora tenemos un ejemplo claro de todo esto con la censura extrema de lo políticamente correcto. Es obvio que la lengua no es neutra. Un idioma es como la piel de una sociedad: refleja sus valores y se adapta a sus cambios. Nuestras palabras están cargadas de juicios y prejuicios, y en una sociedad en pleno cambio es lógico que los ciudadanos con valores distintos queramos limpiar el relato de las barbaridades más reaccionarias”.

Entre tanto, Irene Vallejo, escritora, y cuyo El infinito en un junco se convirtió en un bestseller mundial contra todos los pronósticos, transita por senderos similares a los de Montero.

El 25 de febrero, Vallejo, quien es filóloga de formación, escribía en estos términos sobre el debate desarrollado en torno la línea que apunta a que hay que corregir los libros para liberarlos de su contexto y se evite así afectar sensibilidades.

“En relación con la polémica de las correcciones en los libros de Roald Dahl, nunca olvidemos que los niños son un público exigente, inteligente, gamberro, irónico, capaz, agudo, rebelde y perspicaz. Saben distinguir quién les habla en horizontal, de tú a tú, con irreverencia y con gracia, y quién cuenta las historias desde su atalaya de adulto condescendiente. Creedme. Lo saben desde la primera palabra”.

La contundencia de Vallejo no deja lugar a dudas. Las iniciativas que buscan corregir a los libros para que se adapten a las sensibilidades de su tiempo resultan innecesarias y solo se pueden entender como un ejercicio ideológico desde el cual se busca corregir a la realidad a través del lenguaje.

El escritor Juan Gabriel Vásquez, ganador del Alfagura con El ruido de las cosas al caer, ha terciado en la discusión y desde su punto de vista se perfila peligroso querer corregir al pasado.

“Eso de la revisión periódica del lenguaje me parece salido directamente de 1984. La novela de George Orwell, que tanto nos ha servido en los últimos años para ponerles nombre a los fenómenos de nuestro mundo nuevo, nos dejó términos como newspeak (que podría traducirse como “novolengua”), y pienso en el indefenso Roald Dahl y se me ocurre que eso es lo que buscan las nuevas ediciones de sus libros: traducirlos a la novolengua de la corrección política”.

Retocar con brochazos con un fino pincel el pasado no parece ser para Vásquez la solución para adaptar los libros de ayer a ese hoy en que ser políticamente correcto es lo que demandan esas organizaciones en la sombra a las que aludía Villanueva.

“Los que escribimos sobre el pasado sabemos que el pasado es problemático porque no existe físicamente: es una construcción enteramente mental. Es decir, el pasado solo existe mientras lo imaginamos, y lo imaginamos solo gracias a las historias que contamos o que han contado otros. Y este ridículo frenesí de nuestro tiempo, este afán por conformar las creaciones pasadas a la moralidad presente, puede tener muy buenas intenciones, puede estar movido por emociones bien puestas y solidaridades genuinas, pero lo primero que logrará es cerrarnos las puertas de acceso a ese lugar que ya no está, impedirnos entender cómo se veía —como se vivía— el mundo de antes”.

El escritor trae a la mesa de la disputa un punto que a menudo los guardianes de lo políticamente correcto olvidan: y es que se trata de literatura, cuya esencia radica en la invención.  Los personajes, por más reales que parezcan, como, por ejemplo, Edmundo Dantés, en El Conde de Montecristo, son representaciones y en ningún caso son de carne y hueso.

Por lo tanto, corregir a un personaje de ficción para que hable como le gustaría a la ideología predominante raya con el ridículo y la sinrazón, siempre en la línea argumentativa de Vásquez.

“Me entero de que una de las revisiones de las novelas de Fleming se refiere a una escena en la que Bond, hablando de un grupo de africanos que pueden o no ser delincuentes, comenta que son hombres “bastante respetuosos de la ley, excepto cuando han bebido demasiado”. La corrección eliminará la segunda parte de la frase, que se considera ofensiva. Yo puedo aceptar que lo fuera si el comentario lo hiciera una persona real —un político, digamos, o un periodista, o un tuitero— acerca de personas reales, pero me veo en la penosa obligación de señalar que no es así: que el comentario lo hace un personaje de ficción acerca de otros personajes de ficción. Y claro, los personajes de ficción tienen esa característica incómoda: dicen o piensan cosas que los lectores reales —y muy a menudo el autor real— consideran reprobables, y lo hacen justamente para explorar e investigar los lados oscuros de lo que somos los seres humanos”.

El escritor de Las reputaciones, novela sobre un caricaturista político, lo dice con una enorme elegancia sobre el por qué y el para qué de este debate, y su posición llama a una profunda reflexión.

“Es triste y lamentable y un poco vergonzoso vernos obligados a señalar estas obviedades. Pero llevar el caso Bond a sus propios límites lógicos, ¿no nos obligaría a corregir La cabaña del Tío Tom, por ejemplo, porque en ella hay personajes racistas? Se me dirá que no, porque la intención de Harriett Beecher Stowe es muy distinta de la de Fleming, y eso es cierto, sin duda, pero entonces viene la pregunta siguiente: ¿quién lo decide? ¿A quién estamos dispuestos a darle el poder de decidir sobre las intenciones de un autor muerto, y, por lo tanto, sobre el derecho que tiene de que sus palabras se conserven como las escribió? ¿Y qué pasa, por otra parte, con los vivos? Hay una nueva figura en el mundo de los libros, los sensitivity readers, que no son más que lectores expertos en las sensibilidades de un grupo determinado”.

En Costa Rica también

Los aires de lo políticamente correcto en literatura no solo se perciben en Europa, sino que esa faceta también ha alcanzado a Costa Rica en determinados momentos. Uno de los más reconocidos fue el caso de Cocorí, de Joaquín Gutiérrez, texto que fue llevado a la Sala Constitucional en 1995 porque se le consideraba racista. En 2003, hubo de nuevo una ofensiva contra esta novela corta para que se le sacara de los textos que se leían en primaria. Ambas batallas, por ahora, las ha ganado dicho libro.

Para Villanueva, cuyo Morderse la lengua ha tenido sus resonancias en España, lejos de censurar, corregir y recortar los textos para evitar que se les idenfique con un pasado, hay que tomar el camino inverso: “Las ideas controvertibles deben ser combatidas mediante la argumentación y el convencimiento, y no mediante el silenciamiento y otras formas de ostracismo”.

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