Cultura

La ciudad que atropella a sus símbolos y a sus héroes

San José se presenta siempre viva y contradictoria. Puede retratarse desde diversos ángulos; todos ellos unidos por el hilo de la nostalgia que convoca a seguir descubriéndola.

San José es una ciudad que se consume a sí misma. Entre la modernidad, el caos y el millón de visitantes que a diario ingresan a ella se van perdiendo sus grandes símbolos, que cada día pasan desapercibidos, envueltos entre el ruido, la suciedad, las palomas de castilla y el silencio de quienes tienen que velar porque la cultura no sea mero adorno.

Mientras el culto a los héroes en diversos países es claro y manifiesto, en San José se procede con toda timidez, como si hubiese vergüenza o temor de mostrar el pasado que permitió erigir la ciudad que hoy es. Aunque desde ella se perfila el país entero, por ser la capital el centro neurálgico desde el punto de vista político y económico.

Solo una ciudad que responde a una clase gobernante, que hace rato relegó los nobles postulados que permitieron la invención de la nación a los liberales a finales del siglo XIX, puede tener un busto de su primer presidente perdido entre los modernos edificios que se construyeron, en especial, a partir de 1948. Tal es el caso del de José María Castro Madriz, que logra el efecto contrario de lo que busca cualquier estatua, símbolo o busto, que es darle relevancia al personaje por su aporte intelectual o político.

Pese a la relevancia que significó para la construcción de la nación costarricense José María Castro Madriz, quien separó de forma definitiva a Costa Rica de la Federación Centroamericana y fungió como rector de la Universidad de Santo Tomás por seis años así como otra serie de aportes desde la vida pública y académica, su busto tiene un aire pueblerino en el corazón de la ciudad más importante del país.

El monumento a Juan Rafael Mora Porras, frente a Correos de Costa Rica, ni siquiera cuenta con la placa que identifique que fue elaborado por el artista italiano Giuseppe Pietro Piraino. (Foto: José Eduardo Mora).

Este masón y defensor de la prensa libre, como medio para que los ciudadanos dispusieran de información veraz y útil, lejos de tener un real homenaje solo tiene un busto, como un  adorno que lo que genera es tristeza. Está ahí, muy cerca de donde alguna vez estuvo el Palacio Nacional y la Plaza de Armas y hoy se ubica el Banco Central.

Su busto, en el que incluso al nombre del ilustre le faltan unas letras, compite con anuncios de ofertas telefónicas.

Ello es una muestra de la vara con que se miden los grandes hombres del país y que después pretenden ser recordados en espacios públicos. A Castro Madriz solo lo visitan a diario las palomas de castilla, que diseminadas desde la Plaza de la Cultura van de estrago en estrago.

Si se piensa en un extranjero que por un accidente de la vida se pusiera a reparar en el busto de Castro Madriz, se iría con la sensación de haber recibido una información incompleta, porque ni siquiera existe una placa que identifique al escultor que la realizó.

Esta situación se presenta en la mayoría de símbolos esparcidos por el casco central de San José. Las placas desaparecieron, en muchos casos nunca existieron, porque ni siquiera se cuidó ese detalle.

El librero Rónald Chinchilla, dueño de la librería de segunda mano Expo 10, explicó que una vez recogió varias placas que se habían robado los indigentes, con el claro propósito de entregarlas al Ministerio de Cultura de entonces, y que después de pasar por seis departamentos de la referida dependencia, optó por entregarlas a una chatarrera, ante la supremacía de la burocracia.

Lo que ocurre con el busto dedicado al dos veces presidente, primero en 1847-1849 y luego entre 1866-1868, pasa con la mayoría de los símbolos: están ahí en el espacio público.

De esta forma, la ecuación cultural se invierte y lo que podría ser fuente de cultura y reafirmación de la identidad, se transforma en un adorno extemporáneo, y se convierte más en un estorbo que en una referencia histórica.

LA SOLEDAD DE JUANITO

San José, ciudad fundada en 1739 y que en antaño tuvo un crecimiento que le permitió soñar con imitar arquitectónicamente a grandes ciudades como París, es hoy una mezcla de progreso y modernidad, con espacios sucios que ahuyentan por su abandono. 

A esta urbe, mezcla de una arquitectura que respondía al historicismo, el eclecticismo, al art déco y el art nouveau con sus adaptaciones criollas, y que luego dio paso a construcciones desde el punto de vista de la ingeniería seguras y modernas, pero que terminaban por parecerse al Miami feo como lo decía en sus clases el profesor de la Universidad de Costa Rica Guillermo Barzuna—, no le interesan los símbolos.

A San José ingresa, en promedio, un millón de personas, lo cual hace que sea la ciudad más dinámica del país, con sus contradicciones. (Foto: José Eduardo Mora).

Esto explica por qué en el lugar donde los historiadores determinaron que nació Juan Rafael Mora Porras, Juanito, como le conoció el pueblo, hay una referencia que si la viese un mexicano, por ejemplo, se escandalizaría. Porque más que un homenaje, un resaltar el espacio donde nació uno de los hijos privilegiados de la patria, lo que hay es un cemento con una placa, que al calor de la dinámica josefina lo que deja es la impresión de que interrumpe el paso de los ciudadanos.

La placa está ubicada en las cercanías de la Avenida Central y diagonal a un Kentucky Fried Chicken. A 100 metros de ahí, frente al edificio de Correos, diseñado por el arquitecto Luis Llach y construido en 1914, se encuentra el monumento a Juan Rafael Mora Porras en la plaza que lleva su nombre.

La escultura de Mora fue realizada por Giuseppe Pietro Piraino, luego de que se le adjudicara el concurso que para entonces efectuó el Gobierno. El arquitecto Andrés Fernández refiere en un artículo que la develación de la escultura se efectuó el 1° de mayo de 1929; fue trasladada desde Génova a Costa Rica por vía panameña y que el conjunto pesaba 27.500 kilos.

“En la obra, el prócer se retrata con una estatua de bronce de tres metros de altura, en pose serena y paternal. En el costado sur del pedestal, un altorrelieve representa al sencillo labriego costarricense que ara su tierra en paz, su gran aspiración; al costado norte, Mora guía a las tropas en un primer episodio de la guerra, cuando el pacífico labrantín se convirtió en fiero guerrero. Al este, una mujer alegoriza la ciencia; al oeste, un efebo, antorcha en mano, representa la libertad, libertad que la previsión de Mora conservó para nosotros”, explica en su texto Fernández.

Hoy ni siquiera hay una placa que identifique que el autor de esa escultura es Giuseppe Pietro Piraino; de nuevo, lo que se evidencia es la presencia abundante de palomas de castilla, como si fueran las únicas que se acuerdan del héroe de la patria.

Para agudizar el cuadro, al edificio de correos pareciera que en cualquier momento le caerá el edificio del Banco Nacional encima, que en representación de la modernidad aplasta aquella idea de una San José que se iba a distinguir por su belleza arquitectónica.

Mientras se toman apuntes para esta crónica, por la Plaza Juan Rafael Mora pasan dos jóvenes con publicidad móvil de McDonald’s sobre sus espaldas, como si al olvido en que está el héroe le faltara ese toque surrealista e irremediable.

PARÉNTESIS

A la vuelta de la Plaza Juan Rafael Mora, frente a la iglesia de El Carmen, hay un parquecito con un busto de Joaquim José Da Silva Xavier, quien fuese un mártir de la independencia de Brasil. ¿Qué hace ese busto ahí? La placa refiere que fue una donación del Ministerio de Educación y Deportes de Brasil por medio de su embajada en San José. Sin dejar de percibir la necesidad de que la ciudad abrace el cosmopolitismo, si no es capaz de cuidar de sus símbolos y de las estatuas y bustos dedicados a los héroes costarricenses, cómo pretenden darle el lugar que se merece a un mártir de la independencia brasileña.

Lo anterior es muestra de las múltiples contradicciones que definen a San José, que un día un medio español desinformado (El Mundo) etiquetó como una de las ciudades más feas. ¿Cómo definir una ciudad si no se camina, si no se dialoga, sino se interroga, si no se hurga en sus rincones y en sus claroscuros?

San José es una ciudad viva en su arquitectura, que se reafirma en su escasa belleza arquitectónica y se niega en sus edificios funcionales pero muy pobres en cuanto a diseño. En medio de encuentros y desencuentros es como terminó por aparecer en el olvido el pobre Joaquim José Da Silva, quien tiene como vecino una alusión a una serigrafía de Francisco Amighetti.

PENA Y JÚBILO

En 1965, Lilia Ramos publicó una antología titulada Júbilo y pena del recuerdo, conformada por una serie de artículos que recogían la historia y las vicisitudes de Costa Rica, pero muchos de los textos se centran en esa San José que para entonces seguía con sus cambios, muchas veces, plagados de contradicciones.

“El amor a la patria debe cultivarse y una forma agradable y edificante de hacerlo es lanzando miradas retrospectivas. En la búsqueda y en el disfrute, el lector aprende siempre, descubre hechos y ángulos de vista que había inadvertido. En tres palabras: se enriquece enormemente”, puntualiza Ramos en el prefacio de un libro hoy inencontrable, ni siquiera en las librerías de segunda mano, y que se rescató de los libros que dejara el escritor y periodista Miguel Salguero.

En esa línea marcada por Ramos en el texto, para que el caminante agudice su mirada y vaya recabando elementos de las ciudades del país, llama la atención que en San José, en la Plaza Artigas, frente a la Iglesia de la Soledad, el busto de José Gervasio Artigas se pierde en el conjunto que hace tan solo unos años buscó entroncar este espacio con el fallido Barrio Chino, que se ubicó en lo que fuera El Paseo de los Estudiantes.

Un grupo de orientales mientras cantan junto a la estatua de Johnn Lennon.

José Gervasio Artigas (1764-1850) está considerado el padre de la nación uruguaya, pero en la plaza erigida en 1955 en Costa Rica ni siquiera hay mención de quién realizó su busto. ¿Qué pensarán los uruguayos de ver al padre fundador de su patria tan olvidado y aislado? ¿Les reconfortará que a escasos metros esté un beatle como John Lennon cómodamente sentado como mirando el horizonte y dispuesto a entablar conversación con el transeúnte de turno?

Si el caminante josefino se dirige de ahí a la Plaza de las Garantías Sociales, ubicadas en el sector sur del conjunto de edificios de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), descubrirá que a pesar de que Manuel Mora Valverde dedicó su vida entera a la lucha de clases, en el homenaje que le hace el Estado costarricense deja claro quién es quién. Mientras a él le erigieron un busto, a Rafael Ángel Calderón Guardia le hicieron una estatua completa, como si la ideología del gobierno de turno quisiera dejar claro que en la historia manda el que pone la última palabra sobre el ajedrez político.

Igual que en el busto a Castro Madriz, en la estatua a Juan Rafael Mora y en la Plaza Artigas no hay forma de saber quiénes fueron los artistas que elaboraron respectivas esculturas. 

San José es, como se observa, una capital que se recrea y se devora así misma. Se reafirma en sus símbolos al tiempo que los niega. Mira al pasado como con vergüenza y le abre el presente a un progreso material que parece aplastar la arquitectura del ayer. Es la ciudad que admite múltiples miradas, para lo cual solo se necesita curiosidad infinita y anhelos de andar por sus angostas y a veces malolientes calles. Sin embargo, hay un encanto que llama en perseverar para conocer mejor a esta escurridiza dama. Hay, también, una nostalgia que convoca a descubrirla con sus luces y sus sombras.

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