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Panorama desde el puente (comentario de un espectador)

No siempre se tiene la oportunidad, en nuestro país, de apreciar un montaje de alguna de las piezas teatrales del aclamado dramaturgo

No siempre se tiene la oportunidad, en nuestro país, de apreciar un montaje de alguna de las piezas teatrales del aclamado dramaturgo estadunidense Arthur Miller (1915-2005). Por ello, la puesta en escena de Panorama desde el puente (1955) es, ya de por sí, un acontecimiento en la escena costarricense, lo que se aprecia y se agradece.

Gracias a la coproducción de la Compañía Nacional de Teatro, Teatro Melico Salazar y el Teatro Universitario (UCR) pudimos gozar de la fortaleza dramática de uno de los mejores dramaturgos del siglo XX, ya clásico gracias a sus tragedias, a su realismo crítico y a su postura ética y política ante la compleja realidad estadounidense: fue víctima de la caza de brujas macartistas en los años 50, de allí su célebre Las brujas de Salem, (1953). La Muerte de un viajante, su mejor obra según la crítica, es la que se representa con mayor asiduidad en el mundo.

Panorama desde el puente es una tragedia sobre la inmigración ilegal europea a Estados Unidos en la posguerra. La misma sucede en Red Hook, una barriada de Brooklyn habitada por estibadores, en su mayoría de procedencia italiana. La simbología y metáfora de su recorrido y desenlace son totalmente pertinentes en nuestro tiempo: pensemos en las diatribas de uno de los candidatos a la presidencia del país de Miller, así como en la crisis mundial de migraciones y migrantes que padecemos, de la cual nuestro pequeño país no está exento.

Como dijimos, la obra está ambientada en los años 50 en la zona portuaria de Nueva York. (Arthur Miller había nacido en Harlem, N.Y., por tanto conocía muy bien esa realidad geográfica y sociocultural). Eddie Carbone, el protagonista, convive con su mujer Beatrice y su sobrina huérfana Catherine. Su vida familiar se ve alterada por la llegada de dos primos de Beatrice, Marco y Rodolfo, que emigran desde Italia. Así, en la trama se entretejen diversos temas, todos de gran actualidad; desde el abuso sexual, la violencia familiar y el prejuicio hasta la venganza.

Rodolfo y Marco llegan a los Estados Unidos camuflados como tripulación de un barco; “submarinos” se les llama a los inmigrantes ilegales. Deben trabajar para la mafia que los ha traído hasta que cancelen la deuda que contrajeron. (Las cosas no cambian mucho hoy, ¿cierto?). Durante toda su estancia viven con miedo a ser descubiertos por el Departamento de Inmigración; precisamente ese miedo es el hilo conductor que será utilizado maquiavélicamente por parte de Eddie.

El retrato de la sociedad de los muelles neoyorquinos es profundo. Se evidencia la visión homofóbica de la época con todos los prejuicios sobre la homosexualidad en una reducida, mejor dicho, restringida, concepción de la masculinidad. La visión del grupo familiar/mafioso y la “omertá” (ley del silencio según el código de honor siciliano) se impone entre los inmigrantes, de allí la protección que se prestan unos a otros. La traición al grupo es causa de exclusión mortal.

Todos estos elementos constituyen el marco en que se desarrolla la historia de una pasión y un deseo prohibidos, desconocidos incluso para los protagonistas, pero que constituyen el motor de la trama y su razón dramática. Carbone, corroído por la pasión hacia Catherine, hace todo lo posible para impedir el inevitable romance entre su sobrina y el joven Rodolfo, un chico guapo y alegre; finalmente recurre a la policía para delatarlo. La historia acaba de la peor manera posible: venganza siciliana a cuchilladas. Por cierto, la directora, audaz y justificadamente, varía sutilmente el final; no tiene conmiseración para con Eddie.

La obra posee un narrador, el abogado Alfieri, quien sigue el caso de Carbone atentamente, aconsejándole hasta su trágico final. Pero más que narrador, Alfieri es un testigo de excepción; mejor dicho, es el primer espectador del drama que nos orienta con sutileza acerca del intríngulis y el desenlace que se aproxima sin que nadie pueda hacer nada por detenerlo. Es un personaje herencia del coro griego, pero, más que narrar, participa intensamente como testigo/espectador privilegiado. ¿Es acaso el mismo Miller narrándonos la historia que, a su vez, le contara un estibador anónimo, según su propio testimonio?

El lenguaje supone una pérdida importante. Arthur Miller se vale del vocabulario propio de las clases bajas neoyorquinas para ofrecer mayor realismo. Evidentemente este matiz se pierde en la, no obstante, estupenda traducción de la propia directora de la puesta en escena, Tatiana de la Ossa. El texto intenta adaptarse lo máximo posible a las circunstancias dadas. El mayor logro está, sin embargo, en la dirección de actores y en un emplazamiento circular, como si estuviésemos en un ring side de pugilismo o lucha libre. La escenografía es impactante y sumamente práctica. Recuerda la de Peter Brook en el primer montaje europeo con el entorno portuario y los edificios con esa sensación de urbe y desamparo, ello permite la inclusión de espacios dramáticos como el bufete del abogado, los muelles, la cárcel y claro está, el puente en las alturas. Muy bien ajustados los niveles y las gradas para el público.

Finalmente, la puesta en escena recurre al coro clásico en una atmósfera de verdadera tragedia griega o shakespereana. Es notable el uso de la voz de los actuantes. Así como notable es la actuación de Antonio Rojas (Eddie) y Natalia Arias (Catherine). Recordemos que el personaje de Eddie Carbone, como el de Willy Loman en La muerte de un viajante, siempre son pruebas intensas para un actor. Rojas sale bien librado aunque aún se le nota cierto acelere, de seguro porque vi la obra en sus primeras funciones. (Siempre vale la pena regresar a una de las últimas funciones para valorar el desempeño actoral). Erick Córdoba (Marco) y Javier Montenegro (Rodolfo) se llevan las palmas. Luis Fernando Gómez, ese príncipe de nuestras tablas, está impecable en el papel de Alfieri. No tanto Ana Clara Carranza cuya Bea a veces es muy plana, vosea como argentina.

El resto del elenco cumple con creces y nos entrega un espectáculo digno del 45 aniversario de la Compañía Nacional de Teatro. Reconozco la labor artística de la directora del montaje y de todos sus compañeros de viaje: actores, escenógrafo (Ronald Villar_Chumi), compositor (Carlos Escalante Macaya) y músicos, vestuarista (Rolando Trejos), utilero (Jorge Koki Calderón), luminotécnicos, sonidistas, asistentes, etc. Gracias por recordarnos que el teatro mueve conciencias y que, a pesar de los tiempos privatizadores que vivimos, por fortuna nuestro país cuenta con un talento excepcional en las artes dramáticas.

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