Forja

Cancelar a García Márquez

Dentro de la brutal política de cancelación que ha desarrollado Occidente en contra de Rusia, censura que no ha perdonado la ciencia, la cultura, el idioma, el arte, la academia, peligra que se pueda prohibir la lectura de García Márquez.

La agencia de noticias EuropaPress destacaba el 18 de abril de 2014:

“El presidente ruso, Vladimir Putin, ha expresado sus condolencias por la muerte del escritor Gabriel García Márquez, del que ha destacado que era “un amigo íntimo de Rusia”. Putin ha trasladado su pesar a Mercedes, la esposa del Nobel de Literatura colombiano. “Gabriel García Márquez fue un eximio escritor y filósofo, siempre fiel a los preclaros ideales del humanitarismo y la justicia. Sus libros sirvieron de inspiración a varias generaciones tanto en América Latina como en el mundo entero”, ha destacado Putin, según recoge la agencia de noticias oficial rusa, RIA Novosti. Esa noticia, en relación con las condolencias ofrecidas entonces por el presidente ruso, ante el reciente fallecimiento del premio Nobel latinoamericano, supondría un dilema para quienes sean afectos al escritor colombiano y quieran adoptar la política de cancelación impulsada por Occidente, que, por ejemplo, en una universidad en Italia se planteó suspender un curso sobre la obra de Dostoievski.

Antes de que llegue a nosotros esta cacería de brujas cultural con que quiere instalarse la intolerancia de la nueva guerra fría, volvamos a disfrutar de un fragmento de este texto que escribía García Márquez sobre la URSS en 1957, cuando Ucrania aún estaba empobrecida y con hambre, luego de su lucha en la Segunda Guerra Mundial y cuando apenas iniciaban los planes de inversión y desarrollo soviético en esa república.

«YO ESTUVE EN RUSIA»

Gabriel García Márquez

Al cabo de muchas horas vacías, sofocados por el verano y la parsimonia de un tren sin horario, un niño y una vaca nos vieron pasar con el mismo estupor y en seguida empezó a atardecer sobre una interminable llanura sembrada de tabaco y girasoles. Estábamos en la Unión Soviética. El tren se detuvo. Se abrió una compuerta en la tierra, a un lado de la vía, y un grupo de soldados con ametralladoras surgió de entre los girasoles. No pudimos averiguar adónde conducía esa compuerta. Había blancos para práctica de tiro con figuras humanas recortadas en madera, pero ninguna edificación. La única explicación verosímil —aunque un poco inexplicable— es que allí existía un cuartel subterráneo.

Los soldados verificaron que no había nadie escondido en los ejes del vagón. Dos oficiales subieron a examinar los pasaportes y las credenciales del festival. Nos miraron con una atención aplicada varias veces, hasta cuando se convencieron de que nos parecíamos a nuestros retratos. Es la única frontera de Europa donde se toma esa precaución elemental.

Es comprensible que en la Unión Soviética los trenes no sean sino hoteles ambulantes. La imaginación humana tiene dificultades para concebir la inmensidad de su territorio. El viaje de Chop a Moscú, a través de los infinitos trigales y las pobres aldeas de Ucrania, es uno de los más cortos: cuarenta horas. De Vladivostok —en la costa del Pacífico— sale los lunes un tren expreso que llega a Moscú el domingo en la noche después de hacer una distancia que es igual a la que hay entre el Ecuador y los polos. Cuando en la península de Chukotka son las cinco de la mañana, en el lago de Baikal, Siberia, es la medianoche, mientras en Moscú son todavía las siete de la tarde del día anterior. Esos detalles proporcionan una idea aproximada de ese coloso acostado que es la Unión Soviética, con sus 105 idiomas, sus 200 000 000 de habitantes, sus incontadas nacionalidades de las cuales una vive en una sola aldea, veinte en la pequeña región de Daguestán y algunas no han sido todavía establecidas, y cuya superficie —tres veces los Estados Unidos— ocupa la mitad de Europa, una tercera parte de Asia y constituye en síntesis la sexta parte del mundo, 22 400 000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola.

Esas dimensiones se sienten desde el momento en que se atraviesa la frontera. Como la tierra no es de propiedad privada, no hay cercas divisorias: la producción de alambre de púa no figura en las estadísticas. Uno tiene la sensación de estar viajando hacia un horizonte inalcanzable, donde hay que cambiar por completo el sentido de las proporciones para tratar de entender el país. Uno se instala a vivir en los trenes. La única manera de viajar sin experimentar el vértigo de la distancia, la única posición razonable es la posición horizontal. En las ciudades más importantes hay una ambulancia en la estación. Un equipo de un médico y dos enfermeras sube a los trenes a atender a los enfermos. Quienes presentan síntomas de enfermedades contagiosas son hospitalizados en el acto. Hay que desinfectar el tren para que no se desencadene la peste.

En las calles, los hombres se paseaban en pijama…

En la noche fuimos despertados por un insoportable olor de podredumbre. Tratamos de penetrar la oscuridad y averiguar el origen de ese tufo indefinible, pero no había una remota lucecita en la noche inconmensurable de la Ucrania. Yo pensé que Malaparte sintió ese olor y le dio una explicación criminal que ahora es un capítulo famoso de su obra. Más tarde los mismos soviéticos nos hablaron de esos olores, pero nadie pudo explicarnos su origen.

A la mañana siguiente todavía no habíamos acabado de atravesar la Ucrania. En las aldeas adornadas con motivos de amistad universal los campesinos salían a saludar el tren.

En las plazas floreadas, en lugar de monumentos a los hombres públicos, había estatuas simbólicas del trabajo, la amistad y la buena salud, hechas con la burda concepción staliniana del realismo socialista: figuras humanas de tamaño humano pintadas con colores demasiado realistas para ser reales. Era evidente que aquellas estatuas habían sido repintadas hace poco. Las aldeas parecían alegres y limpias, pero las casas dispersas en el campo, con sus molinos de agua, sus carretas volcadas en el corral con gallinas y cerdos —de acuerdo con la literatura clásica— eran pobres y tristes, con paredes de barro y techo de paja.

Es admirable la fidelidad con que la literatura y el cine ruso han recreado esa visión fugaz de la vida que pasa por la ventanilla de un tren. Las mujeres maduras, saludables, masculinas —pañuelos rojos en la cabeza y botas altas hasta las rodillas— trabajaban la tierra en competencia con sus hombres. Al paso del tren saludaban con sus instrumentos de labranza y nos lanzaban sus gritos de adiós. Era el mismo grito de los niños trepados en las carretas de heno, grandes, espaciosas, tiradas por percherones titánicos con la cabeza adornada de flores.

En las estaciones se paseaban hombres en pijamas de colores vivos, de muy buena calidad. Yo creí en un principio que eran nuestros compañeros de viaje que descendían a estirar las piernas. Después me di cuenta de que eran los habitantes de las ciudades que venían a recibir el tren. Andaban por la calle en pijama, a cualquier hora, con un aire natural. Me dijeron que ésa es una costumbre tradicional en el verano. El estado no explica por qué la calidad de los pijamas es superior a la de la ropa ordinaria.

Para nosotros, el único peligro: la generosidad

En el vagón restaurante hicimos nuestro primer almuerzo soviético, enredado con salsas fuertes, de muchos colores. En el festival —donde había caviar desde el desayuno— los servicios médicos tuvieron que instruir a las delegaciones occidentales para que no dejaran el hígado hundido en las salsas. Las comidas —y esto aterraba a los franceses— se acompañan con agua o leche. Como no hay postres —porque todo el ingenio de la pastelería se ha aplicado a la arquitectura— uno tenía la impresión de que el almuerzo no se acababa nunca. Los soviéticos no toman café —que es muy malo— y cierran la comida con un vaso de té. También lo toman a cualquier hora. En los buenos hoteles de Moscú se sirve un té chino de una calidad poética, tan delicadamente aromado que dan ganas de echárselo en la cabeza. Un funcionario del vagón restaurante utilizó un diccionario de inglés para decirnos que el té es una tradición rusa que no tiene sino doscientos años.

En Kiev nos hicieron una recepción tumultuosa, con himnos, flores y banderas y muy pocas palabras de idiomas occidentales calentadas en quince días. Nos hicimos entender para que nos indicaran dónde podíamos comprar una limonada. Fue como una varita mágica: por todas partes nos cayeron limonadas, cigarrillos, chocolates, revueltos con insignias del festival y libretas de autógrafos. Lo más admirable de ese indescriptible entusiasmo era que los primeros delegados habían pasado quince días antes. En las dos semanas que precedieron a nuestra llegada pasó por Kiev un tren con delegados occidentales cada dos horas. La multitud no daba señales de agotamiento. Cuando el tren arrancó habíamos perdido varios botones de la camisa y tuvimos dificultades para entrar al compartimiento a causa de la cantidad de flores que habían tirado por la ventanilla. Aquello era como haber penetrado en una mansión de locos que incluso para el entusiasmo y la generosidad habían perdido el sentido de las proporciones.

Yo conocí un delegado alemán que en una estación de Ucrania hizo un elogio de una bicicleta rusa. Las bicicletas son muy escasas y costosas en la Unión Soviética. La propietaria de la bicicleta elogiada —una muchacha—, le dijo al alemán que se la regalaba. Él se opuso. Cuando el tren arrancó, la muchacha, ayudada por la multitud, tiró la bicicleta dentro del vagón e, involuntariamente, le rompió la cabeza al delegado. En Moscú había un espectáculo que se volvió familiar en el festival: un alemán con la cabeza vendada paseando en bicicleta por la ciudad.

Había que ser muy discreto para que los soviéticos no se quedaran sin nada a fuerza de hacer regalos. Lo regalaban todo. Cosas de valor o cosas inservibles. En una aldea de Ucrania una vieja mujer se abrió paso entre la multitud y me regaló un pedazo de peinilla. Era el gusto de regalar por el puro gusto de regalar. Uno se detenía a comprar un helado en Moscú y tenía que comerse veinte, con galletas y bombones. Era imposible pagar una cuenta en un establecimiento público: ya habían pagado los vecinos de mesa. Un hombre detuvo una noche a un extranjero, le estrechó la mano y le dejó en ella una valiosa moneda del tiempo de los zares. Ni siquiera se detuvo a esperar las gracias. En un tumulto a la puerta de un teatro una muchacha que no volvió a ser vista jamás le metió a un delegado un billete de 25 rublos en el bolsillo de la camisa (…).

Un muchacho nos explicó que eran las vendedoras de las granjas colectivas. Subrayó con un legítimo orgullo, pero también con una intención política demasiado evidente, que aquellas mujeres no se hacían la competencia porque la mercancía era de propiedad colectiva. Por ver qué pasaba, yo le dije que en Suramérica era lo mismo. El muchacho se quedó frío.

La llegada a Moscú estaba anunciada para el día siguiente a las 9.02. Desde las ocho empezamos a atravesar un denso suburbio industrial. La cercanía de Moscú es una cosa que se siente, que palpita, que va creciendo adentro como una desazón. No se sabe cuándo empieza la ciudad. De pronto, en un momento impreciso, uno descubre que se acabaron los árboles, que el color verde se recuerda como una aventura de la imaginación. El interminable aullido del tren por un complicado sistema de cables de alta tensión, de señales de alarmas, de siniestros paredones que trepidan en una conmoción de catástrofe, y uno se siente terriblemente lejos de su casa. Después, hay una calma mortal. Por una callecita humilde y estrecha pasó un autobús desocupado y una mujer se asomó a una ventana y vio pasar el tren con la boca abierta. En el horizonte, nítido y plano, como la ampliación de una fotografía, allí estaba el palacio de la Universidad.

Tomado del libro 90 días en la Cortina de Hierro, de Gabriel García Márquez.

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