Suplementos

Meandros de la culpa

El escritor austriaco Stefan Zweig (1881-1942)logró fama, bien merecida, en su época con un conjunto de novelas cortas, cuentos, obras de teatro y estupendas biografías

El escritor austriaco Stefan Zweig (1881-1942) logró fama, bien merecida, en su época con un conjunto de novelas cortas, cuentos, obras de teatro y estupendas biografías; alcanzó un nivel de perfeccionamiento literario que se conjuga con un profundo humanismo. Hijo de una familia judía acomodada, viajó por el mundo, se desenvolvió en varios idiomas y produjo una obra voluminosa. Huyendo del ascenso de los nazis, viajó a Suramérica y se radicó con su esposa en Petrópolis, Brasil. El panorama mundial en 1942 lo llevó a la medida desesperada de quitarse la vida junto a su esposa.

Como una muestra de su estupenda narrativa, donde presenta los atormentados sentimientos que produce la culpa a una mujer por una relación extramarital, ofrecemos el inicio del relato El Miedo, que fue llevado al cine por Roberto Rosellini y protagonizado por su esposa Ingrid Bergman en 1954.

Miedo

Al bajar por la escalera de la casa de vecindad donde vivía su amante, doña Irene volvió a sentir cómo se apoderaba de ella, en un instante, aquel absurdo miedo. De pronto, un negro torbellino comenzó a girar ante sus ojos, un frío terrible paralizó sus rodillas y tuvo que agarrarse a toda prisa al pasamanos para no caer de bruces. No era la primera vez que se había aventurado a ir a verle asumiendo el riesgo que comportaba; el súbito estremecimiento de temor no le era en absoluto desconocido, pero por mucho que se mentalizase, cada vez que regresaba a casa, acababa sucumbiendo a estos absurdos ataques de miedo, un miedo ridículo, infundado. No cabía duda de que acudir a la cita resultaba mucho más fácil. Ordenaba detener el coche en la esquina de la calle, recorría a toda prisa, sin levantar la mirada, los pocos pasos que la separaban del portal y subía las escaleras a toda velocidad, sabiendo que él ya estaba esperándola dentro, detrás de la puerta, que se abría rápidamente, de modo que ese miedo inicial, en el que, por otra parte, también ardía una llama de impaciencia, se deshacía en el cálido abrazo con el que se saludaban. En cambio luego, cuando tenía que volver a casa, surgía un sentimiento distinto, misterioso y escalofriante, un temor en el que se mezclaban el recelo que provocaba la culpa y la idea obsesiva e irracional de que los desconocidos con los que se cruzaba por la calle sabían de dónde venía con solo mirarla y, por eso, cada vez que alguien le sonreía se sentía desconcertada, era como si estuvieran burlándose de ella descaradamente. Los últimos minutos que pasaban juntos ya estaban envenenados por la creciente inquietud ante lo que se le venía encima; al marcharse le temblaban las manos por los nervios y las prisas, escuchaba distraí­da las palabras de él y rechazaba bruscamente las muestras de pasión que había reservado para estos instantes finales; lo único que quería era salir de allí, huir de aquella casa, la de su amante, dejar aquella aventura y regresar al mundo tranquilo, burgués en el que vivía. Apenas se atrevía a mirarse en el espejo por temor a lo que pudiera ver en él; sin embargo, debía comprobar si su vestido estaba en orden, si no había nada fuera de lo común que pudiera delatar el secreto de su apasionado encuentro. Llegaban entonces unas últimas palabras que trataban en vano de tranquilizarla y que ella apenas oía en su excitación, permanecía un segundo detrás de la puerta escuchando con cautela, tratando de saber si alguien subía o bajaba por la escalera. En cualquier caso, afuera aguardaba ya el miedo, impaciente por apoderarse de ella, oprimiéndole y paralizándole el corazón hasta dejarla sin aliento. Había hecho acopio de todas sus fuerzas, pero no había bajado más que unos pocos escalones, cuando notó que su ánimo empezaba a flaquear. Se quedó un minuto de pie, con los ojos cerrados y el pecho agitado, tratando de llenar sus pulmones con el aire fresco de la oscura escalera. De pronto, una puerta se cerró en uno de los pisos superiores. Volvió en sí sobresaltada y bajó a toda prisa el resto de los escalones sujetando con fuerza, casi sin darse cuenta, el grueso velo que cubría su rostro. Ahora debía enfrentarse al momento más terrible y arriesgado, la ansiedad que le provocaba salir a la calle desde un portal ajeno y encontrarse acaso con un conocido que pasase por allí y que le preguntaría inmediatamente de dónde venía, una situación más que embarazosa, que la obligaría a inventar una delicada mentira. Bajó la cabeza como hace un saltador al coger carrerilla y se dirigió a toda prisa, completamente decidida, hacia la puerta de la calle, que estaba entreabierta. Entonces chocó con violencia contra una mujer que parecía entrar en ese mismo momento:

—Perdóneme—dijo confusa. Trató de seguir su camino a toda prisa, pero aquella persona se colocó en medio de la puerta cerrándole el paso. Clavó sus ojos en ella con ira. Había en su rostro una mueca burlona que no se molestó en disimular.

—¡Por fin la he pillado!—gritó con voz estridente, sin importarle el escándalo que pudiese provocar—. Una mujer respetable… ¡claro que sí! ¡Al menos es lo que dicen todos! Como no tiene suficiente con su marido, su dinero y todo lo que posee, viene a quitarle el novio a una pobre chica como yo…

—¡Por el amor de Dios…! ¿Pero qué dice…? Creo que se confunde usted…—tartamudeó doña Irene. Como si fuera una niña trató de escapar escurriéndose por un lado de la puerta, pero aquella mujer había plantado su enorme cuerpo justo en medio y respondió reprochándole con voz chillona:

—No, no me confundo… La conozco muy bien… Viene de casa de Eduard, mi novio… ¡Por fin la he pillado! Ahora sé por qué tiene tan poco tiempo para mí últimamente… Es por usted… ¡Por una vulgar…!

—¡Por el amor de Dios—la interrumpió doña Irene con un hilo de voz que amenazaba con quebrarse en cualquier momento—, no grite tanto! Casi sin darse cuenta retrocedió de nuevo al zaguán. La mujer la observaba con gesto burlón. El miedo estaba haciendo flaquear a Irene, su desesperación era evidente y esto pareció gustar a la mujer, que examinó detenidamente a su víctima con aire de suficiencia y una sonrisa entre orgullosa y sarcástica. Aquello le producía una grosera satisfacción y su voz se apaciguó, ahora tenía incluso un tono agradable.

—O sea que este es el aspecto que tienen las damas nobles, distinguidas, felizmente casadas, cuando salen a robarle el novio a las demás. Se cubren el rostro con un velo, naturalmente, para que no las reconozcan y poder representar su papel de mujer respetable en cualquier parte…

—¿Qué… qué es lo que quiere de mí…? Yo no la conozco… Debo marcharme…

—Marcharse… Sí, naturalmente… Con su señor esposo… Estará deseando retirarse a sus aposentos, en el calor de su hogar, fingir que es una dama distinguida y pedir a la doncella que le ayude a desvestirse… Lo que nosotros tengamos que bregar o que reventemos de hambre… eso le trae sin cuidado… ¡Faltaría más! ¡Una dama tan respetada puede permitirse robarle lo que quiera a alguien como yo, aunque sea lo único que tiene…! Irene sacó fuerzas de flaqueza y, obedeciendo a un misterioso impulso, cogió el monedero y sacó los billetes que llevaba encima en ese momento.

—Mire… aquí tiene… Y ahora déjeme… ¡No volveré por aquí jamás…! ¡Se lo juro! La mujer cogió el dinero con una mirada maliciosa.

—¡Sinvergüenza!—murmuró mientras guardaba los billetes. Doña Irene se estremeció al oír aquella palabra, cuando vio que la mujer se apartaba de la puerta y le dejaba el paso libre, salió atropelladamente, confusa y sin aliento, como un suicida que se aleja de la torre desde la que ha estado a punto de saltar. Andaba a toda prisa, los rostros de los transeúntes con los que se cruzaba le parecían figuras grotescas, deformes y cuando llegó a la esquina de la calle se le nubló tanto la vista que a duras penas logró detener a un coche. Se precipitó dentro del vehículo y su cuerpo cayó entre los cojines como un objeto inerte; todo su ser se encontraba petrificado, inmóvil, y cuando el conductor asombrado preguntó a la extraña pasajera a dónde iba, Irene se quedó un instante en silencio, con la mirada perdida, hasta que su cerebro aturdido encontró finalmente las palabras.

—A la estación del Sur—dijo de forma atropellada. En ese momento le asaltó la idea de que aquella mujer pudiera estar siguiéndola y añadió—:¡Rápido, rápido, arranque ya! Sólo cuando ya estaba en marcha se dio cuenta de lo mucho que le había afectado aquel encuentro. Se tocó las manos que colgaban de su cuerpo petrificadas y frías, como si estuvieran muertas. De repente comenzó a temblar, su cuerpo se estremecía espasmódicamente. Notaba un sabor amargo en la garganta, sentía náuseas y, al mismo tiempo, una ira absurda, sorda, que se revolvía en el interior de su pecho como si fuera un calambre. Le habría gustado gritar o empezar a dar golpes como una loca, liberarse de aquel espantoso recuerdo que se había clavado en su cerebro igual que un anzuelo, de aquel rostro adusto, de su risa burlona, de la vulgaridad de aquella proletaria con su fétido aliento, su boca seca, llena de odio, que le escupía a la cara groseros insultos, mientras levantaba su puño crispado con gesto amenazador. El malestar iba en aumento, ascendía poco a poco hacia la garganta; por otra parte, el coche rodaba a toda velocidad, acelerando, girando violentamente en las curvas. Iba a pedirle al conductor que fuera más despacio, cuando se le ocurrió pensar que tal vez no le quedara suficiente dinero para pagarle, pues todos los billetes que llevaba se los había entregado a aquella chantajista. Al momento indicó al conductor que parara y se apeó inmediatamente dejándole de nuevo asombrado. Por fortuna, aún le quedaba suficiente dinero. Pero entonces se encontró en medio de un barrio desconocido, rodeada de obreros. Cada palabra que decían o cada mirada que le lanzaban le provocaban un malestar casi físico. Por otra parte, sus rodillas flojeaban por el miedo. Casi sin darse cuenta empezó a caminar. Debía llegar a casa y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se puso a recorrer las calles realizando un esfuerzo sobrehumano, como si estuviera atravesando un cenagal o un campo nevado en el que se hundía hasta las rodillas. Finalmente llegó a su casa, donde entró como un vendaval, nerviosa y agitada. Sin embargo, moderó su desenfreno inmediatamente para no llamar la atención mientras subía las escaleras. La doncella le quitó el abrigo. Oyó ruido en el cuarto de al lado. Su hijo pequeño jugaba con su hermanita menor. Dondequiera que posase su mirada, encontraba algo propio, de lo que se sentía dueña y que le ofrecía seguridad. Fue así como recuperó la calma, al menos por fuera, ya que íntimamente seguía sintiendo la ola de agitación que se levantaba y se abatía dolorosamente contra su pecho aún oprimido. Se quitó el velo y recompuso su rostro con la firme voluntad de ofrecer un aspecto relajado. Luego entró en el comedor, donde su marido leía el periódico junto a la mesa puesta ya para la cena.

—Llegas tarde, querida Irene—la saludó con un ligero tono de reproche. Entonces se levantó y la besó en la mejilla. Un penoso sentimiento de vergüenza envolvió su corazón casi sin darse cuenta. Se sentaron a la mesa. Distraído, sin apartar apenas la vista del periódico, su marido le preguntó:

—¿Dónde has estado tanto tiempo?

—Estuve… en… en casa de Amélie…—Y luego añadió—: Tenía que salir a hacer algunos recados… y decidí acompañarla… Estaba enfadada consigo misma por su falta de previsión y por haber mentido tan mal. Por lo general, siempre traía preparada de antemano una mentira cuidadosamente estudiada que soportase cualquier posible interrogatorio. Hoy, en cambio, el miedo le había hecho olvidarse de este detalle y se había visto obligada a improvisar una excusa bastante torpe. No quería ni pensar en las consecuencias si, como ocurría en una de las obras de teatro que habían visto recientemente, su marido decidía coger el teléfono y preguntar…

—¿Qué te pasa…? Pareces nerviosa… ¿Y por qué no te has quitado el sombrero?—le preguntó su marido. Ella sintió un escalofrío. Verse sorprendida por segunda vez la desconcertó. Se levantó a toda prisa y fue a su habitación a quitarse el sombrero. Al hacerlo, observó en el espejo la inquietud que revelaban sus ojos. Esperó hasta que su mirada volvió a parecerle segura y firme, y entonces regresó al comedor. La doncella llegó con la cena y la velada se desarrolló como todas las demás, tal vez algo más sobria y menos animada de lo normal, una velada con una conversación insulsa, que avanzaba a trompicones y de vez en cuando se agotaba. Sus pensamientos volvían atrás una y otra vez. Sentía un estremecimiento cuando revivía aquellos minutos angustiosos cara a cara con la chantajista. Entonces levantaba la mirada y volvía a sentirse segura. Reparaba en cualquiera de las cosas que la rodeaban, en su cercanía embriagadora, todo lo que contenía aquella habitación ocupaba su sitio, estaba asociado con un recuerdo y tenía un significado. Pensar en ello aliviaba su inquietud. El reloj de pared rompía el silencio con su paso firme, sosegado, casi sin darse cuenta transmitía a su corazón su ritmo cadencioso, seguro, despreocupado.

Suscríbase al boletín

Ir al contenido