Los Libros

Germinal: la novela sobre la lucha de clases

Un ejército de reserva, hombres solitarios y desempleados caminan por campos sembrados de remolachas, atraviesan caminos fantasmales, transitan por pueblos sombríos, ellos son miserables, visten con harapos, casi siempre andan hambrientos y no tienen donde dormir. A sus espaldas han quedado familias deshechas, casas vacías. Si la mina es un infierno, por lo menos en ella pagan un salario. Así piensan estos pobres errantes, franceses desheredados que en el siglo XIX son defendidos por los movimientos obreros y también llegan a las páginas de las novelas.

Émile Zola representa la figura del intelectual que también es un personaje público, ese que participa en los asuntos políticos de su tiempo, una época que él conoció como pocos. Su Yo acuso (1898), alegato en favor del capitán Alfred Dreyfus, hace que se le recuerde así y, además, esa publicación suya, dirigida al presidente de Francia de aquel entonces, abre avenidas para muchos escritores que, años después y en distintas partes del mundo, usan su pluma y su inteligencia para discutir sobre el poder, sobre sus abusos, escritores que usan su talento para defender ideas y personas en la vida social en la que están inmersos.

Una obra de ficción siempre tiene hilos que la entrelazan con el momento social en el que surge, ese momento, en el que vive aquel individuo de carne y hueso que la escribe, las tensiones políticas, como el amor, como la muerte, como la locura, son motivos que alimentan la creación literaria desde que el mundo es mundo. El poder es un tema ineludible en las grandes novelas modernas, sin embargo, existen formas y formas de abordarlo, a veces maravillosas a veces autoritarias, esas que cierran la lectura al imponer una única visión de las cosas. En ese sentido, algunos escritores se hacen trampa a sí mismos al creer, por ejemplo, que una novela puede llegar a ser un manifiesto político que ilumine la conciencia de los lectores y los lleve entonces a lanzarse a la lucha para transformar la sociedad desde sus raíces. Ellos tienen más vocación de dirigente que de artista.

Este contagio de géneros, entre la novela y el panfleto, se mueve por detrás de aquello que se llamó “el escritor comprometido”, figura que somete la autonomía de la ficción a una ideología que convierte a los personajes en marionetas y a las historias en propaganda de la reforma social. El lector resiente estas intervenciones militantes que, finalmente, es poco o nada lo que inciden en esa sociedad que pretenden cambiar.

El siglo XIX europeo es un paraíso para los estudiosos de la novela como género literario, muchas de las tendencias narrativas que vinieron después nacen ahí, en ese cruce de caminos entre el romanticismo y la ilustración, entre el realismo y el naturalismo, entre el determinismo social y la libertad individual, entre la política y las pasiones amorosas, todo esto en un presente convulso y abierto desde el cual se abren perspectivas de futuro rastreadas en batallas del pasado. La novela, entonces, como género prosaico, híbrido y sucio que es, da cuenta de estas tensiones sociales y estéticas entre las cuales Émile Zola se supo mover e hizo escuela al mostrar de manera directa, y con sensibilidad literaria, la lucha de clases en la ficción, al presentar la sociedad de la época tal y como él la veía y también como quería que los lectores la viéramos. Y si bien es cierto que Germinal es su novela más política y que en ella el autor apuesta por los pobres, por los trabajadores de las minas rebeldes, su talento literario lo alejó del panfleto y lo convirtió en un escritor ineludible en un siglo poblado de extraordinarios novelistas.

La novela de los mineros

Zola publicó Germinal en 1885, esta es una novela sobre las condiciones de vida de los mineros del carbón en La Voreaux, al norte de Francia. Germinal es una obra estructurada para mostrar las indignantes diferencias que existen entre la miseria de los mineros y la riqueza de los propietarios de la mina. Entonces, un capítulo nos habla de un hombre solo que busca trabajo, el siguiente de la espantosa vida cotidiana de aquellas personas que le arrancan el carbón a las entrañas de la tierra y el otro narra la vida de ocio, lujo y traiciones que llevan “los burgueses”, los propietarios de la mina, cuyos dramas, competencia con otros “señores” y desencuentros conyugales, son expuestos en contraste con aquellos miserables, hambrientos, condenados a picar carbón para siempre, quienes padecen horrores por un pobre salario que los diferencia de los esclavos de la antigüedad.

Ellos están condenados por su lugar social, por la familia en la que nacieron: sus abuelos fueron mineros, sus padres fueron mineros, sus hijos serán mineros y ninguno de ellos, por más que lo intente, podrá salir de ese infierno que los somete y al mismo tiempo los mantiene vivos. Ese es el determinismo social, la sentencia inapelable que constituye uno de los rasgos del naturalismo literario, uno de sus rasgos políticamente más conservador.

La vida de las clases bajas de la sociedad francesa, los odios y rencores que despierta esa condición social, sus borracheras, sus orgías entendidas como única fuente de placer gratuita, la explotación sexual que sufren niñas y mujeres y la explotación laboral que sufren niños y hombres, son expuestas por Zola de tal manera que la huelga y la rebelión quedan plenamente justificadas, aunque al final no cambien nada, excepto, tal vez, el surgimiento de una utopía que germina como la naturaleza en primavera, en el caso de esta novela, una utopía desconectada de una organización obrera real, una utopía que en el capítulo final de Germinal surge del alma de Esteban y del deseo del autor, pero que todo lo que se nos acaba de contar la hace parecer imposible e irreconciliable con el corazón egoísta de los hombres, incluido el de los mineros que deciden traicionar la rebelión para mantener la seguridad que les ofrece aquellos míseros salarios.

En su maravilloso libro Mímesis (1942), Erich Auerbach dice sobre Germinal: “Si Zola ha exagerado, lo ha hecho únicamente en el sentido en que era conveniente, y si sentía predilección por lo feo, también ha hecho de esta propensión el uso más fecundo. Germinal es, todavía hoy, después de más de medio siglo cuyas últimas décadas nos han deparado infortunios con los que el mismo Zola ni soñó, un libro terrible, pero no ha perdido nada de su significación ni de su actualidad”.

Es un libro terrible porque hizo explotar los límites de lo estéticamente permitido hasta ese momento, introdujo a los mineros en la ficción, les dio carta de ciudadanía literaria y apostó por ellos. Zola abrió la novela al mundo de los de abajo, la sacó de los salones, del confort y de las mezquindades e hizo dinamitar el realismo burgués más insulso, el bien pensante y aburrido, ese que hoy podríamos ubicar dentro de lo políticamente correcto, dicho sea de paso, siempre enemigo de la mejor literatura, la que no está hecha para catequistas ni pastores, independientemente de su filiación ideológica.

Si bien es cierto que desde un punto de vista formal Germinal no es muy innovadora, su narrador es un omnisciente tradicional que pretende objetividad y su psicología es excesivamente materialista, su temática es lo que la vuelve llamativa y es también la que le permitió vencer la prueba del tiempo, su temática y la belleza narrativa en medio del dolor, la belleza de la naturaleza que acompaña como testigo mudo el horror del mundo social.

Esa mina que parece sacada de uno de los círculos del infierno de Dante es lo que ha convertido a esta novela en un clásico. Esa mina regida por el orden capitalista es lo mejor de esta novela, esa mina que “los burgueses” dejan que se desplome para castigar así a los rebeldes que quedan sepultados en ella, que comen madera y su propia ropa para espantar el hambre, que en el subsuelo se rompen la cabeza a pedradas corroídos por los celos, esos mineros rebeldes atrapados en el fondo de la tierra son expuestos en esos capítulos finales de Germinal con un talento literario descomunal, una sensibilidad que nos enseña cómo una condición social humillante puede degradar hasta lo inefable a un grupo humano sometido, condenado a tener sexo entre los muertos, a matar para vivir y para vengar injusticias acumuladas en el cuerpo, a delirar para soportar el paso de unos días a los que no se les puede percibir la luz, a soportar frías noches sin astros.

Algunos lectores de su época se llenaron de indignación hacia Zola por escribir cosas tan horribles. Dicho de otro modo, se llenaron de indignación hacia Zola porque les enseñó con muchísima seriedad la forma en la que vivían miles de personas a poca distancia de sus ciudades. Zola mostró en Germinal los dos extremos de la lucha de clases y la lucha misma, y eso casi siempre resulta insoportable para aquellos a quienes les cuesta ver más allá de sus narices y de su ilusión.

Muchos años han pasado desde su primera publicación, su forma literaria sin duda ha sido superada, pero su temática lamentablemente sigue dándonos luces para pensar las sociedades en las que vivimos. Germinal ha sido llevada al cine varias veces, su influencia en la literatura norteamericana, latinoamericana y costarricense de la primera mitad del siglo XX es considerable. Émile Zola nos enseñó desde aquel entonces que lo feo, lo miserable y lo injusto tienen cabida en las páginas de las grandes novelas, esas a las que no les interesa evangelizar, sino solo narrar lo complejo y lo misterioso de la condición humana.

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