Forja

Avanzando hacia el ayer

¿Cómo será la pospandemia? Las políticas desplegadas para hacer frente a la crisis sanitaria han acelerado las tendencias de fondo que ya recorrían la sociedad y preocupaban a la población: incertidumbre, precariedad, maquinismo voraz, relaciones humanas desmaterializadas... Esta transición hacia el capitalismo digital ha sido, en gran parte, dirigida por el Estado. El economisa francés Laurent Cordonnier analiza los estragos de la desigualdad que se agudiza inexorablemente.

Al romper la primera ola del virus, la puesta en cuarentena de media humanidad entre enero y junio de 2020 dio un eco inusual a las aspiraciones latentes de parte de la ciudadanía —dispersas la mayoría, pocas veces decisivas, a menudo derrotadas— tendientes a construir un “mundo de después” que no arrastrara todas las inconveniencias del anterior, y que hasta mostrara algunas virtudes. Un mundo en el que hubiera músicos en las ventanas, menos aviones en el cielo, patos que caminaran tranquilos por las vías de circunvalación, circuitos cortos de comercialización que remendaran lo roto entre campo y ciudad. Un mundo en el que las profesiones fragmentadas por la división capitalista del trabajo brindaran juntas, asomadas por las tardes al balcón, por el trabajo social que realizan durante el día —y también por la noche— todos aquellos que iban a disfrutar, por fin, de un salario a la altura de lo merecido. Un mundo de aire más limpio, que hubiera desterrado el “eres lo que tienes” y donde la sonrisa de la cajera ya no fuera impostada. El periodo de desconfinamiento, y posteriormente la segunda ola del virus, ya han dejado claro que era mucho pedir. La esperanza de un rápido regreso a una vida “normal” pronto suplantó a las demás, y esta “vuelta a la normalidad” ya sería mucho para quienes van a pagar, y por mucho tiempo, el precio más alto por el colapso económico.

¿Significa esto que no queda nada, llegado el invierno, de esas nobles aspiraciones —a veces llevadas a la práctica— que al menos permitieron, a trancas y barrancas, suavizar las fatigas del primer confinamiento? ¿No será posible contar, en el futuro, como se arriesga a hacerlo el Observatoire Société et Consommation (Observatorio de Sociedad y Consumo), con el hecho de que una crisis siempre entraña un “potente efecto acelerador de las tendencias que observábamos antes de que estallara”? “En resumen, esta epidemia parece ‘precipitar’, en un sentido temporal pero también químico, la conocida tensión descrita por (Antonio) Gramsci entre el viejo mundo que se niega a morir y uno nuevo que tarda en aparecer”, analiza el observatorio. Un interregno de todos los peligros que puede generar “los fenómenos morbosos más diversos”, advirtió Gramsci. Desafortunadamente, el nuevo mundo que batalla por nacer aún no ha asomado la cabeza, y no hay garantía de que sea tan nuevo, ni siquiera apetecible. Otro mundo imposible sigue siendo posible.

Desde luego, queda por demostrar que hayamos sacado alguna enseñanza de este interregno forzoso. Este virus al que hemos convertido en portador de la promesa de una humanidad en común, ¿realmente ha conseguido tal acercamiento entre los seres que habitan el ancho mundo, mediante la comunión en este sufrimiento planetario? Todos estos hombres y mujeres enfermos al mismo tiempo por la misma enfermedad, de la India a Guadalupe, de A Coruña a Ciudad del Cabo, de Huesca a Los Ángeles, ¿acaso han provocado que miles de camas de hospital y médicos sean milagrosamente redistribuidos de Norte a Sur y de Oeste a Este? Por el contrario, el movimiento continúa en la dirección opuesta. El Reino Unido, Alemania, Francia, Bélgica o Italia acaparan a los médicos formados en los países del antiguo bloque del Este o del Mediterráneo meridional. Así, “Rumanía perdió más del 50% de sus médicos entre 2009 y 2015, y el éxodo continúa, con un 10% de sus médicos que abandonan el país anualmente. Por su parte, se estima que Eslovaquia habría perdido más del 25% de su personal médico desde 2004. (…) Este triste récord como mayor exportador de médicos lleva a que Rumanía sea incapaz de gestionar la creciente demanda de atención por parte de una población que envejece, y la crisis de la epidemia de COVID-19 hace que la situación sea especialmente alarmante”. Lo mismo sucede en Túnez, donde los médicos solo sueñan con irse. Según el Sindicato General de Médicos de Túnez, casi ochocientos médicos dan el paso cada año.

La pandemia no nos ha acercado unos a otros. Incluso cuando volaban los aviones, ¿hubo de veras acercamiento? Una vez que los aviones quedaron anclados en tierra, ¿sacamos la conclusión de que sobre todo permitían “evadirse” a unos pocos? En menor escala, esta crisis tampoco ha acercado aún al “mundo de la cultura” y al “mundo académico” –que también son artistas del espectáculo en vivo, tan confinados como estos, junto con sus estudiantes y sin mayores miramientos, obligados a distribuir su producción a distancia, frente a sesiones de Zoom que recuerdan nichos funerarios, lápidas dispuestas en filas y columnas, con caracteres blancos sobre fondo negro y rótulos, casi in memoriam, de nombres de pila inverosímiles (Lulú 24, Isham la marmota, Manón del manantial). ¿A quién se le hubiera podido ocurrir, por cierto, semejante símil entre todas estas aulas vacías?

El virus también debía ayudarnos a descubrir nuevamente las virtudes de la organización, como nos invitó el presidente Emmanuel Macron en su “discurso a los franceses” del 13 de abril de 2020: “Sacaremos todas las consecuencias, a su debido tiempo, cuando sea el momento de reorganizarnos”. Sería este, desde luego, un buen momento para salir del fetichismo tecnológico y mercantil en el que están atrapadas nuestras sociedades, que hace que solo se busque este tipo de soluciones —mercantil, tecnológica— cada vez que surge una dificultad.

Hasta la fecha, si hemos conseguido luchar contra el virus, y probablemente evitar cientos de miles de muertes, ha sido por medio de una respuesta organizada. Casi daban en el clavo las palabras, en aquella tarde del 13 de abril: “Tendremos que construir una estrategia en la que encontremos de nuevo la larga duración, la posibilidad de planificar, la sobriedad en carbono, la prevención, la resiliencia, y solo así conseguiremos hacer frente a las crisis venideras”. Unas palabras que ya nos emocionaron el 12 de marzo: “Lo que esta pandemia revela es que existen bienes y servicios que deben situarse fuera de las leyes del mercado. Es una locura delegar a otros nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad para cuidar, al fin y al cabo, nuestras condiciones de vida. Tenemos que recuperar el control…”.

¿“Una locura”, en serio? ¿Acaso se resolvió elaborar un listado de los cincuenta productos industriales que es inconcebible no producir en nuestro territorio (más allá de las mascarillas y el paracetamol), tanto por razones de empleo, de control estratégico de nuestro suministro y de respeto medioambiental? ¿Un listado de cincuenta productos que no puedan ponerse a la venta sin que el 50% de su valor añadido se produzca localmente, como promesa vanguardista de un nuevo orden comercial internacional? ¿Un comercio basado en la reciprocidad entre naciones, que podrían resultar todas beneficiadas sin quedar desprotegidas frente a la exclusiva codicia de un “gran negocio” obsesionado con sus balances?

Nada de esto ha sucedido, por supuesto. Hasta ahora, ningún resorte autorredentor ha venido a impulsar el nuevo mundo hacia un rumbo mejor que el del mundo de ayer. Los “fenómenos morbosos” actuales en nada permiten vislumbrar la eclosión de un campo de amapolas sobre el fértil mantillo de la crisis.

Para el big business, que ha contado con el generoso sostén de los subsidios públicos y de la exoneración de sus costes laborales —porque a la mano de obra se la manda al paro, como en Estados Unidos, o se la auxilia con medidas de trabajo parcial asumidas colectivamente, como en Francia—, parece que aún no ha llegado la hora del juicio final. El índice Dow Jones, que resume el valor bursátil de las treinta mayores empresas estadounidenses, cayó un 35% del 21 de febrero al 20 de marzo de 2020 (una atmósfera de fin del mundo). Este se ha recuperado notablemente desde entonces, batiendo incluso récords históricos en diciembre y consolidando un aumento del +70% en cinco años.

Es cierto que los actores financieros no siempre formulan una previsión racional acerca de los beneficios que obtendrán en los próximos diez años las empresas cuyas acciones compran: ¡tres días antes de que el banco de inversión Lehman Brothers se declarara en quiebra el 15 de setiembre de 2008 sus acciones aún valían 3,65 dólares! Pero, de ahí a concluir que los comandantes del Titanic de las finanzas no vean, a menos de una milla náutica, el iceberg A-68A que bloquea el Estrecho de Gibraltar, sería probablemente porque van pasados de vueltas. Desde el crack de marzo de 2020 les ha dado tiempo a ajustar el catalejo, mejorando la efectividad de la distancia focal.

En este casino que, pese al confinamiento, permanece abierto día y noche, los valores tecnológicos van viento en popa. El índice Nasdaq ha subido un 43% en los últimos doce meses. Merece la pena ajustar aún más la focal de esta bola de cristal para ver el “mundo de después” que nos promete. En el año 2020, la acción de Google gana un 32%, la de Facebook, un 36%, la de Amazon, un 79%, la de Apple, un 82%, y la de Zoom, un 515% (a pesar de una caída del 30% tras el éxito anunciado de los ensayos de proyectos de vacuna).

El 10 de diciembre de 2020, la acción de Airbnb, que apenas empezaba a cotizar en bolsa al precio de $68, saltó a $145 (es decir, +113%), lo que sin duda demuestra que no sucumbirá al virus nuestra necesidad de “acercarnos”, en Boeing y mediante escapadas a ciudades turísticas (city trips) con alojamiento en casa de particulares (quienes se habrán ido, por su parte, a atender a sus propios menesteres o habrán sido expulsados).

El día anterior, la salida a bolsa de DoorDash, una empresa especializada en reparto a domicilio de comidas y compras, tomaba el mismo ascensor (+86%). Y Deliveroo o Glovo, ese tipo de empresa que seguro que comparte sus rendimientos bursátiles con sus repartidores, quienes con una mano entregan en los chalés de la periferia magret de pato recién cocinado (¡que vivan los circuitos cortos!), y con la otra van luego a reclamar su propia ración de comida a los Restaurantes del Corazón. Deliveroo, decíamos, crecía un 76% desde mediados de enero de 2020.

Casi merecerían compasión los accionistas de Pfizer, a quienes tan poco les ha beneficiado mucho el anuncio de las tasas de eficacia de su vacuna contra el virus. Pfizer, empresa industrial nacida en el siglo XIX, lastrada por sus fábricas e infraestructuras de otra época (cuarenta y nueve centros de producción en todo el mundo), sus trabajadores, sus investigadores, sus frigoríficos capaces de alcanzar los 70° Celsius bajo cero…, obligada a negociar sus precios con las autoridades públicas. Una empresa del mundo de ayer, cuyo éxito solo habrá servido para despejarle la pista al mundo que vendrá, ese sobre el que nos informa el digital económico Business Insider France.

Tras los anuncios de Pfizer, “la cotización de las acciones norteamericanas ha subido. Las industrias más afectadas por el virus, en particular aerolíneas, hoteles y organizadores de cruceros, han visto dispararse sus acciones en las transacciones de Wall Street. Por el contrario, las empresas que prosperaron con el confinamiento y las prolongadas actividades de ámbito doméstico se dieron un batacazo. DocuSign, Peloton y Wayfair cayeron cuesta abajo, junto con Zoom y otras empresas, al apostar ahora los inversores por una vuelta al mundo de antes. […] Esta caída de las acciones stay-at-home (“quédense en casa”) reproduce un patrón ya observado tras la publicación de otras informaciones positivas sobre la vacuna”.

No tengamos la menor duda de que solo se trata de un bache momentáneo. Durante la crisis sanitaria, la sociedad “completamente digital” ha recibido un tremendo espaldarazo global, cuyo efecto trinquete se convertirá en un nuevo trampolín. Para las grandes empresas que ya — mucho antes del teletrabajo — pusieron nuestras vidas a distancia, haciéndose con nuestro tiempo, nuestros datos personales, nuestro dinero, nuestra esfera doméstica, nuestra autonomía, nuestro personal de ventanilla, nuestras consultas médicas, nuestra enseñanza, nuestros restaurantes, etc., el dominio total de nuestras “vidas sin contacto” ya va por descontado. Ha dejado de ser opcional.

En este mundo de después que ya está aquí, las acciones stay-at-home —un término bastante socorrido mientras se va elaborando un índice bursátil “cuco” de valores caníbales y depredadores— son solo un segmento de esos “valores” que organizan nuestras vidas separadas. Valores cuyos resortes son nuestro aislamiento, conseguido ya con la sociedad de consumo (la cual ha asentado nuestro solitario cara a cara con la mercancía), la vampirización de las actividades económicas del viejo mundo y el desplazamiento de las puertas de nuestras casas, tiendas, escuelas, consultorios médicos, administraciones, bibliotecas, periódicos, salas de conciertos, etc., hacia los nuevos “portales” distribuidos a lo largo de la cada vez más tupida red de sus plataformas de Internet.

En el aplanado campo de juego de la competencia global “libre y no distorsionada”, no todos recibirán el mismo trato. Pese a los esfuerzos de los gobiernos de los países más ricos por limitar su amplitud, llegará el día del cataclismo anunciado para los pequeños comercios, restaurantes, salas de espectáculos, pequeñas empresas de apoyo al turismo, a la cultura, a la organización de eventos y a la comunicación, etc. Para los 3.500 black cabs londinenses que desde junio han abandonado la ciudad rumbo a los “cementerios de taxis” de la periferia, amontonados ahí en medio de la maleza y la basura, y para sus conductores, sin recursos ya para pagar la cuota a las empresas privadas a las que alquilan sus vehículos por más de 300 euros semanales, el viaje de ida probablemente no tendrá retorno. El coronavirus habrá acelerado su quiebra, que iba ya por buen camino con la “uberización”.

El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) y Save the Children han calculado que, en el curso del año 2020, el número de niños que viven en familias pobres (según el umbral establecido por cada país) habrá aumentado en 142 millones hasta alcanzar los 715 millones (el 38,4% de los niños del mundo). En los países ricos, el aumento de la pobreza también supone una amenaza, especialmente para aquellos que ya estaban entre los más precarios. En Francia, Louis Cantuel, responsable de las relaciones internacionales de los Restaurantes del Corazón, estima que el recurso a la ayuda alimentaria ha aumentado “en más de un 30% en las grandes metrópolis durante el periodo de confinamiento. […] Estamos ante una situación que perdurará más allá de la crisis sanitaria”, lo que podría estar anunciando un “desvío duradero hacia la pobreza”.

El viejo mundo definitivamente no quiere morir, y más que nunca expone sus cicatrices a los ojos del nuevo, que tampoco es tan nuevo. La crisis sanitaria las pone bajo la lupa. Frente a estos peligros, la mayoría de los cuales aún están por llegar, el “cueste lo que cueste” del presidente Macron ya parece desvanecerse frente a los cánones de la ortodoxia presupuestaria: el 17 de noviembre de 2020, la Asamblea Nacional francesa aprobó una primera ley de finanzas para 2021 que prevé volver por debajo del umbral del 3% de déficit público para 2025. Con la promesa de no subir los impuestos. Un “regreso a la normalidad”, al fin y al cabo.

Le monde diplomatique

Suscríbase al boletín

Ir al contenido