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El Brexit o la insoportable nostalgia del imperio

En este segundo artículo de una serie que permite estudiar en contexto algunos procesos políticos contemporáneos, el doctor Héctor Perez Brignoli analiza aspectos históricos en torno al Brexit.

El Brexit, en junio de 2016, resultó sorpresivo. El gobierno británico convocó a un referéndum, sin medir mucho las consecuencias de la decisión y ocurrió lo inesperado: ganó el Brexit por un escaso margen, en una votación que contó con una también muy baja participación electoral. Si el resultado fue inesperado, más insólitos han sido los más de tres años de negociaciones y votaciones infructuosas en el Parlamento; los políticos británicos no han podido llegar a un acuerdo sobre cómo salir de la Unión Europea, y la amenaza de un Brexit a la brava, es decir, sin acuerdos negociados, sigue presente en el horizonte. Lo ocurrido parece más propio de una república bananera de caricatura que de la venerable democracia británica. Para entender mejor lo sucedido conviene trazar una cierta perspectiva histórica y apreciar el peso abrumador que parecen tener todavía las nostalgias imperiales.

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Las vicisitudes de la libra esterlina frente al dólar de los Estados Unidos ilustran de un solo vistazo la profundidad de los cambios en la posición internacional de Gran Bretaña.

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Los grandes ganadores de la Segunda Guerra Mundial fueron los Estados Unidos y la Unión Soviética; la Gran Bretaña de Churchill, símbolo de la resistencia heroica frente a la maquinaria de guerra de la Alemania Nazi en 1939-41, salió maltrecha de la confrontación bélica, con una economía débil y un imperio en crisis. La independencia de la India en 1947 marcó el fin de una era; las antiguas colonias en Asia, en África y el Caribe se fueron desgranando en la década de 1950, mientras que la influencia británica en el Medio Oriente decaía irremisiblemente luego de la crisis de Suez en 1956. En la Europa de la posguerra la economía británica, a pesar de la generosa ayuda del Plan Marshall, se reconstruía con dificultad; una comparación de la evolución del PIB per cápita en Francia, la República Federal de Alemania y Gran Bretaña muestra bien el rezago británico hasta hoy día; diez años después del fin de la guerra, ya el PIB per cápita de Alemania superaba al de Gran Bretaña.

El Commonwealth, concebido como la asociación de las antiguas colonias, bajo el liderazgo económico, financiero y cultural de la Corona, resultó un fracaso y no resistió los embates nacionalistas del Tercer Mundo; Gran Bretaña ya no era la “fábrica del mundo”, como lo había sido antes de 1914; eso sí, las antiguas colonias llenaron la metrópoli de mano de obra barata, requerida por una economía en dificultades. En el mediano plazo, la composición étnica de la población británica se modificó notoriamente: en 2011 algo más de un 10% de la población de Gran Bretaña era de origen asiático, africano o caribeño.

El gasto militar fue otro elemento que contribuyó al deterioro de la economía británica. Potencia nuclear desde 1952, la modernización y mantenimiento en operaciones de la Royal Navy, la Royal Aire Force y la British Army, con un despliegue en 15 bases estratégicamente situadas en todo el mundo, implicaba un gasto militar elevado. Debe notarse que algo que caracterizó al Imperio Británico en su época dorada fue precisamente la amplitud de la red de poder e influencia con un gasto militar mínimo: entre 1870 y 1913, este apenas superaba el 3% del PIB; en 1952, en cambio, el gasto militar representaba un 11% del PIB; recién a partir de 1995, este descendió a un poco menos del 3% del PIB, y se mantiene en este nivel hasta hoy. A este importante aumento de los gastos militares se sumaron los costos del estado benefactor creado por el gobierno laborista entre 1946 y 1950: nacionalización de los servicios públicos y las minas, creación del Servicio Nacional de salud, democratización del acceso a la educación mediante un generoso sistema de becas, etc.

En 1957 Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Alemania Federal e Italia firmaron el Tratado de Roma y constituyeron la Comunidad Económica Europea; la base de este acuerdo fue la reconciliación progresiva entre Francia y Alemania, algo fundamental en el contexto de la guerra fría. Gran Bretaña mantuvo gran interés en un mercado común, pero limitado a productos industriales, y pretendió imponer sus propias condiciones. Esto provocó la oposición francesa, particularmente manifiesta en 1963 y luego en 1967, cuando el presidente francés De Gaulle vetó el ingreso de Gran Bretaña. Recién en 1969, el nuevo presidente Georges Pompidou levantó el veto francés, considerando que la devaluación de la libra esterlina a fines de 1967 había saneado la economía británica. Finalmente, el ingreso de Gran Bretaña a la Comunidad Económica Europea se produjo el 22 de enero de 1972, junto con el de Irlanda y Dinamarca; en 1975, la adhesión británica fue ratificada en un referéndum.

Las vicisitudes de la libra esterlina frente al dólar de los Estados Unidos ilustran de un solo vistazo la profundidad de los cambios en la posición internacional de Gran Bretaña. Nótese que la libra esterlina era, desde el siglo XIX, la divisa más fuerte y estable; cuando al iniciarse la Primera Guerra Mundial se impone la inconvertibilidad de las monedas frente al oro, la libra esterlina se convierte en la moneda que casi todos los países utilizan para sus reservas monetarias.

Desde 1878 hasta 1919, la libra esterlina se cotizaba alrededor de 4,8 dólares, y dicho valor se mantenía muy estable; la caída en 1919-1920 obedeció a la crisis generada por la Primera Guerra Mundial. Durante las décadas de 1920 y 1930, la recuperación es de corto alcance; en la época de la Segunda Guerra Mundial el valor de la libra se sitúa en los 4 dólares; en 1950, una nueva caída lo deja en 2,8: la libra esterlina ha perdido ya la mitad de su valor, con respecto a aquel de la dorada época imperial. Y cuando se acaba lo poco que queda del imperio, en las décadas de 1960 y 1970, otro descenso fuerte vuelve a revelar una pérdida de proporción parecida: ahora la libra se cotiza entre 1,3 y 1,8 por dólar, y así llegamos a nuestros días. Sin el imperio, la Gran Bretaña es una potencia más entre muchas otras, justo en proporción a su extensión territorial (244.000 km2) y el tamaño de su población (66 millones de habitantes).

Lo extraordinario del Imperio británico es la enorme potencia económica, política y militar desarrollada desde 1815 hasta 1950. Gran Bretaña era ciertamente la fábrica del mundo: en 1880 exportaba el 38% de los bienes industriales en el comercio mundial; en 1913, el 25%; en 1960 el 14% y en 1973 apenas el 9%. A través de una moderna y compleja red de barcos, puertos, ferrocarriles, telégrafos y teléfonos, su comercio y sus inversiones tenían alcance planetario. Se trataba del triunfo del capitalismo liberal y el libre comercio; los bancos y las empresas británicas estaban presentes en todo el mundo, y como lo describió Lord Keynes, en 1913, un gentleman británico podía desde su club en Londres manejar sus negocios a través de algunas llamadas por teléfono y mensajes telegráficos. Era el mundo de lo que puede llamarse la Pax Britannica. Como bien sabemos, en 1914, al empezar la Primera Guerra Mundial, todo esto voló por los aires, y nunca volvió realmente a recuperarse.

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…lo que sobrevive de la Pax Britannica es un legado cultural, simbolizado sobre todo por el uso del inglés como lengua franca a nivel planetario.

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Hay otros elementos importantes en la configuración del Imperio británico, los cuales han sido esclarecidos, entre otros, por el historiador Niall Ferguson, y que conviene también tener presentes. Todos los imperios necesitan la fuerza de una ideología. Así como el Imperio español se basó en la idea de la cruzada evangelizadora católica, el Imperio británico se asentó bajo la idea de una misión civilizadora providencial, sustentada en el cristianismo protestante, y adornada con otros componentes como el libre comercio, la libre competencia, la ciencia experimental y la filosofía de la Ilustración. Pero la misión civilizadora empujaba a la imposición de la racionalidad europea en pueblos “atrasados” y no ocultaba la convicción de la superioridad racial. Esto queda bien ilustrado por una anécdota; en 1954 Gran Bretaña tenía todavía una importante base militar en el Canal de Suez, con unos 80 mil efectivos; en la estación de tren de El Quantara había diez baños: tres para los oficiales (uno para europeos, otro para asiáticos y otro para gente de color); tres para suboficiales (uno por cada raza); tres para los demás (siempre uno por cada raza) y un último para el pequeño número de mujeres en servicio; como lo subraya Ferguson, aquí todavía sobrevivía, en las entrañas de la vida cotidiana, la vieja jerarquía imperial.

Hoy por hoy, lo que sobrevive de la Pax Britannica es un legado cultural, simbolizado sobre todo por el uso del inglés como lengua franca a nivel planetario. Para los británicos, el fin del imperio no ha sido fácil de asumir, las reticencias frente a la Unión Europea y la persistente idea de que existe una “relación especial” con los Estados Unidos, así lo muestran. Más de un siglo de glorias imperiales y la ilusión del triunfo en la Segunda Guerra Mundial son ciertamente algo difícil de olvidar. Por todo esto, la increíble acumulación de malentendidos, mentiras, ignorancia y manipulación interesada que atraviesan el Brexit, me parece que reflejan también la insoportable nostalgia de una situación imperial que ya no es.

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