Forja

La mirada de un enciclopedista

Su pasión por el conocimiento lo canalizó, en parte, por la semiótica y le encantaba el concepto de enciclopedia, como biblioteca de bibliotecas.

Al irme a enseñar en su casa, en una habitación cerrada con llave, alguno de sus incunables y sus últimas adquisiciones, Umberto Eco se detuvo ante una estantería de su inmensa biblioteca para enseñarme algunas ediciones preciosas de Finnegans Wake y un Ulises firmado por el propio James Joyce.

Al final de los años cincuenta, Eco trabajaba en la RAI de Milán dos pisos debajo del estudio de fonología musical que dirigía Luciano Berio (que le prestó el Curso de lingüística general de Saussure y nunca se lo devolvió, afirmaba con sonrisa pícara) y por donde pasaban Boulez, Pousseur, Maderna o Stockhausen.

Allí, “todo era un silbido de frecuencias, un ruido (y rumor) de ondas cuadradas y de sonidos blancos”. En casa de Berio, leían a Joyce y prepararon un experimento sonoro, una transmisión radiofónica de 40 minutos que comenzaba leyendo en varias lenguas el capítulo de las sirenas del Ulises, “una orgía de onomatopeyas y aliteraciones”.

Creo no equivocarme si sostengo que en Joyce se encuentra el gran tema que desarrollará a partir de Obra abierta, que le encargó Italo Calvino y que tuvo su primera traducción en España en la editorial Seix y Barral, recomendado por José María Valverde. Si su tesis sobre la estética de Tomás de Aquino le convirtió en un extraordinario conocedor del mundo medieval, al que dedicó tantísimos textos y en un celoso defensor del modus ponens (si p entonces q), el origen de toda su producción semiótica es Obra abierta. A diferencia de una fuga de Bach, obras de Boulez, de Stockhausen o del propio Berio “pueden ser interpretadas en mil modos diferentes sin que su irreproducible singularidad resulte alterada”. Así relacionaba el arte con el desorden, con la entropía, con la información. Con Obra abierta, decía, “estaba estudiando los derechos de los textos y los derechos de los intérpretes”.

Es normal que a raíz de estas consideraciones se ocupara tanto de los códigos, entendidos como sistema de reglas, cuanto del signo, “algo que está en lugar de otra cosa”. Ambos conceptos le convirtieron en el gran semiólogo que fue capaz con gran pasión de trabajar y mirar el mundo con los ojos de un Galeno, de un Hipócrates y, sobre todo, de un Sherlock Holmes. Siempre recordaba que detective venía de detection. No es necesario recordar a este respecto El nombre de la rosa, que convirtió en best seller un texto lleno de latinismos y totalmente semiótico; es decir, poblado de signos, de inferencias y de interpretaciones.

A medida que se desarrollaban sus investigaciones semióticas, Eco fue poniendo límites a la interpretación alejado de toda brizna de posmodernismo, ubicándose en una especie de realismo negativo, sosteniendo que “hay cosas que no se pueden decir”. Ante la afirmación de que no existen hechos sino solo interpretaciones, atribuida a Nietzsche, el italiano sostiene que incluso Nietzsche consideraría que el caballo que había besado en Turín existiese como hecho antes de que decidiese hacerlo objeto de sus excesos afectivos.

También es normal que uno de sus conceptos fundamentales sea el de enciclopedia concebida como biblioteca de todas las bibliotecas. Su conocimiento fue enciclopédico con memoria prodigiosa —le llamábamos “Funes el memorioso”—, lleno de senderos que se bifurcan, lleno de laberintos. Siempre pletórico de ironía, amante de un lema de Boscoe Pertwee: “Hace tiempo estaba indeciso, pero ya no estoy tan seguro”.

Fue un excelente profesor capaz de enseñar lógica modal como si estuviera narrando un western.

Tomado de El País.

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