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Joaquín Gutiérrez: La secreta alquimia del oficio de escribir

Mucho se ha dicho sobre el Joaquín Gutiérrez novelista, poco sobre el Joaquín Gutiérrez maestro.

Ese que una generación de aspirantes a escritores conocimos a mediados de la década del 70 del siglo anterior en la Universidad de Costa Rica, en sus clases de Teoría y Práctica de la Creación Literaria.

Su teoría de la literatura tenía la particularidad de que estaba fundamentada en muchas lecturas, conversaciones, impresiones recogidas a lo largo de su rica experiencia de vida. En su vasta inteligencia se habían fraguado un cúmulo de conocimientos, secretos del oficio de escritor, perspectivas de elaboración literaria que él generosamente entregaba al puñado de muchachos y muchachas que éramos su fieles y asombrados discípulos.

Quisiera reseñar en este artículo la naturaleza de su enseñanza como maestro autodidacta. La enseñanza de una vida, de una actitud ante la historia y los avatares humanos. La lección de un maestro que recorrió el mundo y vivió los principales acontecimientos de su siglo con una mirada apasionada y perspicaz, con un agudo sentido del humor. No es la enseñanza de un teórico de la literatura. Es el legado de un escritor que bebió en las fuentes primordiales de la literatura universal, mientras conocía el mundo. Embargado de una curiosidad sin límites y un poderoso sentido ajedrecístico del Arte de escribir.

Cuando menciono su sentido ajedrecístico del oficio me refiero a su capacidad de análisis de la escritura. Pues  lo primero que aprendíamos en sus clases y conversaciones era que la primera parte del trabajo de escribir consistía en dejarse ir en el texto. Sin restricciones ni márgenes impuestos por el pensamiento estructurado. Pero la segunda parte, la revisión y pulimento era una tarea racional. No imponiéndole una lógica al texto sino redescubriendo su lógica interna. Era, en efecto, como analizar una partida de ajedrez, viendo sus posibles variantes, la efectividad de cada una, la secuencia de las ideas e imágenes que el texto proponía. Quizá su oficio mismo de ajedrecista le dio la técnica mental necesaria para hacerlo de ese modo. Lo cierto es que después de revisar un texto dado uno sentía que había asistido a una cátedra, o mejor aún, a una partida excepcional jugada con maestría.

Sus clases eran un verdadero Taller literario. Primero compartía una charla sobre algún aspecto del arte de escribir, según él lo concebía, mezclada con ricas anécdotas de su vida y al final la revisión de los textos que cada uno había escrito.

Uno de los puntos de arranque era la distinción que hacía entre el escritor y el literato. Decía que lo que diferenciaba al primero del segundo era que el escritor trasmitía vida en lo que escribía. El literato no. El literato puede ser un gran lector. Hasta puede llegar a la erudición, pero escribe desde un escritorio. El escritor, en cambio, escribe desde la vida, porque está en medio de ella. Esta noción tenía relación con su idea de que lo central en un escritor es que lograra acuñar lo que él llamaba una “visión del mundo y de la vida”. A mayor riqueza de esta visión mayor profundidad en sus escritos. Recuerdo que se negaba a dar una definición exacta de que era esa visión. Decía que era más que una filosofía, más que un conjunto de ideas o de sensaciones. Porque en ella había concepciones, valores pero también sentimientos y emociones.
¿Cómo definir la visión del mundo y de la vida de Chejov?, se preguntaba. Sin embargo está en cada una de sus obras. Y es poderosa y conmovedora. Más que una sucesión de ideas es una carga. Un contenido. Una fuerza gravitacional, podría decirse. Y es, justamente, lo que define a un escritor y lo que termina diferenciándolo, en definitiva, del literato.

¿Como se fragua la concepción del mundo y de la vida? Su respuesta, dada de mil maneras, era viviendo y observando. Ponía con frecuencia el ejemplo del escritor norteamericano Tom Wolfe que, cuando le interesaba alguien, caminaba para atrás observándolo. Nos hacía ver con ejemplos de otros grandes escritores, como en el oficio de escribir, es fundamental la captación y elaboración de la vida. Hasta entender que el oficio de escribir no surge espontáneamente. A lo largo de la historia cada gran escritor construye nuevas perspectivas sobre el oficio. Los viajes y contactos de Joaquín Gutiérrez por el mundo le permitieron en efecto hacer su propio proceso de aprendizaje. Le interesaba todo. Reflexionaba sobre muchas cosas. Y lo mismo podía describir la vida de un pueblo nómada del Asia, como elaborar una teoría del origen del hombre americano. En ese sentido poseía un saber amplio, pero ligado siempre a la vida concreta, que es el terreno donde cada escritor debe fraguar su visón del mundo y de la vida.

Debo decir que mi experiencia como su discípulo se profundizó cuando dejé el aula y comencé a frecuentar su casa. En esos diálogos de muchas horas afloraba de nuevo el maestro pero ya no buscando trasmitir su oficio solamente sino hurgando en las claves mismas de su vida militante y artística. En estas conversaciones advertí que no se podía  comprender su vida y obra sin un concepto acuñado a lo largo de sus viajes y experiencias políticas y literarias, lo que él llamaba su “optimismo histórico”, que era una visión entusiasta de la historia y de la humanidad.

Siempre pensé que esa categoría con que él mismo se definía, hablaba mucho de su humanismo. Joaquín Gutiérrez era un humanista pleno y generoso. Tal vez ahí estaba su rasgo humano más rico, esa profunda generosidad con la vida y con nosotros, que lo veíamos en la cima de su vida, pero al mismo tiempo cercano y accesible. Fue esa actitud lo que le permitió trasmitir sin reservas su rico acervo de escritor.

Alguna vez le pregunté cómo había compensado tener que volver a Costa Rica después de haber vivido experiencias tan intensas como el proceso revolucionario chileno y me contestó que lo había logrado compensar con las clases que nos daba en la Universidad. Me sorprendí entonces y me sigue sorprendiendo ahora su respuesta, pero no cabe duda que expresa la medida de su compromiso y entrega como maestro. En cada clase, en cada conversación daba lo mejor de sí. Estaba llegando a la culminación de una vida rica en experiencias y rica también en escritura y era capaz de volcar en nosotros ese caudal humano. Y no ahorraba formas para lograrlo. Lo mismo compartía capítulos que estaba escribiendo de su libro Te acordás hermano, poemas de Quevedo, cuentos de Hemingway, textos cinematográficos de Eisenstein, descripciones de lugares tan remotos como Samarkanda, encuentros con personajes como Neruda o Ho Chi Minh.

Ahora que concluyo estas notas pienso que en el núcleo de sus enseñanzas estaba esa idea, que he tratado de subrayar desde el inicio de este artículo, de que el oficio de escritor es en el fondo, un oficio vital, una manera de visualizar la vida y la historia y de participar en ella. Por más que puliera sus trabajos, me consta que incluso revisaba lo ya publicado, siempre entendió la literatura no como un mero ejercicio de belleza formal, sino como esa “otra vida de la vida”, frase suya predilecta. Probablemente, desde Homero para acá, y aún antes, todo aeda, todo cantor o narrador quiso que su material fuera una metáfora de su vida concreta y la de su pueblo. No hay oficio de escritor sin esta participación en lo real. De ahí la necesidad de observar, de vivir, de alimentarse de su tiempo, que para él era el punto de partida del escritor. Tal la esencia de la enseñanza de Joaquín Gutiérrez, impartida, insisto, no como quien trasmite una teoría, sino a través del hilo fino de conversaciones y encuentros tejidos en la secreta alquimia de su oficio, de su ternura de maestro sabio y generoso.

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