Los Libros

La ira de Rimbaud

Un niño campesino pierde a su padre, se lo llevó la guerra. El militar se fue dejando tras de sí a una mujer insoportable, seca, religiosa y amargada, que se dirá viuda por el resto de sus días cuando en verdad su marido la abandonó. A ella y a sus hijos. El niño se queda con la mujer, es su favorito, en apariencia cumple sus mandatos en la escuela y en la familia, con su hermano y sus hermanas. Ellos viven en Charlesville, Francia, en la segunda mitad del convulso siglo XIX, al cual él le pudo robar apenas 37 años. Arthur Rimbaud nació en 1854 y murió de cáncer en los huesos el 10 de noviembre de 1891. “Rueguen por él”, dice su tumba, que descansa en el cementerio de un pueblo cuyos adolescentes no dejan de identificarse con su leyenda ni de recitar sus destellantes poemas.

Fuerte, rubio, ojos celestes como sus antepasados galos, fue el mejor estudiante de su escuela y de su colegio. Una tarde cualquiera revisó los secretos dejados por su padre, libros de gramática, canciones árabes. Según su propia confesión, su familia fue de “mala sangre” y todo lo que tuvo se lo debió a la Declaración de los derechos del hombre. Un día se cansó de la escuela, de su madre, el cielo reventó en celajes, se dedicó a vagar por las calles y a leer libros en la biblioteca pública mientras sus compañeros de clase seguían bajo las órdenes del poder disciplinario de la educación francesa. “No se es serio cuando se tienen dieciséis años”.

El poeta 

Rimbaud fue un poeta adolescente, antirreligioso, anticlerical, satánico y también místico, jacobino, anarquista, vagabundo, triste y colérico. Todo lo escribió entre los 15 y los 19 años, poesías sueltas, canciones, Una temporada en el infierno (1873), Iluminaciones (1886). Esas son sus obras, las cuales pasaron casi desapercibidas al salir publicadas y, sin embargo, los decadentes, los simbolistas, intelectuales de finales del siglo XIX, surrealistas y el siglo XX lo recibieron como a un profeta, un guía. Así regresó al mundo el niño salvaje, el amigo de comuneros, quien en 1871 estremeció al Barrio Latino con su insolencia, su deslumbrante talento y sus sádicos instintos. 

Él es el niño terrible, el poeta maldito, el arquetipo que siguen los jóvenes rebeldes de las ciudades industrializadas, esas que Rimbaud vislumbró entre tinieblas un siglo antes. Su leyenda fascinó a los poetas beat, a los estudiantes de mayo del 68, a rockeros como Jim Morrison, a representantes del movimiento gay, a todo aquel que sintiera por dentro furia contra la moral burguesa, las buenas costumbres, la vida sedentaria y las limitaciones a la inteligencia. 

“(…) Nunca he pertenecido a este pueblo; nunca he sido cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes, soy un bruto: os equivocáis.” (“Mala sangre”, Una temporada en el infierno).

Su poesía es difícil de clasificar, a veces da la impresión de ser descuidada y de pronto sorprende con un chispazo, con un destello de lucidez, con una visión que parece llegarle desde una vida pasada o que anticipa su vida futura. Entre sus primeros poemas aparece la rebeldía y el duelo, la tristeza por terribles pérdidas, la soledad y motivos románticos como el viaje, lo antiguo, el pasado, errantes caballeros que se detienen ante murallas europeas, soldados yacientes, las profundidades subjetivas, geografías distantes, culturas exóticas sacadas de libros que devoró en soledad y también, un rencor punzante contra las reglas, creencias y costumbres de la gente de su tiempo.    

Rimbaud fue ese muchacho de provincias que soñó con ser poeta y triunfar en la gran ciudad, Charlesville se le hizo pequeño y su habitación en la casa de su madre aún peor. De más está decir que ella despreciaba la poesía. Victor Hugo, Baudelaire, Gautier, Los miserables llamaron la atención del jovencísimo Rimbaud. Muchos años después declaró que lo mejor de la literatura francesa del XIX era la novela, Balzac y Zola. 

Los misterios de su inquietante vida abundan, sus biografías se suceden una sobre la otra, cada biógrafo les agrega episodios a sus aventuras siguiendo intereses propios y también fantasías, todo el mundo piensa la vida de este muchacho como si fuera una novela, una gran novela decimonónica y sin duda tiene algo de eso, pero si quitamos el mito y la ficción, nos queda la tragedia, el peso de su historia familiar, el dolor, la soledad, el vacío, los deseos de venganza, una inteligencia maravillosa, los enigmas y una tenacidad a prueba de fuego.

De la mano de Verlaine, llegó a París y en esa mano que extendió Verlaine le pegó un balazo. Ese período fue su temporada en el infierno, el descenso a sus traumas más profundos, revitalizados ahora por las drogas, el alcohol, el narcisismo exaltado, la vida atorrante, la bohemia “con zapatos malheridos y un pie cerca del corazón”. Los parnasianos lo esperaron impresionados por el aura de “El barco ebrio”, su extraordinario y profético poema. Sin embargo, ese encanto duró poco, entonces se desató “el otro”, el salvaje, el lobo que llevaba adentro, el que vivió siempre reprimido por la insoportable tiranía de su madre. 

Rimbaud lo destruyó todo, la confianza de algunas amistades, el orden social, el matrimonio de Verlaine, sus aspiraciones de escritor, destruyó hasta al propio Verlaine quien, por su parte, también contribuyó a matar al poeta Arthur Rimbaud, aunque después publicara sus libros. “Se amaban como tigres”, reportó un oficial de la policía de Bruselas en un parte escrito para la posteridad. Como se sabe, ambos poetas erraron por la tierra, París, Bruselas, Londres, a veces escribían, casi siempre se emborrachaban, soñaban despiertos, se amaron mucho y también se hicieron mucho daño. Verlaine, alcoholizado y temeroso de ser abandonado, le disparó dos veces, una falló y la otra le rompió la muñeca izquierda. Rimbaud fue al hospital y Paul Verlaine a la cárcel.

Después, Rimbaud regresó a la granja de su madre estremecido, algo se había roto. Aún así escribió Una temporada en el infierno, su único libro pensado como tal. Su reputación era un peso demasiado grande. Nadie lo compró. Ese mismo libro que haría historia en el siglo XX fue un fracaso editorial. Rimbaud se amargó, toda su ilusión de llegar a ser poeta se vino abajo, sus aspiraciones se enterraron. Alrededor de la poesía todo era fracaso, falsedad, decepción, pérdida. A pesar de ello escribió más poemas, Iluminaciones, pero él no vería su publicación.

“He sido devuelto al suelo”, confiesa en su poema “Adiós”.

El explorador

“Hay que ser absolutamente moderno”, declara Rimbaud, un deber que él cumplió a cabalidad. Primero concibió la labor del poeta como la de un vidente que se adentra en lo desconocido, a veces, mediante el desorden de los sentidos. Siguiendo intuiciones románticas vislumbró aquello que está más allá de la razón. Islas, archipiélagos, ríos, océanos asmáticos. “Yo no pienso. Me piensan. Yo es otro”. Sorprende con esta idea que hizo eco en el psicoanálisis. La poesía de Rimbaud es también una exploración en las profundidades de la mente. 

Algunos años después de haber regresado a su pueblo le preguntaron por la literatura. “Ya no me dedico a eso”. Respondió con una simpleza desconcertante y cierta. Había cambiado de vida. Viajó por las principales ciudades europeas, aprendió alemán, inglés, italiano, español y valiéndose de cualquier oficio se decidió a viajar por el mundo, esa pasión que luce en algunos de sus poemas fue llevada a la práctica con suficiencia. Trabajó en Chipre, donde se dice que mató a un hombre de una pedrada, llegó a Java como militar holandés y después se estableció en el puerto de Adén, en Yemen. 

Esta parte de su vida se conoce por cartas, por referencias que estimulan la imaginación como los buenos chismes. Entonces, Rimbaud se lanzó a explorar África oriental. Su inteligencia se volcó hacia la vida astuta del viajero, ese tipo de hombres que se desplazan por el mundo deseando saber, conocer y olvidarse con esto de las miserias de la vida que dejan atrás. Descubrió la ciudad perdida de Harar, en Etiopía, donde se hizo representante de una empresa dedicada al comercio del café. Sus oficios estaban al servicio de sus viajes: capataz, comerciante de cualquier cosa, traficante de armas y de marfil, prestamista. Rimbaud, valiéndose de su educación moderna, se movió con astucia entre los imperios europeos que se extendían por el África. Así, como en sus poemas, llegó a costas preciosas y también a extensas llanuras, negoció con reyes, le sirvió a gente desalmada, cabalgó por desiertos y encontró ríos, su piel se quemó y sus pulmones se expandieron, descubrió tierras nunca antes vistas por europeo alguno y descansó en las orillas de lagos donde iban a morir los elefantes.

Este hombre, atormentado y genial, a quien la cólera lo empujaba a errar por el mundo, envió informes a París, informes celebrados por la Sociedad Geográfica Francesa, reportó sus descubrimientos a diplomáticos franceses y también hizo dinero. Es verdad que parece un personaje de Conrad o de Le Clézio, pero seguía siendo Rimbaud, tenaz, silencioso, solitario y masoquista. 

Si el verso libre, los poemas prosaicos y su teoría del vidente tras los límites de la razón renovaron la poesía, ahora su experiencia por esas tierras desconocidas del África terminaba de completar una subjetividad moderna en todo su derecho, una personalidad riquísima para la interpretación literaria, histórica, sociopolítica y psíquica. Una vida intensa y conflictiva agotada en 37 años.

Parece que mientras vivió en Harar Rimbaud trabajó en un libro de viajes. Nada se sabe sobre él, como pasa con buena parte de aquellos años. Sin embargo, resulta fascinante imaginar que este hombre, desdichado hasta el cáncer de huesos que acabó con sus andanzas, hubiera podido conciliar al poeta y al explorador en una crónica de viajes por Abisinia, y que con ella y su “ardiente paciencia” nos hubiera permitido entrar en esas “espléndidas ciudades” que él tanto soñó.

 

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