Los Libros

De la risa en la guerra

La Primera Guerra Mundial en las crónicas de Enrique Gómez Carrillo Rodrigo Quesada Monge Ensayo EUNA 2020

A no ser que se trate de Charles Chaplin haciendo comedia de las trincheras, las armas modernas y los conflictos que marcaron el siglo XX en Shoulder Arms (1918) y en The Great Dictator (1941), es poco frecuente hallar relaciones entre la guerra y la risa, y las perspectivas académicas sobre ello existen, pero no abundan. El humor gráfico frente al enemigo, o las bromas del débil frente al invasor, son dimensiones posibles; y cuando de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) se trata —un conflicto de profundas consecuencias políticas y culturales para el resto del siglo—, la consideración del humor como forma de coraje, o de la risa en las trincheras, aunque estudiados, no son la primera imagen que despierta la sola mención de la contienda ni lo esperable al abrir las páginas de un nuevo libro sobre el tema.

Esa consideración del sentido del humor en un estudio sobre aquella guerra es tan inesperada como la aparición en el medio académico local de un libro sobre un escritor centroamericano que siguió de cerca el conflicto y que no dejó el buen humor por fuera. Entre las variadas investigaciones surgidas en el país antes, durante y poco después del centenario de esa guerra, han sido pocas las que se han asomado al efecto que tuvo aquel evento en el istmo. La situación económico-comercial de los países afectados por la guerra, la comparación de algunos medios de prensa que la abordaron, o el breve repaso por la obra de algunos escritores que la narraron, son parte de esas aproximaciones que cubren algunos o todos los países de la región, generalmente desde artículos y solo excepcionalmente desde libros. Uno de ellos, titulado La Primera Guerra Mundial en las crónicas de Enrique Gómez Carrillo, ha sido publicado en 2020 por parte del historiador costarricense Rodrigo Quesada Monge, con sello editorial de la Universidad Nacional y dedicado a la figura de Gómez Carrillo (1873-1927), escritor, periodista y diplomático guatemalteco que viviera buena parte de su vida entre Madrid y París, y que publicara en periódicos latinoamericanos y europeos numerosas crónicas sobre la Gran Guerra, incluidas en cerca de ocho libros; una cantidad destacable no solo para un autor proveniente de una región no directamente vinculada con el conflicto, sino para cualquiera de los muchos que lo narraron desde su epicentro.

Si algo quedó evidenciado en la historiografía internacional producida sobre esta guerra, pasado un siglo de su suceso, fue la confluencia entre el desarrollo reciente de la perspectiva global en el estudio del pasado y la inclusión de América Latina en la globalidad de aquella contienda. En consonancia con tal perspectiva, Quesada Monge no solo sugiere no perder de vista el carácter imperialista de esta guerra —algo que, recuerda, no siempre vieron sus narradores contemporáneos—, sino que también busca colocar a Gómez Carrillo entre el amplio grupo de literatos y cronistas (mayormente europeos) de aquel mundo en llamas. Consciente del colonialismo epistémico que impide el posicionamiento de un autor de origen guatemalteco entre la selecta estela internacional de la literatura de guerra, el autor se acerca a la perspectiva de otros analistas que han rescatado el cosmopolitismo de Gómez Carrillo como parte de una discursividad global de la guerra que la hace un evento también latinoamericano. Sin embargo, el gesto del historiador, que evoca el especial talento de Gómez Carrillo por hacer una arqueología cultural de aquel mundo que se derrumbaba con la Gran Guerra, colocándole en la misma repisa (la de la nostalgia imperial) que figuras como Stefan Zweig, Joseph Roth y Sándor Márai, no obvia el hecho de que el guatemalteco fuera tan cercano a la dictadura de Manuel Estrada Cabrera, ni que su gusto por la cultura francesa durante la belle époque cerrara los ojos ante los propios crímenes coloniales de Francia.

Esa nostalgia imperial, tratada previamente por Quesada Monge en su galardonado libro La lógica de la nostalgia imperial. Literatura y política en el siglo XX (EUNED, 2015), supone la principal hipótesis de trabajo para ponderar la singular obra de Gómez Carrillo sobre la Primera Guerra Mundial. Ello lo hace en un libro de cerca de 200 páginas que ofrece una cronología inicial de la biografía del escritor, un apéndice final con la transcripción de cinco crónicas representativas del argumento del libro, y en medio de una y otra sección, unos seis capítulos y un epílogo con lo sustancial del análisis.

En el primer capítulo, el autor aclara su planteamiento en torno al carácter imperialista de esta guerra; a los soportes estatales, coloniales, económicos y socioculturales que hicieron de ella una guerra total; a los antecedentes que exacerbaron la rivalidad y el impulso bélico entre Francia y Alemania; y al extendido —pero inabarcable— panorama literario que hizo narración de la guerra, entre cuyos cultores Gómez Carrillo queda en un lugar especial, menos preocupado por las matanzas y más ante el estremecimiento sufrido por la riqueza cultural y la cotidianidad europeas.

En el segundo capítulo, Quesada Monge caracteriza la forma, estilo y estrategia narrativa del escritor guatemalteco. Lejos de las crónicas de guerra ocupadas de la carnicería, Gómez Carrillo priorizaba espacios y cotidianidades que le habían llevado a hacer suya la cultura burguesa francesa, por lo cual no resulta extraño que se sumara a una lectura de la confrontación como enfrentamiento entre civilización francesa y barbarie alemana, atendiendo a su vez las profundas variaciones experimentadas en las formas de combate.

Los cuatro restantes capítulos se detienen en los ejes temáticos con que Quesada Monge ha clasificado el enorme conjunto de la obra del escritor. El primero de esos ejes, “Los pueblos”, revela una atención permanente a los lugares (calles, museos, catedrales, tabernas, hasta zapaterías) y su importancia histórica, la vida cotidiana en torno a los actos más simples del comer y del beber, y a las consecuencias fatales que el paso del ejército alemán dejaba en estos escenarios. El segundo, “Los héroes”, se presenta como una forma de revitalizar la épica desde un lenguaje clasicista, incluso caballeresco, que hacía del escritor un resignado conocedor del modo poco heroico de hacer la guerra en aquella industrializada contienda de barro y piojos; por esto mismo, su atención se centró menos en el cuerpo del soldado —protagonista frecuente de la literatura de guerra—, y más en aquellos héroes de la decisión militar y política. No por ello, “Las trincheras”, como tercer eje, dejaron de formar parte de la crónica de este burgués por enamoramiento; pero esta cualidad le llevó a describir aquel mundo —dice Quesada Monge— desde un ángulo testimonial y no presencial, por lo que el foco era colocado en aquellos elementos cotidianos que hacían recordar más el mundo perdido de los soldados (y más precisamente, del cronista), como las fotografías, la prensa, o los pueblos circundantes. Esto explica el cuarto eje, en torno a “La retaguardia”, principalmente por su sostenida observación de la destrucción de ciudades y aldeas, ruinas que anunciaban el naufragio civilizatorio europeo; es este escenario donde los soldados arriban para recuperarse del espanto de las batallas, pero también, y sobre todo, donde la mirada del cronista y la sensibilidad analítica del historiador detectan sutiles episodios donde reemerge la risa en medio del belicismo: ella le sirve al investigado para aferrarse a un tronco existencial con que mantenerse a flote, y al investigador para estudiar la nostalgia imperial.

No es posible saber si Gómez Carrillo conoció del testimonio de soldados alemanes cuyas experiencias, hechas novela, también los mostraron como partícipes de las delicias de la vida burguesa y de cierto sentido del humor. Hablando sobre las letrinas comunitarias, anexas a las trincheras, el veterano alemán Erich María Remarque (1898-1970) mencionaba en su novela antimilitarista Sin novedad en el frente (1929) que “No es por causalidad que ha surgido la expresión ‘comentarios de letrina’ refiriéndose a todo tipo de habladurías; en el ejército, esos lugares sustituyen a los bancos de los parques y a las mesas de los bares”. El episodio no es muy distinto al que había narrado su compatriota Ernst Jünger (1895-1998) en su novela, más entusiasta con la guerra y el Káiser, Tempestades de acero (1920); de las letrinas decía que “Al soldado le agrada quedarse allí mucho rato, bien para leer el periódico, o bien para organizar sesiones conjuntas, a la manera de los canarios. Allí está la fuente de todo tipo de oscuros rumores que circulan por el frente”, situación que, al paso de los proyectiles, obligaba por instantes a tirarse al suelo, con todo lo que implicaba: “Esto da ocasión, como es natural, a toda clase de bromas”. Si se comparan estos testimonios con los muchos contenidos en la inmensa literatura de guerra, podrá encontrarse que los soldados denominaron sus trincheras con nombres de calles y avenidas de la vida urbana que antes llevaban; que allí hicieron teatro y publicaron periódicos; y que contaron con servicio de correo. Todo esto hace ver que también el enemigo podía reír e intentar reconstruir nostálgicamente lo perdido en ese territorio rasgado de trincheras.

Son estos detalles (no las tripas, sino las evocaciones nostálgicas y sonrientes) los que captaron la atención de Gómez Carrillo, y los que estructuran el enfoque analítico de Quesada Monge, quien concluye que el protagonismo del guatemalteco, “como uno de los grandes cronistas de su tiempo, solo puede medirse a través de su impacto en la literatura mundial”. Algunas palabras más, con dureza y estilo, suma el historiador para el gesto colonial que invisibiliza esa relevancia y para cerrar su epílogo; pero antes que volver a citarlo, es mejor instar a la lectura de su sugerente y refinada obra.

 

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