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Marilyn Monroe, caso 81128

Si hay una foto que todos quisieran haber hecho es este retrato de Marilyn Monroe cubierta solo por un chal de rayas transparente

Si hay una foto que todos quisieran haber hecho es este retrato de Marilyn Monroe cubierta solo por un chal de rayas transparente, con toda su sensualidad expuesta. La actriz no se gustó en absoluto. Tachó los negativos y los contactos de esta sesión en la que posó para el objetivo del fotógrafo de Vogue Bert Stern. Fue la última pose de la estrella antes de aquella otra, ya sin vida, en la que Leigh Wiener robó su dignidad de hermoso cadáver a cambio de una botella de whisky, en el nicho 33 de la morgue.

Homo homini lupus, presencia de lobos, hombres con intención de carne. Hobbes versus Marilyn en la presunción de la dentellada fácil. Y un día te mueres en el esplendor, quizás sin querer morirte, desaparecer dejando el sueño intacto en su irrealidad, llevándote el sufrimiento arrastrado. Pero ya no importa por qué la queja de hastío fue solo tuya. Viviendo presentía el ataque de la jauría y se dejaba mordisquear, para sentir el hálito poderoso de los hombres sin miedo, para plantar cara al deseo, para sentir la fricción del asco, para sentirse viva. La morgue clasifica a la inquilina en el nicho 33. Es la última sesión fotográfica de Marilyn, sin maquillaje, sin la pose terapéutica que la ayudó a calmar los dolores de la melancolía. El fotógrafo Leigh Wiener ha pagado su sesión con una botella de whisky. El empleado codicioso abre la cámara frigorífica y saca el anaquel movible donde están los restos de Marilyn. Weiner toma varias instantáneas del cadáver rubio, cubierto y descubierto. Marilyn ya no era Marilyn, el fenómeno americano que había aparecido cuatro veces en la portada de la revista Life, dos veces en la de Times. Tampoco era la actriz que había sido dirigida por John Huston, Joshua Logan o Billy Wilder o la mujer presentada a Isabel II de Inglaterra, Nikita Kruschev de la URSS y Sukarno de Indonesia. Ni era la amante del presidente americano John Fitzgerald Kennedy al que cantó Happy Birthday, Mister President en el Madison Square Garden de Nueva York. El mito que solo América había podido crear y que se había casado con dos de sus héroes Arthur Miller y Joe DiMaggio, ahora era un cadáver más del depósito del condado. Leigh Wiener había aplicado los consejos aprendidos en las comidas dominicales de su infancia junto a su padre y el fotógrafo Weegee. La cadaverina salpica malos augurios para comedores de entrañas infectadas de soledad. Consiguió el último desnudo por haber fotografiado el caso 81128.

¿Quién soy? Persecución eterna contra sí, buscando la clave en el disparo confidente de una cámara fotográfica. Todas son Marilyn y todas son otra Marilyn distinta, sin concesión a las anteriores. Tic que salta, tic que descubre a la escurridiza Norma Jeane, tic que la rubia platino esconde. Cada fotografía es un nuevo ejercicio de autocomprensión. Un lugar cómodo, asequible y controlado, alejado del artificio del plató, de las vidas de mentira iluminadas como si fueran verdad. Verdad falsa, más real que la propia realidad. La ambigüedad teje minuciosamente una rara belleza que salpica sexualidad, melancolía, timidez, delicadeza extrema y deseo. Lejos quedaban cientos de sesiones, miles de fotografías, Cartier-Bresson, Ernst Haas, Elliot Erwitt, Inge Morath, Richard Avedon, Philippe Halsman, Cecil Beaton, Milton Greene, Cornell Capa, André de Dienes, George Barris, Burt Glin, Eve Arnold… Las mejores cámaras atrapadas por el enigmático magnetismo de la sirena. La edad de oro de la fotografía haciendo también suya a la chica de la que alguien la dijo cuando crezcas serás hermosa, rica y famosa. Pasolini afinó mucho con su poema para Marilyn: “… Tu belleza sobreviviente del mundo antiguo, requerida por el mundo futuro, poseída por el mundo presente, se trueca así en un mal mortal”.

Es casi el final, pocas semanas antes de la muerte, el sonido del obturador está a punto de silenciarse. Bert Stern ha conseguido que Marilyn pose para Vogue. Busca un hotel discreto escondido entre las colinas de Los Ángeles. La discreta habitación 261 en el Bel Air se transforma en un estudio fotográfico improvisado. Cuatro horas de retraso, Dom Pérignon 1953, Bert Stern nervioso ensaya el encuentro. Suena el teléfono. “Miss Monroe ha llegado”. Marilyn aparece cambiada, mucho más delgada, pero tremendamente seductora. Unos echarpes multicolores sobre la cama sugieren el desnudo. Marilyn capta el deseo. ¿Quiere hacer desnudos? Sesión frenética, alocada, sin maquillaje, Marilyn posa exhalando por cada poro de su piel una exultante madurez. Rozando el alba, se queda totalmente desnuda, solo con el echarpe de rayas… “Apreté el obturador tan solo para mí”. De vuelta a Nueva York, Bert Stern revela personalmente los rollos de blanco y negro, el color lo envía al laboratorio. Con las fotos en la mano se ve con Alexander Liberman el todopoderoso director artístico de Vogue. Es un trabajo sensacional, Marilyn está estupenda, divina. Demasiado verdadero, los editores de Vogue querían a Marilyn vestida de gala y Bert Stern no pensaba más que desnudarla. Con la excusa del aumento de páginas del reportaje se hacen dos sesiones más en el Bel Air con pieles y elegantes vestidos. Bert Stern se había comprometido con Marilyn en enviarle los originales para su aprobación. No se quería así, no se reconocía. Los contactos en color de la primera sesión son tachados con un rotulador rojo. Las diapositivas en Ektachrome mutiladas con rabia con algo puntiagudo, probablemente con una horquilla. “No solo había borrado mis fotos, sino que se había borrado a sí misma”, dirá Bert Stern posteriormente. Aún con este aullido de dolor, Bert Stern conservó las fotografías y después de la muerte de Marilyn las publicó en un libro bajo el título The Last Sitting. Ya solo quedaba una última sesión en los sótanos del Palacio de Justicia de Los Ángeles, última profanación del cuerpo silente.

Tomado de El mundo.

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