Forja

José Emilio Pacheco, lecturas y caminatas

Mientras leo la traducción al francés de La sangre de medusa realizada por Bruno Lecat, me vienen a la cabeza multitud de imágenes de José Emilio Pacheco que se fijaron en mi memoria, y que ella modifica a su antojo y capricho como tiene costumbre de hacerlo en su juego incesante con el tiempo.

Que José Emilio haya fallecido hace ya diez años no significa que haya cesado de cambiar. Al contrario, ahora desaparecido, su edad varía más rápido y con facilidad. Puedo verlo en mi mente: muy joven, en Palacio Nacional, cuando nos encontrábamos ahí para entregar a don Henrique González Casanova nuestros resúmenes de libros, ejercicio a la vez exigente y placentero que nos ayudó a aprender a escribir. Algo desgarbado, quizás a causa de una extrema timidez que, en ocasiones, me hizo preguntarme si no la exageraba, semejante a un comediante que sobreactúa. Me sucede lo mismo con la constante exhibición de su modestia, acaso falsa modestia, tan legítima, del verdadero orgulloso. Y José Emilio Pacheco, el escritor, el poeta, tenía de qué y por qué tener un legítimo orgullo.

Lo veo cuadragenario, la edad que tiene el narrador de Batallas en el desierto, novela traducida al francés por Jacques Bellefroid. Caminamos calles y callejuelas del laberinto parisiense, evitando los bulevares, sin buscar el asombro porque el asombro no puede sino llegar por sorpresa. José Emilio camina rápido, vuelve la cabeza sin cesar, la mirada aguda tras los anteojos, tropezando con sus propios pies, dejando caer una pluma, perdiendo unos billetes que logra recoger mientras busca en sus bolsillos un boleto de Metro.

Veo en rápidos flashes de la memoria algunas escenas de nuestras caminatas. Al salir de cenar en uno de los bouillons más antiguos de París, chez Julien, lo conduzco a la rue Saint-Denis, entonces poblada por las hermosas prostitutas parisienses, antes del sida y la llegada de un comercio sexual proveniente de África y los países del este. Las francesas tenían la insolencia y la desfachatez de una actriz como Arletty, se reían del cliente y de ellas, impúdicas y lascivas. José Emilio, con un paso menos rápido, sin detenerse, miraba de reojo los escotes de las chicas, casi a escondidas, mientras intentaba ocultar su sensualidad con un discurso a la vez quejumbroso y moral sobre la situación de esas pobres mujeres obligadas a prostituirse por hambre. O tal vez, por gusto de un dinero fácil y agradable, le dije y lo hice reír recordándole la frase de Salvador Elizondo: “Si yo fuera mujer, sería puta”. ¿Por qué una mujer no podría pensar en las ventajas que unen lo útil y lo agradable, el dinero y el sexo? José Emilio asintió: la sensualidad era parte de su carácter y su conducta. Lo primero que hacía al abrir un libro era oler el papel. Llevaba a su boca un bocado de su plato mientras sus ojos miraban con antojo los platos de los otros comensales. No daba la mano al saludar: acariciaba.

Lo veo saltar entre pilas de libros amontonados en la sala de su casa. Lo imagino ahí, desde donde habla conmigo por teléfono. Madrugada en París, atardecer en Ciudad de México.

Con ninguna persona he hablado tantas horas por teléfono como con José Emilio. No colgábamos el teléfono, nos colgábamos a él. A veces le pregunté si no estaba ocupado, si interrumpía algún trabajo con mi llamada. Para nada, me respondía a cualquier hora del día y la noche. No me preguntes cómo pasa el tiempo… “No es el tiempo el que pasa, somos nosotros los que pasamos”, respondió otro poeta en otro lugar, en otro tiempo.

Como señala Bruno Lecat, en sus notas de prefacio a La sangre de Medusa, recopilación de textos cuya publicación original se extiende de 1956 (Tríptico del gato) a 1984 (La catástrofe), “los personajes actúan un papel por otro lado intercambiable, en virtud de la idea, apreciada por Borges, según la cual un lugar, una persona o un instante es todos los lugares, todas las personas y todos los instantes. Esto permite la técnica narrativa de los relatos paralelos utilizada, aquí y allá, en La sangre de Medusa.

Recopilación de textos, podemos encontrar en ellos, sea en germen o en su culminación, los temas favoritos de Pacheco: la mitología, la Historia —de sus inicios legendarios a la Segunda Guerra Mundial—, los escritores, los héroes, los asesinos, los animales salvajes y los encerrados en zoológicos, la complicidad del verdugo y la víctima, las dualidades, la convivencia de personajes reales con seres imaginarios, la tentacular Ciudad de México y sus escondrijos, sus leyendas y sus misterios, la catástrofe.

Atravesamos el parque México durante una cálida noche hace quién sabe cuántos años. José Emilio, nervioso, nos narraba una leyenda de un sanguinario asesinato cerca del parque. Quizás, ahora, nos acechaban silenciosos asesinos.

José Emilio sabía hacer de sus caminatas una leyenda. Al narrarla se volvía parte de ella, y a nosotros con él. Ahora, legendario, más vivo que nunca, nos invita a leernos en los volúmenes perdidos de la biblioteca universal donde en alguna página aparecen su nombre y el tuyo.

Tomado de La Jornada Semanal

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