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William Golding y la salvajez de los no salvajes

La referencia, este 19 de junio, del 30 aniversario de la muerte de William Golding (Cornualles, 1911-1993), escritor inglés y premio Nobel de Literatura 1983, es el pretexto para que su novela El señor de las moscas, publicada en 1954, sirva de base a este artículo que reflexiona sobre la condición actual del mundo, por lo visto atrapado en el salvajismo inherente a los actos de la supuesta civilización moderna.

Según su definición, el adjetivo “salvaje” alude a los animales no domesticados y la vegetación no cultivada, es decir, desarrollados sin intervención humana y, por extensión, se aplica a los seres humanos no educados, incivilizados. Esta segunda mitad de la definición fue y es la que ha sustentado la idea de superioridad de la civilización frente al salvajismo, la de quienes se consideran seres humanos y la de los expulsados de la calidad humana.

Tal diferenciación entre civilizado y salvaje es la que delinea las acciones y reacciones que acontecen en El señor de las moscas, tal como lo expone Jack al respaldar a Ralph en la cumbre de la montaña: “Estoy de acuerdo con Ralph. Necesitamos más reglas y hay que obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo. Así que tenemos que hacer lo que es debido”.

Publicada en 1954, la primera novela de William Golding, El señor de las moscas, desde sus páginas iniciales plantea la latencia del salvajismo en el ser civilizado. Latencia que no es inconsciencia, porque, al descubrirse sin adultos como figuras de autoridad, los niños varados en la isla desierta (por la caída del avión en que viajaban) forman un orden, incompleto, pero en el que no faltan ni la brutalidad ni las contradicciones morales de la sociedad adulta.

Novelista, poeta, ensayista, William Golding nació en Inglaterra el 19 de septiembre de 1911, por lo que sus primeras tres décadas de vida transcurrieron entre la Primera Guerra Mundial, entreguerras y los albores de la Segunda Guerra, cuando se enlistó en la Marina Real, de la que se retiró al término de la guerra para dedicarse a la literatura y la docencia universitaria hasta su muerte el 19 de junio de 1993.

Golding atestiguó el declive y la caída del imperio británico, tema recurrente en su obra, que tiene en El señor de las moscas un principio objetivo, porque todo comienza en la infancia, en la cual la infancia expuesta por Golding no sustituye al pasado del que desciende ni lo corrige, sino que, fascinado por la inesperada libertad, pretende encauzarla y darle sentido con la repetición de los elementos del pasado.

Por ello, Ralph y Jack son contrarios y complementarios, porque, si Ralph basa el orden en la asamblea democrática y Jack en la fuerza autoritaria, es porque ambos elementos coincidieron en el orden colonialista inglés. La cacería del jabalí y su posterior ingestión confirman que la fuerza salvaje es indispensable para la sobrevivencia del sistema civilizado: “Lentamente, el silencio en la montaña se fue haciendo tan profundo que los chasquidos de la leña y el suave chisporroteo de la carne al fuego se oían con claridad. Jack miró en torno suyo en busca de comprensión, pero tan solo encontró respeto”.

Maestro de los contrastes, Golding alternó la descripción de la isla y el retrato de los personajes, y si en la isla el equilibrio de la naturaleza sostiene al entorno, en púberes y niños resalta la desproporción como fundamento social. De este modo, la lucha de poder entre Ralph y Jack, irresoluble porque se necesitan para controlar a la masa, deriva en la extremada crueldad en el trato al gordo, enfermo de la vista, asmático, Piggy (Cerdito): “Dije que no me importaba con tal que los demás no me llamasen Piggy, y te pedí que no se lo dijeses a nadie, y luego vas y se lo cuentas a todos”.

Reducido a un apodo, Piggy, sin embargo, es un ser que razona para solucionar problemas y no esconde sus limitaciones. El rencor que Ralph y Jack externan a Piggy obedece a que la debilidad de este desnuda el fatuo poder de aquellos. El apodo es un recurso para animalizarlo, como a los nativos en los países colonizados o a la clase baja en la metrópoli imperial. Al no proclamarse civilizado, Piggy pasa a ser salvaje, y su asesinato reafirma que la salvajez de los civilizados es legítima, única certeza que atisban Ralph y Jack en su aislamiento. Por ello, la violencia que sigue al asesinato resulta caótica y sistemática: hijos de la civilización, los muchachos se entregan a una furia que, para justificarse, detecta enemigos entre sus compañeros de desgracia.

Cimentada en la explotación y aniquilación del otro, la salvajez de los no salvajes es infértil, según devela la ausencia de mujeres (remarcada por la inutilidad de la caracola, con la que se llama a asambleas en las que no se logran concordias). Tal es el retrato literario que en El señor de las moscas ofrece Golding de la Inglaterra imperialista y su máscara civilizatoria; un retrato íntimo, agresivo, doloroso, humano, que deberían revisar los ingleses actuales, dados los devaneos colonialistas que parecen tentar a sus gobernantes.

Tomado de La Jornada

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