País

Pandemia obliga a los nicaragüenses a una doble resistencia en Costa Rica

Huyeron en 2018 pensando solo en unas semanas. Ya llevan dos años y medio y la pandemia les quitó lo poco que habían armado, pero solo algunos volvieron a su país. Otros 65.000 entre miserias esperan respuesta la solicitud de refugio.

Cuando Yéssica Meza y su esposo Yamil Gutiérrez vieron necesario huir de Nicaragua, en agosto del 2018, tardaron solo horas en preparar el viaje a Costa Rica. Una mochila cada uno y un edredón que, sin saberlo, se convertiría el colchón para muchas noches.

Tenía entonces 26 años, estudiaba química y trabajaba para los dueños de una farmacia, a quienes dijo que solo saldría unos días y volvería, que no la sustituyeran. Eso fue hace dos años y medio.

En su mente estaba salir solo 15 días mientras se apaciguaba la Nicaragua que había estallado en abril de 2018 y ya había expulsado a muchos, matado a otros, detenidos a tantos y perseguido a cualquiera que se atreviera a oponerse al gobierno dictatorial de Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo.

Así viajaron a Costa Rica, el refugio primario de decenas de miles de nicaragüenses, pero pronto vieron que no iban a ser solo dos semanas. Pensaron que estarían los tres meses que les habilitaba la visa turística, que iba a ser duro mantenerse sin dinero, pero que las noticias desde Nicaragua lo hacían indispensable. La abuela de Yamil se lo dejó muy claro: “no te vengás, mi niño, ni aunque yo me muera”.

“La respuesta siempre retórica. Tenemos un discurso fuerte contra la dictadura y está bien, pero en la práctica hay casi 60.000 solicitantes de refugio que no tienen el estatus. Eso no puede ser, es inhumano y no sé por qué no presionamos más por fondos internacionales para recibir apoyo. No estamos haciendo lo que tendríamos que hacer. Deberíamos poner más atención a Nicaragua que a Venezuela”. Lina Barrantes, directora ejecutiva Fundación Arias

Así llegó el momento de vencimiento de la visa, de la solicitud de refugio, la Navidad del 2018, el aniversario del estallido en Nicaragua, los cumpleaños, la Navidad del 2019… La pareja oriunda del municipio Tipitapa, en Managua, se había convertido en exiliada sin apenas darse cuenta, viendo cómo cada día les otorgaba una condición que ellos no se habían planteado jamás, pero faltaba un golpe mayor: la pandemia en un país ajeno.

Jessica y sus compatriotas perdieron opciones laborales como cualquier otro trabajador vulnerable, pero sin red de apoyo a la que acudir, sin poder mudarse a la casa de los papás ni pedirle ayuda a un hermano o un préstamo al tío, sin poder pedir ayuda estatal y sin certidumbre migratoria. Con el cierre de las oficinas de Migración, los carnés de solicitud de refugio se renovaron automáticamente, sí, pero el plástico decía una fecha ya caducada y eso era lo que leían en los posibles trabajos, en las ventanillas de recepción de remesas o en el seguro social. En la práctica, eran migrantes con papeles, pero sin derechos.

Pocos se devolvieron a vivir en su país sin que nada hubiera cambiado, dice Claudia Vargas, socióloga y refugiada nicaragüense que trabaja en la Fundación Arias atendiendo la situación de sus compatriotas. Ahora hay 65.000 nicaragüenses que sin comida suficiente y sin techo seguro esperan una resolución de la Dirección de Migración y Extranjería. Solo 4.000 nicaragüenses solicitaron desistimiento de sus procesos en el 2020, según cifras oficiales.

“Nos hemos convertido en la resistencia en dos sentidos. Resistir a la opresión en Nicaragua y resistir a la vida aquí, sin saber con qué vas a vivir la semana siguiente ni donde vas a dormir”, contó Vargas, sin dejar de mencionar el contexto de xenofobia que se exacerbó en una parte de la pandemia, cuando se culpaba a nicaragüenses de diseminar el coronavirus.

Muchos viven hacinados en casas pequeñas, en habitaciones prestadas o en las conocidas “cuarterías”, en condiciones más que insalubres. Las ayudas de las iglesias, fundaciones y voluntarios se han reducido también, tanto como las oportunidades de conseguir un empleo.

Por eso a Jessica le costó dejar su trabajo de cuidar y asear a una señora con alzheimer por 3.000 colones diarios. En parte era porque no entendía bien cuán abusivo era ese monto y en parte porque tenía que agarrar lo que fuera, soportando incluso acoso sexual del esposo de la mujer. Yamil ya había perdido el trabajo de guarda de seguridad y no imaginaban convertirse en emprendedores como lo son ahora, aunque no sin dificultades, claro.

Jessica y su marido pensaron en regresar a su país, pero lo descartaron de inmediato. Solo algunos se animaron. “No es masivo el regreso. No hay datos, pero algunos sí volvieron porque tenían un perfil político bajo”, cuenta Claudia. Dirigentes del movimiento campesino, activistas de derechos humanos, líderes de los movimientos universitarios aún siguen en Costa Rica, a pesar del deterioro de sus condiciones de vida.

“Acnur reconoce los desafíos para el país, porque sabemos que Costa Rica es un país pequeño y han sido más de 100.000 nicaraguenses buscando refugio. Hemos hecho llamados a que se comparta la responsabilidad a nivel internacional y haya mayor solidaridad. Se necesita más visibilidad”. Jean Pierre Mora, vocero de ACNUR en Costa Rica

Una encuesta realizada en agosto del 2020 por Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) reveló que, antes de la pandemia, disfrutar tres comidas diarias era una realidad para el 77% de los nicaragüenses refugiados o solicitantes de refugio, pero que después solo el 23% accedía a los tres tiempos de alimentación diaria. Pese a ello, el 73% pensaba mantenerse en Costa Rica. El 11% tenía familiares que habían intentado regresar, pero solo uno de cada 10 lo había logrado, según el estudio hecho sobre entrevistas realizadas por teléfono.

“Siempre hemos dicho que entendemos que la situación puede ser desesperante en el país de acogida, pero hemos advertido que las amenazas en Nicaragua siguen ahí”, dijo a nombre de Acnur su encargado de Comunicación, Jean Pierre Mora.

El subdirector de la DGME, Daguer Hernández, acepta que la pandemia permitió visibilizar el estado de precariedad de la gran mayoría de migrantes nicaragüenses que huyeron en la emergencia del 2018, aunque entre los solicitantes de refugio también hubo personas que no necesariamente corrían peligro. A casi 5.000 les han denegado el estatus y probablemente han regresado, dijo el funcionario.

No es el caso de Jessica. Ella y su marido resisten en una casa que alquilan en Calle Blancos, Goicoechea, con lo que les va dejando el negocio de los frescos de cacao y la fabricación de pinolillo con una pyme ya inscrita. Antes de la pandemia vendía ocho galones de fresco por semana, pero las medidas sanitarias han impedido actividades públicas dónde venderlas. Ahora insisten y resisten en algunas ferias y con ventas por redes sociales.

“Aquí vamos viviendo al día, pero ya no tenemos un plazo para regresar. Allá las cosas siguen igual y nos toca resistir aquí”. Al menos tienen la esperanza que no tenían hace un tiempo cuando fueron a vender enchiladas a los trabajadores que construían el nuevo edificio de la Asamblea Legislativa y acabaron sentados llorando en el Parque Nacional, antes de devolverse caminando y repartiéndolas regaladas entre la gente de la calle.

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