Los Libros

La sociedad de los poetas insomnes

Ángeles perdidos Edmundo Retana Poesía Oro viejo Ediciones 2023

La poesía de Edmundo Retana es un lugar donde no sobra una palabra. Mínima y precisa, configura un mundo donde unos pocos elementos se convierten en escasas y queridas presencias que aspiran a decirlo todo. Es, por tanto, poesía esencial, carente de artificios, pero llena de intuiciones e imágenes sugerentes. Es este último aspecto el que nos da las claves para la lectura del libro más reciente de Edmundo Retana Ángeles perdidos.

Mi lectura personal (porque las rutas de lectura de la verdadera poesía son múltiples) empieza con los epígrafes del texto. En primer lugar, el famoso poema de Dylan Thomas “No entres mansamente en esa noche quieta”. Estos versos imponen una tonalidad al libro: el imperativo de la lucha frente al deterioro de la vejez: “Furia, furia ante la luz que muere”, dice el poema de Thomas o mejor como en la traducción que aparece en el libro “Furia, furia ante agonía de la luz”, pues la palabra “agonía” ya incluye el aspecto de la lucha que no aparece en el original en inglés (dying).

Con esa tonalidad empieza el libro: “Sobrevivir no basta,/ es preciso tejer la certeza del futuro/…arder como un sol definitivo./” Se mantiene en Nueva normalidad: “Es preciso/ restaurar el oleaje/ de las edades perdidas”. Y aún continúa en otro poema “El olvido”: “No le pongás tu nombre a las mareas./ No le pongás nombre al sol/”.

Sin embargo, esta rápidamente se desvanece. Es así como los poemas “Sé que no volverás” y “Recado” apuntan más bien a una memoria nostálgica de las cosas idas. Pero la suma de estas dos vertientes nos lleva a un mismo punto: el poemario parece referirse al paso del tiempo y sus estragos a la vez que asume una actitud frontal y rebelde frente al deterioro físico de la vejez.

¿Será que Edmundo Retana se ha vuelto viejo? Bueno, sí, ciertamente desde el nacimiento siempre estamos acercándonos a la noche quieta. “Me lleno de vejez”, confiesa quien nos habla en “Floración del tiempo”. También es cierto que el poema de Thomas se dirige a una segunda o tercera persona: al padre. Sin embargo, sospecho que en Ángeles perdidos quien envejece es el mundo. Envejecen también las palabras como hojas secas, como se puede leer en un magnífico trabajo de Dorde Cuvardic sobre las metáforas del reino vegetal y también en el poema “Otoño” de Retana: “hojas que caen/ como lentas palabras de olvido”. “Soñamos el mar cuando aún era joven”. Pero nada de eso puede decirse cuando la lluvia es el único lenguaje”. En fin, todo envejece, envejece el universo y en particular el ámbito de lo humano. Y en ese sentido la pandemia es un síntoma de la fragilidad de este cuerpo que conformamos los seres humanos.

Estamos frente a un ser colectivo que ciertamente sobrevivió a la pandemia, pero advierte el poeta “Sobrevivir no basta”. Los indicios de esta lectura son evidentes desde el título de uno de sus poemas “Nueva normalidad”, así como es evidente la posición que sostiene el autor frente al futuro de la especie humana: “No quiero volver/ al tiempo/ diluido/ en el ciclo destructivo/ de la especie humana…/ Todo es sagrado ahora/”.

Es, entonces, imprescindible vivir, pero hacerlo de una forma radicalmente distinta a la de aquellas épocas de “tiempo diluido”. Vivir para cambiar el tiempo, para cambiar el mundo, para cambiar esta época que hace más de 80 años, el 1º de septiembre de 1939 (fecha de la invasión alemana a Polonia) otro poeta, W.H. Auden, calificó como década baja y deshonesta (podríamos referirnos entonces de estos bajos y deshonestos siglos). La rabia de Thomas se refleja en Retana en el imperativo ético de la rebeldía: “Ninguna/ difusa armonía/ me alcanzará/ en el mar/ donde cesan/ los deseos/”.

Pero el libro de Retana también responde a una sentencia de Cintio Vitier, precisamente, el otro epígrafe con que inicia el texto: “La sustancia del hombre es sufrir con los hombres./  El heroísmo no es otra cosa que saber/ que la indecible soledad es la comunidad inmensa/ de los vivos y los muertos, todos vivos e insomnes”. Es esta cita la que permite a Retana entablar un diálogo poético con sus amigos, con sus padres, con los militantes, los idealistas, los héroes, con la sociedad de los poetas insomnes: Eunice Odio, Jorge Arturo, Felipe Granados, Eugenio Redondo, y yo diría que, de forma implícita, Miguel Hernández.

No se trata de que el poemario se parta en dos, es que ese “sufrir con los otros” no es más que la solución rabiosa para pasar la página de esta era difusa. Este transitar desde la lucha contra el tiempo hasta el colocarse en comunidad con los muertos cierra un libro completo que se desplaza como una serpiente que muerde su cola: en última instancia una apuesta valiente por el deseo y por la vida.

La lectura de este libro lleno de sugerencias y silencios inteligentes plantea una última interrogante, ¿Qué son, quiénes son los ángeles?

Confieso que, al respecto, tengo pocas ideas. He buscado una respuesta dentro y fuera del libro de Edmundo Retana, absteniéndome de la vulgaridad de los manuales de la Nueva Era y los programas de televisión baratos, pero ciertamente hurgando en los escritos del pseudo-Dionisio Areopagita, para encontrar pocos vestigios de sus alas o sus plumas.  Resulta indudable que los ángeles han habitado desde tiempo atrás los callejones de la poesía. Fieramente humanos o salvajes, caídos o perdidos, exterminadores o benévolos, ellos siempre estuvieron allí sagrados, silenciosos y flamígeros dando contenido a nuestros sueños. Desde siempre, lo único definitivo es lo dicho por Rainer María Rilke en sus Elegías de Duino, porque ciertamente “todo ángel es terrible”.

De mi lectura de Ángeles perdidos me aventuro a lanzar una hipótesis: Los coros angélicos son esa comunidad de los vivos y los muertos con los que el poeta habla en la sección titulada “Cifra de silencio”, pero la realidad de la fantasía nunca es simple: los ángeles son a la vez la comunidad de las palabras que llamamos poesía. No serán lo mismo, pero seguramente es igual.

 Mauricio Molina Delgado

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