Forja

La culpa es de Stefan Zweig

Siempre me ha gustado caminar, tal vez es una manera de huir del vacío. Caminar, subir montañas, atravesar un bosque

Siempre me ha gustado caminar, tal vez es una manera de huir del vacío. Caminar, subir montañas, atravesar un bosque, sentarse a la orilla de un lago, distinguir las hojas, los insectos saltarines, extraer del paisaje las cosas imposibles. Caminar sin prisa: ¡cuántos placeres nos roba la celeridad! Al pasar veloces es poco lo que entendemos, no alcanzamos a percibir cómo se descompone y pudre todo a nuestro derredor. Algo siempre me decía camina y mira, métete en todas partes, callejea, zambúllete en la vida. Cada vez que llego a una ciudad ajena, me voy a vagar por sus calles, me gusta meterme a algún café, husmear en librerías y almacenes, mirar vitrinas, sentarme en algún parque. Uno puede vivir toda la vida en una ciudad y entender casi nada de ella, si no sale, si no visita sus mercados olorosos, sus casas y sus rincones legendarios en donde han latido todas sus historias. Hay ciudades que uno no acabaría de conocer nunca, porque se extienden sin cesar, se regodean en su laberinto, un lugar conduce a otro, se inventan a sí mismas de manera permanente.

En algún momento de mi juventud caminar me trajo también cosas irrepetibles y nuevas. Un domingo de mi primera primavera moscovita, por ejemplo, paseaba solo por los Jardines de Alexander en las inmediaciones del Kremlin y decidí sentarme un rato a descansar en el extremo de una banca. Me sumí en la lectura de Fouché, que acababa de empezar. Al rato se sentó en el otro extremo de la banca una joven enfundada en una gabardina gris. El día estaba espléndido, soleado y azul, como suelen ser en Moscú los días de finales de mayo. La joven sacó un cigarro de su bolso y lo mantuvo durante unos minutos entre sus largos y delgados dedos, parecía jugar con él haciendo malabares. Buscó en su bolso una vez más, refunfuñó algo casi imperceptible y al instante brincó y me preguntó “¿De casualidad tiene cerillos?” Aunque yo no fumaba, en Moscú siempre llevaba una cajita de cerillos, era como prestar un servicio a la comunidad pues en cada esquina podía haber un potencial fumador que te requiriera fuego. Saque la cajita del bolsillo del pantalón, la abrí, tomé un cerillo, lo prendí y se lo ofrecí a la chica acercándolo al extremo de su cigarro. En ese instante me fijé en su rostro, de aspecto amable y desinhibido, de ojos vivaces, cabello claro y largo, recogido, labios abultados, atractivos. Sería apenas unos años mayor que yo, tendría unos veinticuatro. Me miró levemente y me dio las gracias. Volvió a sentarse en el extremo de la banca y por unos segundos yo volví a mi libro. El sol de las primeras horas de la tarde hacía más vistosos los árboles y las flores del Jardín de Alexander. Pasé unas páginas, la joven volteó a mirarme y solo escuché: “¿Qué lee?”

Fouché –le dije e iba agregar el nombre del autor, pero ella se adelantó, −ah, el genio tenebroso, de Stefan Zweig. Se puso a hablarme de los libros de ese autor austríaco que había leído, un autor relativamente popular por aquellos años en la Unión Soviética, tal vez por ser un escritor antifascista. Me habló de sus biografías, de las que yo apenas había escuchado: María AntonietaRomain Rolland, Tres poetas de su vida: Casanova, Stendhal, Tolstói. Mencionó dos títulos más cuyo sonido me emocionó: Momentos estelares de la humanidad y El mundo de ayer. Poco después leí este último libro con el alma en vilo, no podía apartarme de él, volvía y volvía a sus páginas, lo consigné en mi diario varias veces: “Hoy dediqué un gran trozo de tiempo a las memorias de Zweig El mundo de ayer, mientras convalezco de bronquitis aguda en la clínica de la Universidad en Donskói”, anoté el 16 de junio de 1972. Un mes después llené dos páginas con comentarios sobre ese libro que me había gustado tanto y no puedo resistirme a transcribir el párrafo final de este: “Pero cualquier sombra es, en última instancia, sin embargo, hija también de la luz. Y solo el que ha experimentado sucesos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, solo ese ha vivido en verdad”.

Zweig hermanó esa tarde a ese par de solitarios. Nos preguntamos si teníamos hambre y ambos contestamos al mismo tiempo que sí. Nos dirigimos a un pequeño restaurante que estaba en la planta baja del hotel Moscú, a escasas dos cuadras de la Plaza Roja. Allí pedimos albóndigas de carne, arroz negro, ensalada rusa y agua de manzana. El tiempo se nos fue ahí conversando y conversando, ya no recuerdo qué tanto hablamos, pero lo cierto fue que cuando nos dimos cuenta ya había oscurecido. Afuera hacía frío. Caminamos rumbo a la Plaza Svérdlov, que ahora creo se llama Plaza de los Teatros, porque ahí está el teatro Bolshói, el Mali, el de Opereta y el Teatro de Arte; pasamos a un lado del monumento a Marx y Engels a un costado del hotel Metropol y como el frío arreciaba la joven propuso ir a su casa, que quedaba muy cerca, a tomar chai de samovar eléctrico. Al principio me opuse levemente, argumentando que no quería molestar a esa hora a sus familiares. De inmediato me dijo que no me preocupara, que vivía con sus tíos, pero que se habían ido a la dacha, a las afueras de Moscú, a pasar unos días. Me animé.

Caminamos un tramo más por la avenida, luego doblamos a la izquierda, al norte, hacia Kuznietski Most. Por un callejón angosto llegamos a un edificio antiguo de cuatro o cinco plantas, el apartamento estaba en el tercer piso. Ella puso el samovar y prendió el televisor, yo me puse a mirar los libros de la pequeña biblioteca. Pronto descubrí libros de Zweig, Rolland, un poemario de Hikmet y novelas de los clásicos rusos del XIX de pastas gruesas. La muchacha se acercó y me mostró Fouché y El mundo de ayer, en ruso naturalmente. Tomamos varias tazas de té, unos tragos de licor y vodka, unas rebanadas de tomate y pepino. Ella puso en el magnetófono canciones rusas y de Occidente, en inglés. El ambiente era absolutamente relajado, pero yo estaba aterrado interiormente. Desde muy joven había tenido escarceos con muchachas, pero no había estado con ninguna realmente. Era un viejo de veintiún años virgen todavía. La muchacha debió notarlo por algún desatino que dije o por un cierto nerviosismo que me delataba. Debí comportarme de manera muy tímida, pero ella tuvo paciencia, fue muy delicada y persuasiva.

No recuerdo cómo sucedió todo, mentiría. Con el tiempo todo se torna nebuloso, se distorsiona, y hay que ir con cuidado para no caer en otros recuerdos ajenos a aquello que intentamos recordar. Por ejemplo, seguro nos decíamos por nuestros nombres, pero ahora por más que me he esforzado por recordar el suyo no logro encontrarlo. Esos instantes intensos en su apartamento, escuchando música y susurrándonos cosas me llegan ahora como fogonazos. El apartamento era chico, con una ventana en la sala que daba al callejón. Es posible que hayamos bailado un buen rato, ella sin duda era más desinhibida, me parece que llevaba una falda ancha pero corta que dejaba ver unas piernas dulces y redondas. Seguramente cuando logré vencer mi timidez, hubo pasión, sobresalto, duda de primerizo de mi parte, atisbos de placer, todo lo que suele suceder. Siempre atesoré esos instantes. La chica, que siempre tomó la iniciativa, me supo conducir por el camino iniciático y sin regreso del placer y los sentidos. Me acariciaba, me inducía, me introducía lentamente al lenguaje secreto de su cuerpo, me besaba con delicadeza e intensidad y yo me dejé llevar a ese lugar único de dos cuerpos en fiesta de donde nunca se regresa impune. Seguimos hablando largamente después hasta que caímos profundos en un sueño relajado y largo.

Cuando desperté en la mañana ella ya estaba vestida, sentada en un banco a un lado de la cama, con un libro en las manos. Era María Antonieta, de Zweig, su libro preferido de ese autor; me leyó unos párrafos y luego me metí a la ducha. Después desayunamos, conversamos todavía un poco más, siempre noté que ella tenía una gran paciencia conmigo para conversar, pues yo apenas llevaba diez meses en Moscú y mi bagaje de expresión era todavía bastante limitado. Podía entender mucho, pero mucho más de lo que yo mismo podía hablar. Fue ella quien me dijo por primera vez una frase que después escucharía recurrentemente: “Si quieres hablar bien y pronto, consigue un diccionario de cabellos largos.”

Salimos a la calle porque creo que ella tenía que irse a estudiar, nos dimos un abrazo en Kuznietski Most y nos deseamos lo mejor. Pienso que nos vimos después unas dos o tres veces más, pero ese verano ella se fue al sur, a Yalta, y yo me fui con Miguel el Chileno, Nikolás Azul, Miguel Triestes y el Pirata que todo lo entendía al revés a una excursión larga por los países del Asia Central para los estudiantes que terminamos la facultad preparatoria. Nunca más volvimos a encontrarnos, no volví a ver jamás a la chica que amaba los libros de Zweig.

Más de veinte años después, caminaba con mi hija por la avenida principal de nuestra ciudad. Un joven, parado en una esquina, ofrecía unos libros que traía en las manos. Nos detuvimos un rato, revisamos uno por uno los títulos y los autores y de pronto salté al descubrir un título de Zweig: Tres poetas de su vida: Casanova, Stendhal, Tolstói, uno de los libros que me había mencionado aquella chica sentada en el banco del Jardín de Alexander. Era un libro viejo, amarillento, con páginas carcomidas, publicado en Barcelona en 1934 en la Editorial Apolo. Lo compré de inmediato, creo que por doce nuevos pesos, un verdadero regalo, un auténtico tesoro que conservo en un estante especial de mi biblioteca. Mi hija iba a mi lado, sorprendida un poco por mi emoción de encontrar fortuitamente ese libro; no imaginaba lo que bullía en mi cabeza, lo que palpitaba en mis recuerdos en la espesura de los años. Me vino a la mente, con toda intensidad, el fantasma de esa chica en esa tarde de primavera moscovita cuando, por azares del destino al encender un cerillo, perdí la virginidad entre libros admirados del escritor austríaco.

Tomado de La Jornada.

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