Los Libros

La polifonía de “Un hombre de Dios”

Acercarse a la vida y obra del escritor ruso Fiódor Mijailovich Dostoyevski (Moscú, 1821 – San Petersburgo, 1881) es un acontecimiento permanente que debe realizarse con lentitud pues exige silencio, tino y profundo respeto. Yo lo he venido haciendo desde mis dieciocho años cuando leí su romántico y conmovedor relato “Noches Blancas”, para pasar de inmediato, sin preparación ni anestesia, a uno de los shocks literarios e ideológicos más fuertes que haya experimentado en mi vida: Crimen y castigo, para muchos su mejor novela.

La literatura rusa destaca por su sentido patriótico, humanista, democrático, social y espiritual; la búsqueda constante de las claves socioculturales y las posibles rutas para mejorar la vida en todos los planos es un tópico constante; nos seduce con un romanticismo pletórico, una vena fantástica y un dramático realismo, sin desdeñar los abismos psicológicos o los perfiles místicos, incluso en la ciencia ficción. Alexander Púschkin (1799-1837) inicia el crecimiento desaforado de esa literatura. Hasta el siglo XIX casi nada se sabía de la misma en Europa, mientras que a fines de ese siglo adquiere una resonancia universal. En 100 años la literatura rusa recorre el camino para el cual la europea occidental ocupó casi 400 años: desde el Renacimiento hasta el realismo del XIX. Tan insólito ritmo de desarrollo sorprende, impacta. Y Dostoyevsky, con sus polifónicos, polémicos y polisémicos universos, es, en mucho, responsable.

Casi todos los estudiosos y escritores que se detienen en este gigante de las letras coinciden en conceptuarlo, sino como el más grande escritor de todos los tiempos, al menos como uno de ellos, gracias a una producción textual de altísima calidad artística que explora la naturaleza humana en el complejo contexto político, sociocultural y espiritual de la sociedad rusa del siglo XIX con todas sus contradicciones. Es el gran continuador de una amplia literatura cuya fortaleza, como ya se dijo, se inicia con Alexander Púschkin, además de Nikólai Gógol (1809 – 1852) y Mijail Lermóntov (1814 – 1841), tres de sus antecedentes e influencias más claras. A nivel europeo y americano se perciben los ecos de Miguel de Cervantes Saavedra, William Shakespeare, Lord Byron, Charles Dickens, Honoré de Balzac, Víctor Hugo, George Sand, Adan Miskiewicz y Edgar Allan Poe, entre muchos otros, puesto que era un lector insaciable.

Pero por sus textos también circulan las influencias ideológicas de pensadores y filósofos tales como San Agustín, G.W.F. Hegel, Inmanuel Kant, Voltaire, Alexander Herzen, Visarión Bielinsky, Friedrich Schiller, E.T.A. Hoffman, Vladimir Soloviev (uno de sus grandes amigos) y Mijail Bakunin, entre otros. Por demás, su literatura ha influido a grandes escritores, pensadores, artistas y cineastas, desde Friedrich Nietzche hasta J.M. Coetzee, pasando por Sartre, Camus, William Faulkner, Henry Miller, Igmar Bergman, Andréi Tarkovsky o Akiro Kurosawa, entre muchos más. Igual se ha ganado la animadversión de varios, entre ellos su coterráneo, el extravagante Vladimir  Nabókov. De él dijo Nietzche: “Dostoyevski, el único psicólogo, por cierto, del cual se podía aprender algo, es uno de los accidentes más felices de mi vida”. Y José Ortega y Gasset: “En tanto que otros grandes declinan, arrastrados hacia el ocaso por la misteriosa resaca de los tiempos, Dostoyevski se ha instalado en lo más alto”.

No haré un recuento de su convulsa y violenta biografía, mucho menos de su extensa y profunda obra literaria, el tiempo y el espacio no lo permiten. Pero sí apuntaré algunos rasgos de las mismas a modo de un sencillo pero sentido homenaje en el bicentenario de su natalicio (coincidente con el de nuestra ¿independencia?, por cierto, y con el de otro grande, el “maldito” francés, Charles Baudelaire) y como un pequeño aporte al reconocimiento y develamiento de una obra que crece y gana vigencia con el tiempo, como corresponde a toda creación artística considerada “clásica”. En esa línea de crecimiento su producción, que se divide en dos etapas (antes y después de Siberia), es un parteaguas, ya no solo en las literaturas rusa y europea, sino en el ancho espectro de las letras planetarias.

Fiódor Mijailovich, tuvo un segundo nacimiento cuando, a sus 28 años estuvo casi frente a un pelotón de fusilamiento acusado de conspirar contra el Zar, en una macabra teatralización que este mismo preparara como escarmiento a dieciocho jóvenes intelectuales capturados en una reunión del llamado “Círculo Petrashevsky”, en el cual interactuaban dos círculos más cerrados de revolucionarios y anarquistas (el tercero nunca pudo ser descubierto). A los 24 años, con el grado de subteniente y graduado como ingeniero, había abandonado la carrera militar para dedicarse a la literatura. Ese hecho lo marcará para siempre, así podemos constatarlo en uno de los célebres pasajes de su extraordinaria novela El Idiota. Conmutada la pena cumple cuatro años de trabajos forzados en Siberia y cinco en el ejército como soldado raso.

Durante toda su vida Dostoyevski padeció de epilepsia, la cual supo utilizar, no solo para librarse de la condena vitalicia a servir en el ejército en Siberia, sino para incorporarla de manera creativa en su obra. Los personajes Murin y Ordínov (La patrona, 1847), Nelly (Humillados y ofendidos, 1861), El Príncipe Myshkin (El idiota, 1868), Kiríllov (Los demonios, 1872) y Smerdiakov (Los hermanos Karamázov, 1879-80) padecen de la misma enfermedad.

La epilepsia inicia durante sus años como estudiante de ingeniería militar en San Petersburgo (1838-1843), pero el diagnóstico tarda una década en llegar. El padecimiento ha inspirado a numerosos epileptólogos, incluyendo a Sigmund Freud, quien, además, profundiza el sentido de la culpa en su literatura como signo de una inclinación parricida, según el vienés. En todo caso, Dostoyevski hace uso de la enfermedad cual genio literario que siempre supo transformar la adversidad en oportunidad. Una de las ideas capitales en su obra (“un buen recuerdo puede colmar toda una vida de felicidad”) guarda estrecha relación con los momentos de éxtasis que alcanzaba el escritor durante algunos episodios de la enfermedad o en el momento del “aura epiléptica” anunciadora de crisis más violentas; así lo describe con maestría en su obra.

Muchos de esos éxtasis no son solo insumos escriturales, sino características misteriosas cual gran vidente, casi un iluminado. Recordemos que el joven Dostoyevski comparte con reformadores utópicos en busca de la redención humana y de su Rusia profunda, la de los siervos de la gleba (futuros proletarios) y “mujks”, hasta ser arrestado y encarcelado en Siberia. La experiencia de convivir y trabajar con lo más depravado y miserable de la sociedad de su tiempo lo marca con hondura. La lectura del Evangelio en la “Casa de los muertos” le sirve para realizar un giro profundo en sus convicciones. De las utopías que ofrecían fórmulas para la felicidad social avanza hacia la inmersión e introspección en la psicología humana, lo que no siempre será bien comprendido. De allí las situaciones límites o patológicas y los personajes enfermizos que cobran vida en la segunda fase de su obra polifónica ya de regreso a la vida “normal” en San Petersburgo. Sucede que la salud es enfermiza pues los vicios morales son los que sostienen el poder en sociedades disfuncionales y violentas, sin Dios. Por eso en Los hermanos Karamazov, la tesis de Iván, el segundo de los hermanos, se sintetiza en una de las frases más conocidas: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Más concreto: “Si se extirpa en el hombre la fe en la inmortalidad, se secará en él enseguida no solo el amor, sino, además, toda fuerza viva para continuar la existencia terrena. Más aún: entonces ya nada será inmortal, todo estará permitido, hasta la antropofagia”. Más que una discusión teológica (y teleológica), se trata de la crisis espiritual de la humanidad.

Dostoyevski logra entrever que el auténtico enemigo de nuestra libertad somos nosotros mismos; son nuestras propias acciones las que nos impiden alcanzar el amor, o, para decirlo de mejor manera: amar y ser amados con sinceridad. Por esa vía intenta el sentido de lo que es bueno: lo que nos transforma en personas dignas de ser amadas. Ese es el principio dostoyesvskiano que ilumina la libertad auténtica y nos redime de nuestra naturaleza animal. Por eso una de sus frases más estremecedoras: “[…] el hombre inventó a Dios. Pero no es eso lo extraño […] lo extraño es que semejante idea haya podido surgir en el cerebro de un animal tan feroz y maligno como el hombre ya que es una idea tan sagrada, tan conmovedora, tan profundamente sabia y que tanto honra al hombre”.

Dostoyevski indica que no todo está permitido; cambia los términos de la conversación y nuestros puntos de vista: lo que verdaderamente angustia al hombre no es lo que está permitido o prohibido, sino lo que se deja de recibir. Nos ayuda a comprender que la identidad profunda del hombre no radica tanto en hacer o dar, como en recibir. Con este giro dostoyevskiano de la libertad, la persona puede revitalizarse y, en lugar de amenazas y peligros, o de realizar sacrificios en vano, se abre al develamiento de un amor que intenta curar una voluntad herida para reconfortarse (revolucionarse) consigo y con los demás. Así, el hombre puede ser digno del Dios que intuye y que, acaso, convive con él. Se trata de humanizar a Dios en vez de divinizar al hombre: convertirse en “el hombre de Dios”, tal y como lo intuía; “un hombre en continua lucha”, tal y como el Conde León Tolstoi lo retrata.

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