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Anécdotas personales con Lala Solá

De su memoria prodigiosa, su talento de amanuense y su pluma privilegiada, Carlos Salazar Ramírez recoge, en una serie de anécdotas con algunos personajes costarricenses, pasajes de la exagerada existencia de Eulalia Solá, algunos de los cuales reproducimos a continuación.

Eulalia Solá Borrell fue una mujer conocidísima en aquel San José que transcurrió entre 1930 y 1970. Todos la llamaron con el diminutivo Lala. Lala Solá, de padres catalanes, cuando le convenía se declaraba española, y cuando le era ventajoso, costarricense.

De sus progenitores heredó una gran fortuna, la que dilapidó en poco tiempo a causa de su estilo de vida insólito, extravagante y peregrino.

Habitó un lujoso domicilio en el Barrio de Amón. Y después en muchas pensiones y modestas casas de huéspedes, siempre en minúsculos cuartos, llenos hasta el cielo raso con sus magníficos libros. Empero, nunca se quejó de las vicisitudes de su suerte.  “Cuando yo vivía en la opulencia…” decía algunas veces con humor.

De elevada estatura, muy bella en su juventud, blanca y de tersa piel, vestía con

la mayor sencillez y opinaba que “es mejor andar rota que remendada”.

–Mirá –explicaba: si andás roto, van a decir que sos descuidado. Pero si andás con remiendos, van a creer que sos pobre.

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Y a propósito:  Cierta vez, viéndose sin dinero, puso a la venta el suntuoso mausoleo de mármol italiano –situado en el Cementerio General– donde descansaban quienes la trajeron a este mundo. Encontró un comprador quien amablemente le dijo:

–Doña Lala, le daré el tiempo necesario para que usted pueda exhumar a sus señores padres y los traslade a otro lugar…

–¡Ah, no –replicó ella de inmediato: yo vendo a puerta cerrada!

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En 1948, durante la Guerra Civil, Lala Solá tuvo, ¡naturalmente! una señalada participación. Ella, fogosa “caldero-comunista”, condujo “yipones” cargados de combatientes y alimentos rumbo a los campos de batalla; o de armas, municiones y otros pertrechos; o de mensajes militares que no debían enviarse por radio, o…  mientras se detenía en ocasiones en alguna pulpería perdida en la noche para echar un trago y “espantar el diablo”.

En algún momento se dispuso lanzar un ataque aéreo. Pero como no se disponía de aviones de combate, se resolvió abrir un agujero en el piso de un DC-3 de pasajeros para dejar caer por él las bombas de fabricación casera. Pero tampoco se presentaba un voluntario para hacer de artillero. Entonces Lala –desde luego–, con su voz estentórea, exclamó:

–¡Lo que pasa es que aquí son unos ‘pelmas’! ¡Les voy a demostrar que yo soy más  valiente que todos ustedes juntos!

Y así diciendo, se hizo amarrar por los tobillos a alguna parte del aeroplano, y de esta manera, boca abajo y con medio cuerpo sobre el abismo, dejaba caer las bombas en las  posiciones enemigas cada vez que el aviador se lo indicaba…

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La situación política tornaba más calurosa nuestra ya tropical situación geográfica. Se sucedían –como las cartas de una baraja en juego– los días de 1965, y la campaña que hizo presidente de Costa Rica al profesor José Joaquín Trejos estaba en la cumbre de su actividad.

Lala, para quien ver a un liberacionista era “como encontrarse con el mismísimo demonio”, y siendo una de las personas más “politiqueras” del mundo, le rogó a un amigo la llevase en su automóvil a la –en aquel tiempo– plaza de Barrio México, en donde iba a efectuarse una concentración del partido que, como se dijo, poco después triunfaría.

En la plaza “no cabía ni un alfiler”. Y entre clamores, aplausos, “vivas”, gritos –que a veces alaridos– las exaltadas arengas en la tribuna eran aclamadas hasta el delirio.

Lala, de medio a medio en la multitud, estaba también de medio a medio en el éxtasis…

Al fin le llegó el turno al candidato presidencial. Don José Joaquín no era un político, no era un orador de plaza pública: era un profesor universitario, un hombre de gallarda presencia y de maneras y vocabulario muy distinguidos.

En cierto momento de su alocución (que era como estar en una conferencia en el Alma Mater), don José Joaquín, refiriéndose –elegantemente– al Partido Liberación Nacional, profirió la siguiente frase:

–… Y es que nuestros opositores…

Entonces Lala, a unos quince o veinte metros de la tribuna, y usando las manos a manera de altavoz, gritó con fuerza:

–¡Profesor… no se dice “nuestros opositores”… se dice “esos hijueputas”…!

El rostro de don José Joaquín enrojeció de turbación… pero Barrio México estalló en diez mil carcajadas.

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De visita en Costa Rica, se anunció una conferencia que daría el poeta, filólogo y director de la Real Academia Española don Dámaso Alonso. El acontecimiento tendría lugar en el Instituto Costarricense de Cultura Hispánica, cuyo director era el distinguido novelista don José Marín Cañas.

Y Lala Solá, amante de las letras –como ya hemos visto–, asistió con unos amigos a la disertación.

Aquella noche el Instituto –que ocupaba un atractivo edificio cercano al Parque Morazán, y hoy en completo abandono– se veía repleto de damas y caballeros elegantísimos que hablaban en voz baja, luciendo joyas resplandecientes ellas e italianas corbatas de seda ellos.

Al entrar Lala al vestíbulo, con unos zapatones deslustrados, vistiendo una falda lanosa de color inexpresable y un suéter con desgarrones, su voz resonante exclamó:

–¡Que Dios me perdone, por entrar a este antro de franquismo!

Docenas de bocas abiertas y ojos incrédulos se volvieron hacia ella.

El salón de conferencias estaba ya “de bote en bote”, cuando la antifalangista ingresó. Así, viose obligada a ocupar uno de los últimos asientos, lejos del orador, el cual peroraba en voz muy baja.

–¡Hable más fuerte, don Dámaso! –resonó de nuevo el clamor de Lala.

Se produjo de nuevo un estupor general, incluyendo el del ilustre ocupante de la cátedra.

Al terminar la docta conferencia y a la salida del Instituto, por tercera vez oyóse la voz de la apasionada asistente, mientras con fuerza se pasaba las manos en forma repetida a

lo largo de las mangas de su suéter:

–¡Hay que sacudirse el polvo de la hispanidad…!

A sus acompañantes les hubiera gustado desaparecer…

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“Quien vive más de una vida

                                                                                                            debe morir más de una muerte.” 

OSCAR WILDE

Yo he hecho todo lo que se puede hacer en este mundo, dijo alguna vez a sus amigos Lala Solá.

Fue la más frenética, la más indómita “existidora” imaginable. En consecuencia no temía la muerte, desde el momento en que  no iba a privarla de algo desconocido: sabía como nadie qué es vivir. Hubiera podido expresar: “No me importa morir porque nada nuevo podrá ir a mi encuentro.” ¿Era una buena o mala “moridora”?

Generalmente se teme el momento de fallecer, pero no lo que ocurra después ya que el Paraíso espera.

Pero Lala no era creyente. Los momentos de su vida eran sus Dioses. Es posible tal vez afirmar que después de una “ceremonia” experimentaba un aparente fin. Como la consumación de una misa católica. Murió entonces muchas veces. Quienes la conocieron sentían en sus reconditeces esta actitud.

Aunque la partida definitiva aconteció en 1973. Sola. Fue inhumada en el Cementerio Calvo, en un lugar ignorado y sin una lápida con su nombre. Sus muchos amigos –y enemigos– se enteraron no pocos días más tarde del punto final que ella puso luego de la última aventura de sus días.

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