Cultura

Biografía reivindica la grandeza de Gilberto Hernández

El libro recorre los principales pasajes artísticos del cantante, que llegó a consolidarse gracias a un estilo único que enamoró a varias generaciones en una carrera de sesenta años.

A Gilberto Hernández lo persiguió siempre la sombra del arrabal, los bajos fondos, la cantina, el cabaret y eso marcó su larga y extensa carrera, que se apagó un lunes 25 de noviembre de 2002, a las 3:41 p.m., en Puntarenas, puerto al que inmortalizó con su voz singular e irrepetible.

Sobre el cantante, que desde niño mostró una vocación clara por la música, existían muchas interrogantes, tanto en el ámbito personal como profesional, que Mario Zaldívar, escritor y especialista en música popular costarricense, responde en Gilberto Hernández, biografía, un libro que hace un metódico recorrido por la obra de este intérprete, que conquistó los corazones de la Costa Rica de a pie y más allá.

Gráfica extraordinaria en la que aparece Daniel Santos (de blanco) junto a Gilberto Hernández y el Trío del “Nica Vélez”. (Foto: Gilberto Hernández, biografía)

La biografía de Gilberto Hernández ha sido una de las más esperadas en la ya vasta producción de Zaldívar, por la trascendencia que encierra el personaje, al que siempre se le ha mirado de lado, debido al tipo de letras que interpretó durante su carrera, por lo que, precisamente, el autor reivindica en el texto su grandeza artística, al desplazar el foco de la marginalidad y centrarlo en la maestría que poseía al cantar y dar vida a piezas que hoy son patrimonio de la música popular costarricense.

Su estilo único, tanto en el bolero como en el tango, hicieron de Gilberto Hernández un cantante que, a 22 años de su muerte, todavía se le recuerde con admiración, la que aumentará en quienes lean despacio el libro que Zaldívar enhebró con paciencia de orfebre y con un amplio y profundo conocimiento del fenómeno de la música popular, gracias a lo cual esta biografía adquiere una connotación social que trasciende sus propias demarcaciones.

La obra se complementa con detalles trascendentes que van surgiendo a lo largo del texto y el conjunto de ellos aporta una mirada especial sobre el personaje en que llegó a convertirse Gilberto Hernández, cuya bonhomía son marcas que cultivó siempre y que le permitieron ganarse el corazón de sus seguidores, quienes profesaron su agradecimiento y cariño por el cantante, incluso en aquellos momentos oscuros, cuando el dinero faltaba y la salud se resentía.

Si alguien dijera hoy que va a escuchar canciones interpretadas por Gilberto Octavio Fermín de Jesús Hernández Vásquez, la primera reacción sería de extrañeza, acompañada de la pregunta ¿y ese quién es? El nombre completo del intérprete, aportado en el libro, da muestras de la Costa Rica católica y conservadora en que nació el cantante, que al calor de su Puntarenas natal crecería oyendo a los mejores del tango de la época, lo que redundaría en su formación autodidacta.

Una de las preguntas clave que responde el libro de Zaldívar es: ¿qué hacía diferente a Gilberto Hernández para que su canto se fuera convirtiendo en un sello inconfundible?

Y la respuesta se va deslizando lentamente a lo largo de libro, hasta completar un cuadro hecho retazos de aquí y de allá, que permiten vislumbrar a un cantor con un valor que todavía no se le ha reconocido en los estrados de la cultura oficial, que le sigue mirando de reojo, con desconfianza, extrañeza y aires de desdén.

“Existe en América Latina una raza de cantantes de bajos fondos, de cantinas, de rocolas, de prostíbulos, que han enriquecido la cultura musical de nuestros países; su estilo está destinado a interpretar los viejos dolores del desamor y desengaño, con un acento parejo al sufrimiento de millones de seres humanos que encuentran en algunas canciones el drama de su pena. Esos cantantes poseen una voz particular que agrega una dosis de martirio al contenido de la letra de la canción; su dicción, sus pausas y hasta sus limitaciones como intérpretes, suman despecho a la pieza como un todo y en ese entramado de adversidades, surge una pizca de consuelo para el sujeto doliente”.

Ya aquí el autor da valiosas pistas de por qué Gilberto Hernández se adueñó en una carrera de 60 años del imaginario popular, de aquellos amantes de una música que invocaba la pérdida, el adiós envenenado, la traición, el fin del mundo y que se glosa en unas letras de bolero o de tango destinadas a perpetuarse en la memoria de quienes se convierten en protagonistas de esas evocaciones.

“La música, el mensaje de la canción, el estilo del artista y el dolor del oyente se funden en un crisol dramático que convierte a determinadas melodías y cantantes en un referente sentimental. No todas las canciones ni todos los intérpretes alcanzan esa categoría pasional”.

La biografía escrita por Mario Zaldívar viene a llenar un vacío que los admiradores del cantante reclamaban desde hace años. (Portada de la biografía de Gilberto Hernández)

En el subcontinente se pueden citar varios nombres que lograron esas cimas a las que alude Zaldívar y que inspiraron al biografiado, como el propio Carlos Gardel, José Luis Moneró, el doctor Alfonso Ortiz Tirado, Guty Cárdenas y José Mojica.

“El cantante costarricense Gilberto Hernández alcanzó ese grado de intérprete sagrado de su pueblo, merced a un estilo originalísimo que fue puliendo con el tiempo, hasta ubicarse en el sitio de cantor representativo de lo más auténtico del sentimiento popular de nuestro país”.

Ese estilo del cantor arrastraba el aroma del arrabal, de lo marginal que luego dará un salto cualitativo, más que social, gracias a la genialidad del intérprete, que con esos ingredientes ha sabido llevar al dial, al disco sencillo, al LP y luego al compacto, esa forma de interpretar, que se mueve en esa delgada línea roja de lo precario y lo prohibido, pero que, finalmente, alcanza la categoría de arte que el tiempo le otorga.

“(…) Aquí no se está hablando de un estilo en general, sino de un ‘estilo arrabalero’, que conlleva el aliento de las calles, del suburbio, de los sitios prohibidos de la ciudad, de la marginalidad en su concepto sociológico, nunca peyorativo, pues también los bajos fondos producen arte”.

 La consagración

Muchos, deja entrever Zaldívar, han desdeñado por años la figura del intérprete porque lo asocian con el mundo marginal, con la cultura subrepticia, esa que no aparece en los libros oficiales, por más que se diga que todo lo que el hombre hace es cultura.

Y la biografía, de manera sutil, busca una reivindicación del arte de Gilberto Hernández, precisamente sin desdeñar esos bajos mundos, porque en realidad fueron los escenarios en que el artista surgió, se desarrolló y posteriormente logró su consagración, con un estilo irrepetible, una honestidad a prueba de fuego y una sencillez que aparece como hilo conductor a lo largo de toda su vida.

Por eso, no sorprende que, en un pasaje de su vida, Tócker Hernández, hijo del artista, cuente que recuerda algunas veces en que acompañó a su padre a vender discos en las cantinas, lo que revela que a pesar del trabajo brutal al que se sometió el cantante y de los 14 discos de larga duración que grabó, ello no le aseguró un futuro económico estable y sin sobresaltos para cuando la vejez arreciara con su látigo y sus códigos.

“Por esa época vivían en Barrio México, en los altos de la famosa cantina Pecos Bill, todavía activa. Cuenta su hijo que muchas veces acompañó a su padre a los salones de baile donde cumplía compromisos laborales y otras veces fue con él a vender discos casa por casa y también en cantinas”.

El pasaje citado alumbra la pequeñez de esta Costa Rica, que, como tantas veces lo ha hecho, no valora en toda su dimensión a sus artistas. ¿Imaginan ustedes a Daniel Santos o a Julio Jaramillo vendiendo discos de cantina en cantina para sobrevivir?

Lejos de amainarlo, esto le daba a Gilberto Hernández ese aire de rebeldía y compromiso con su familia, con su arte, con su destino de cantante predestinado a imponerse pese a las condiciones humildes en que vino al mundo un 7 de julio de 1921, en una Puntarenas, que, si bien luego sería llamada la perla del Pacífico, siempre cargaría con su rezago social y económico.

Como bien lo deja claro el texto, Gilberto Hernández siempre tuvo clara su misión como cantante, que era brillar en aquellas maravillosas orquestas de la época, como la de Lubín Barahona, con la que debutó en el salón Los Baños, en Puntarenas, y luego se vino a San José para cantar con la de Toño Solís, Gilberto Murillo, Otto Vargas y finalmente en su propia agrupación, empresa que sostuvo por dos décadas.

Y al lado de esa especie de destino, el intérprete hizo de su condición social y artística una fortaleza y nunca ni negó ni menospreció sus orígenes, ni su posterior desarrollo en esos ambientes que olían a arrabal, a cabaret, a salones de baile no siempre de primera categoría, aunque los hubo y mucho en los que se presentó.

Por tal razón, cuando lo interpelaban de qué le parecía de que lo denominaran “el cantante de las putas” y su gusto por tomarse ese trago (copa llena), que llegó a conocerse como un “Gilbertazo”, el cantante siempre respondió con altura, tanto para defender su hacer como artista, como para respetar el oficio de esas mujeres que tuvieron que vender su cuerpo para sobrevivir.

“A mí me ha hecho gracia que me digan así y aunque nunca he buscado que me digan así, de una u otra forma, me parece que a la mayoría de los ticos les gusta tomarse un buen trago y, en cuanto a esas damas, creo que toda mujer merece respeto”.

En un pasaje de una entrevista publicada originalmente en el ya desaparecido periódico Al Día, en 1994, y referido en el libro, ante la pregunta: “Se ha dicho que la música de Gilberto Hernández caló hondo en las mujeres de la calle. ¿Es cierto?”, el cantante, responde: “Las letras que yo canto son canciones de dolor, de cabanga y quién no la ha tenido… Como mis discos se ponían en las rocolas, en las cantinas, esas mujeres las escuchaban allí. No es, como dicen que soy, el cantante de las prostitutas, pero eso no me lastima, porque ellas eran las que llegaban a comprar mis discos. Unas señoronas no sienten nada, en cambio esas mujeres sí sienten el dolor de una traición, porque ellas están dentro de ese ambiente. Me siento orgulloso de que me digan que soy el cantante de las prostitutas. Una vez me preguntó un tipo si sabía de mi fama como cantante de las prostitutas. A los pocos minutos me dijo que a su esposa le encantaba escuchar mis canciones. Entonces le dije que no solo a las mujeres alegres les gustaba”.

En consonancia con lo que se desprende del texto de Zaldívar —que busca ubicarlo en la dimensión que merece—, queda demostrado en sus respuestas que el cantante tenía clara conciencia de su lugar en el mundo, y lejos de negarse a que su voz compartiera las penas de miles de desairados, se sentía orgulloso, y de lo social nunca renegó; por el contrario, con su profesionalismo fortalecía el hecho interpretar, con orgullo, esas piezas cargadas de ausencia, traición, dolor desenfrenado, silencio y derrotas reiteradas en un círculo sin fin.

En la figura de Gilberto Hernández, como lo sugiere el libro, hay una reivindicación del artista y del contexto en el que le tocó ejercer su oficio, que de la mano del tango y del bolero alcanza un nivel creativo que merece sopesarse desde una visión amplia e inclusiva de la cultura.

El intérprete vivió los grandes momentos de las orquestas en Costa Rica y cantó como voz principal con la de Gilberto Murillo, Toño Solís, Lubín Barahona. Fundó la Orquesta Show, que aquí aparece junto a la mexicana de Luis Arcaráz. (Foto: Gilberto Hernández, biografía)

Inolvidables

Gracias a su acierto al interpretar las letras, Gilberto Hernández agregó a su palmarés un nutrido grupo de canciones que, en palabras del autor, fueron inmortalizadas por la manera en que las convirtió en grandes éxitos, algunos incluso que traspasaron las fronteras costarricenses.

El mayor de ellos se da con “Porque te quiero tanto me voy”, canción cuya letra y música son del compositor cubano, naturalizado y radicado en Costa Rica, Ricardo Acosta.

“Porque te quiero tanto me voy

llevo el corazón alegre

no importa que esté llorando

déjame yo soy así”.

La anterior, es la primera estrofa de la pieza de Acosta, quien la escribió exclusivamente para el cantante porteño.

“Porque te quiero tanto me voy” fue la que se proyectó con mayor fuerza fuera del país, aunque para los costarricenses puedan existir otras que hacia lo interno tengan mayor peso sentimental. En el extranjero, la figura de nuestro cantante tiene su principal aporte en un tema nada cerebral, apasionado e intenso, cuyo arreglo musical se acopló de maravilla a la letra, melodía e interpretación”, sostiene Zaldívar.

Respecto de esta pieza, el propio cantante reconoció que cuando la recibió no le impresionó. Así lo reconoció en un entrevista que el autor le hiciera en 1998 y que aparece en el actual libro y en Costarricenses en la música, otro de los aportes del escritor al estudio de la música popular del país.

“Ricardo Acosta escribió esa letra específicamente para que yo la cantara, pero confieso que en principio no me sonaba. Luis Napoleón, gerente de Indica, me estimuló y al fin logré darle un aire de tango y el resto es historia”.

Y es historia de la grande, porque, como lo confesaba el intérprete, la canción se convirtió en un acierto arrasador: “Fue un éxito en México y tiene una versión que conservo en voz femenina. Yo la grabé también en México, país que visité en dos ocasiones por causa de esa canción. La melodía también sonó en Perú y Colombia y en este último país fue grabada por el cantante Rodolfo Aicardi”.

La estrella del biografiado se hizo mucho más visible por melodías como “Tarjeta roja”, con letra y música del ecuatoriano Jaime Correa. En el texto, Zaldívar recoge a las mil maravillas las peripecias de la canción hasta llegar finalmente a manos de su intérprete.

Si “Porque te quiero tanto me voy” se había grabado por primera vez entre 1968 y 1969, “Tarjeta roja” se lanzó en 1989, coincidiendo con el éxito de Costa Rica en Italia 90 y la alusión surge porque la pieza tiene, en el fondo, un aire futbolístico, aunque es solo un telón de fondo y metafórico.

“Quiero confesar que grabar “Tarjeta roja” fue muy fácil, quizás porque yo siempre tuve fama de hacer fácil las grabaciones en estudio. Siempre me aprendía las letras y las melodías y esa vez tampoco tuve problemas. Se hizo en una sola vez, un ensayo, la siguiente fue la grabación y listo. Y por último, les cuento que se hizo intacta, se respetó la letra y la melodía, tal como la escribió el autor Jaime Correa, a quien agradeceré toda la vida plasmar una canción que yo canto con sentimiento y corazón. “Tarjeta roja” es una canción para enamorados y sé que Jaime –quien la escribió— y yo —que le puse la voz— somos dos románticos”.

“Conseguiste que mi alma te desprecie

te ganaste la expulsión dentro de mi alma

te doy de baja porque eres mala hembra

tarjeta roja te sacó mi corazón

te doy de baja porque eres mala hembra

tarjeta roja te sacó mi corazón”.

Así dice la primera estrofa de una canción que formó parte de las principales melodías de Gilberto Hernández, al lado de otras inolvidables como “Recordando mi puerto”, “Solo y triste”, “Cabaretera”, “Noche inolvidable”, “Ilusión”, “Por qué huyes de mí”, “Ladrillo”, “Llamarada”, “Camas separadas”, “Mujer de cabaret”, “Cicatrices”, “Amargura y Aventurera”.

Basta esta enumeración para saber que la ruta de Gilberto Hernández estuvo marcada por elevar a condición de arte esas piezas que hablan del desamor, de la derrota, de la pérdida, de la desazón, de la ausencia, el silencio, la hiel de la existencia, en ambientes en los que un mosaico, muchas veces, las parejas se jugaban la vida al ritmo de boleros y de tangos.

El libro de Zaldívar reclama, con elegancia, un lugar privilegiado para el Gilberto Hernández en el panteón de la música popular costarricense, pero al que habría que otorgarle, como dice el tango interpretado por Gardel, “Por una cabeza”, una ventaja al frente de ese pelotón de músicos populares nacionales, las más de las veces, sumidos en el silencio por una cultura oficial que hoy aplaude y encumbra a obra de arte, al espectáculo banal y a lo circense.

Gilberto Hernández, biografía es un texto para leer despacio y para ir completando, poco a poco, el cuadro que compuso la vida de un cantante arrabalero, de los bajos fondos, a los que se impuso con una voz y un estilo que durante medio siglo eclipsó a los amantes del tango y el bolero, del amor y del desamor, en una figura que brilló con luz propia, y cuyos rayos todavía hoy deslumbran y alcanzan a los que aún frecuentan sus melodías.


¿Cómo obtener el libro?

Gilberto Hernández, biografía es un libro de 200 páginas por las que pasan los principales momentos de la vida artística del cantante costarricense, quien nació un 7 de julio de 1921 y falleció un 25 de noviembre de 2002, a la edad de 81 años.

El texto de Mario Zaldívar viene a aumentar su producción sobre la música popular en la que figuran las biografías de Rafa Pérez, Ray Tico, Mario Chacón y Ricardo Mora, así como los libros Costarricenses en la música (entrevistas), Canciones y lugares, Aquellos salones de baile, 300 cantinas antiguas de Costa Rica, Lubín Barahona y sus caballeros del ritmo y Crónicas de la música popular costarricense, 1939-1965.

El libro sobre Gilberto Hernández, que salió al mercado a finales de noviembre de 2023, se puede adquirir por medio del WhatsApp 8921-7025 y en Libros Expo 10 en San José centro, cuyo WhatsApp es 8714-7792.

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