El domingo 9 de abril de 2023 una niña recién egresada de la escuela caminaba sola por la calle en un pueblo montañoso de Cartago, cuando un hombre con el rostro cubierto pasó rápido y le arrebató lo que parecía una muñeca, pero la escena era la continuidad de una tragedia.
La niña había quedado embarazada a los 11 años y esa que le arrebataron no era un juguete, sino su hija Keibril, de 10 meses de edad. El hombre era en apariencia el padrastro de la pequeña madre y presuntamente su violador, padre biológico de la bebé, presume la policía. Él vivía con ellas hasta que fue detenido como principal sospechoso de la agresión sexual a la hija de su pareja. Los policías lo capturaron un día después de haberse llevado la niña que tuvo con la menor para evitar un examen de confirmación de paternidad que lo habría incriminado directamente, según la hipótesis de las autoridades judiciales.
En aquel momento, se organizaron grupos de búsqueda de hasta 200 personas entre vecinos, familiares, policías y socorristas que recorrieron cultivos y caseríos para intentar hallar a la bebé. El país miraba en vilo.
Ahora el sospechoso, que estuvo preso años atrás por venta de drogas, cumple prisión preventiva mientras avanzan las investigaciones. El Patronato Nacional de la Infancia (PANI) tomó a su cargo el cuido de la madre adolescente y de sus hermanos, aunque la autoridad no detalla si están en un albergue, en un hogar con familiares o atendida por una ONG aliada. Sobre la bebé cuya fotografía inundó las páginas de la prensa por varias semanas, nunca se supo nada. Casi 10 meses después el estado de la niña sigue siendo un misterio. Nadie puede asegurar que la pequeña Keibril esté viva. Todo ello en medio de una fuerte presión política sobre el PANI por supuesta negligencia en la atención de la niña madre después de que en su colegio advirtieron que estaba embarazada, cuando ella era aún una más de las muchas menores anónimas que conviven con su depredador.
Aunque la historia ha desaparecido de los medios y la opinión pública, seguramente habrá publicaciones nuevas al cumplirse un año el próximo 9 de abril, o antes, en marzo, cuando se acabe el período de prisión cautelar del sospechoso y quizás pueda salir libre, mientras continúan las investigaciones. “Al pueblo que no vuelva”, dice una vecina comerciante. “Si llega aquí le va a ir muy mal”, nos dice otra lugareña que pide ocultar su nombre y que recuerda los rumores que había sobre abusos sexuales en el domicilio de esa familia.
El caso que consternó al país, y llegó a ser tema en las conferencias de prensa del presidente Rodrigo Chaves, sirvió para recordar a la población que los abusos sexuales infantiles siguen ocurriendo con los factores habituales, pero ahora agravados y a la vez disimulados por un cóctel de emergencias contemporáneas: los efectos sociales de la pandemia, el debilitamiento del sistema de protección estatal y un contexto de violencia y drogas convertido en el principal problema nacional.
“Historias graves como esa de Cartago hay muchas y así de impactantes, día a día, pero todo esto ocurre en silencio”, asegura Andre Guerrero, trabajadora social en el Hospital Nacional de Niños y profesora universitaria de cursos sobre niñez, derechos humanos y violencia de género.
Con ella coincide Óscar Valverde, director de la Fundación Paniamor, que trabaja con la niñez y la psicóloga especialista Ana Lorena Rojas Breddy, quienes más bien se sorprenden de este reportaje sobre los abusos sexuales infantiles. “Hace mucho tiempo, esta sociedad dejó de hablar de esto, como que se silenció”, dijo Valverde, a pesar de observar un aumento de las condiciones de riesgo para niñas, niños y adolescentes, sin que el Estado muestre señales de tener capacidad de respuesta.
Silencio y alarma
“Es alarmante, sigue siendo alarmante”, describe Tatiana Mejía, coordinadora del departamento que recibe denuncias en el PANI sobre situaciones de riesgo contra niños, niñas y adolescentes. Costa Rica ha ratificado los convenios internacionales de protección de la niñez y, desde hace décadas, logró construir una estructura formal para ello, pero los resultados se quedan cortos.
Durante el 2023, el servicio de información del PANI captó, mediante la plataforma 911, 3.494 reportes de diversos abusos de tipo sexual contra menores de edad, un promedio de casi 10 denuncias por día, entre una población de 1,2 millones de costarricenses. La cifra reportada es similar a la de cada año en el último quinquenio, salvo en 2019 y 2020, cuando el registro superó los 4.200 casos.
Las cifras desbordan la capacidad institucional, pero todos los especialistas concuerdan en que son solo la punta de un iceberg. En el Poder Judicial, las denuncias contra adultos llegaron a casi 8.000, en el 2022, por delitos diversos de abusos sexuales contra niñas, niños o adolescentes, difusión de pornografía y corrupción de menores. A ello se le deberían sumar otros como violación a proxenetismo, cuyas vícitmas pueden ser mayores de edad o menores, pero los datos oficiales no están desglosados por edad de la vícima. La cifra solo se ha superado antes en 2018 y 2019, con casi 8.600 y 9.800 causas respectivamente. Hay que señalar, además, el consenso que existe en que los procesos judiciales por delitos sexuales contra menores siguen siendo revictimizantes, intimidatorios y demasiado largos, lo que provoca que muchos queden en el camino.
“Los abusos sexuales contra menores suelen estar entre los cinco delitos que más se denuncian. A esos súmele los casos que nunca llegan aquí”, reconoce Xinia Fernández, encargada de la Secretaría Técnica de Género y Acceso a la Justicia, un departamento del Poder Judicial. Sobre la proporción posible de víctimas por cada una que acude a la justicia hay criterios diversos: en el PANI carecen de esa referencia y la trabajadora social del Hospital Nacional de Niños advierte que es difícil proyectar algún grado de certeza por la complejidad de factores. Sin embargo, en Paniamor mencionan estimaciones teóricas que indican que hay diez casos por cada uno reportado a las autoridades.
Los factores en Costa Rica no distan de otras condiciones de la región centroamericana. Están los patrones socioculturales machistas, el adultocentrismo y el ejercicio enfermizo del poder, además de la vulnerabilidad social, malas conductas sexuales heredadas o el deterioro del tejido familiar, comunal y social, explican especialistas consultados para este reportaje.
Costa Rica, sin embargo, también tiene condiciones propias. El país es destino de casi 3 millones de turistas cada año y no todos llegan con el objetivo de disfrutar la naturaleza. Hay zonas costeras donde la explotación de adolescentes con fines sexuales es habitual, un delito que se denuncia poco porque suele ocurrir con el permiso o la participación de padres o encargados, explica un policía de Jacó, un pueblo del Pacífico Central, donde son conocidos algunos hoteles o bares para esos contactos. “En diciembre, atendimos el caso de una chica de 14 años que estaba con un extranjero de 66 años y, cuando llamamos a su mamá, esta dijo que él es un amigo de la familia, pero no sabía ni su nombre ni de dónde era”, dice el oficial que habló bajo anonimato. Aun así, el PANI recibe en promedio 200 denuncias anuales por explotación con fines sexuales.
Otra novedad del país, aunque no exclusiva, es el efecto del confinamiento por la pandemia de COVID-19. En 2020, las escuelas y colegios cerraron sus puertas durante 175 días, un plazo mayor al promedio internacional, lo que distanció a los estudiantes de los educadores y anularon la capacidad de estos de detectar síntomas de abusos sexuales en el hogar. “Los niños quedaron en la casa con el lobo adentro”, ilustra la psicóloga Rojas, que señala también una caída de denuncias en ese período.
Los datos del Poder Judicial referidos a delitos sexuales cometidos por adultos contra menores cayeron cerca del 30% entre 2019 y 2020, pero ningún especialista entrevistado para esta publicación plantea que ello obedezca a una menor incidencia de agresiones sexuales. La cifra volvió a subir después del año más fuerte de la pandemia, llegando a los mencionados 8.000, en 2022, entre los que se incluye la violación de la niña de Cervantes que parió a su bebé en julio de ese año y le fue arrebatada 10 meses después. En el Poder Judicial no hay aún datos consolidados de 2023, pero seguro compartirán con los años anteriores una información conocida: la mayoría de denunciados son hombres (94% en 2022) y la mayoría de víctimas son mujeres (86%).
Contexto de drogas
Desde la pandemia también se deterioró aún más el modo de vida de los estratos más pobres del país, un factor que ha alimentado a organizaciones de crimen organizado. La nueva ola de violencia hizo a Costa Rica alcanzar, en 2022, un récord de homicidios y, en 2023, superarlo en un 38%. La mayoría de estos asesinatos obedecen a la pelea entre bandas del narcotráfico, una actividad que, en años recientes, ha crecido en Costa Rica por ser punto de trasiego, bodega y plataforma de exportación a países ricos, pero también mercado consumidor. Es decir, en el país se consumen ahora más drogas. Y aunque la discusión sobre el narcotráfico ha sido abundante, hasta ahora ni se asoma en el debate nacional un señalamiento que para los expertos es lógico: todo esto también puede estar aumentando los abusos sexuales infantiles.
Muchas de las agresiones sexuales ocurren relacionadas al consumo de licor o drogas de los perpetradores o de los cuidadores, advierte Andre Guerrero. Las dinámicas de poder violento de los grupos narcotraficantes también pueden atrapar a menores de edad, convirtiéndolos en víctimas de aquellos o victimarios entre ellos mismos. “Hemos recibido casos de una chica abusada por sus compañeros del colegio”, cuenta la trabajadora social del Hospital de Niños, en alusión a espacios educativos en donde las demostraciones de fuerza violenta también han crecido relacionadas a las bandas criminales. Como dijo, riéndose, un alumno quinceañero de un instituto de secundaria en la zona del Caribe: “el que es malo y quiere demostrarlo tiene que meterse con las güilas (chicas)”, recuerda Guerrero.
El problema adicional es que, cada vez, hay más razones para temer denunciar lo que ocurre en la casa del vecino, coinciden los expertos consultados. “Hay personas suficientemente sensibilizadas con ese flagelo que sufren los menores, pero es comprensible que sientan temor de denunciar, incluso de manera anónima”, acepta Tatiana Mejía, del PANI, institución preparada para captar reportes por el servicio de emergencias 911 y para contactar a denunciantes o víctimas por vías digitales.
Pero las consecuencias de la ola de violencia no acaban ahí, pues para muchas familias de barrios vulnerables la prioridad está puesta en la sobrevivencia y la seguridad material, no en el resguardo de la integridad de los menores, advierte Óscar Valverde, de la Fundación Paniamor. “Si la presencia de todos esos factores aumenta, es de esperar que aumente la incidencia (del abuso sexual infantil) aunque casi no se hable del tema, como si se hubiera erradicado”, comenta. También puede estar incidiendo una corriente cultural de rechazo a la intervención del Estado en la educación sexual por parte de organizaciones conservadoras y movimientos políticos que han hecho suyo el lema “A mis hijos los educo yo”. Esto promueve priorizar la protección de los espacios privados de la familia, “como si todos los hogares fueran maravillosos y no (en algunos casos) un espacio de alto riesgo para niñas, niños y adolescentes”, añade el director de Paniamor.
En el pasado hubo campañas de prevención de abuso sexual infantil. Costa Rica ha sido un país progresista en la defensa formal de derechos de la niñez, con una institucionalidad creada para la protección infantil y redes de organismos que trabajan con apoyo del Estado. Ha logrado disminuir el embarazo infantil, ha desplegado programas sobre sexualidad en las aulas y ha ido incorporando en el aparato legal los delitos de índole sexual con campañas de sensibilización de funcionarios.
Las manos cortas del PANI
El esfuerzo ha sido relativamente alto, pero se ha visto sobrepasado y, actualmente, las limitaciones son aún mayores. “Las capacidades estatales para el resguardo de la niñez y la adolescencia están en un estado crítico”, comenta Andre Guerrero en referencia a los recortes de recursos para las instituciones involucradas en el área social y, especialmente, en niñez.
“El PANI tiene que pelear todos los años para que no le quiten el presupuesto”, resume Valverde desde la organización privada Paniamor. En la entidad estatal hay conciencia de ello: “Lamentablemente en los últimos gobiernos, incluido el actual, la protección de la niñez no ha sido una prioridad. Son decisiones políticas”, dice Mejía en referencia directa a la administración central. Reporta que se ha reducido el dinero para terapias, para becas de madres adolescentes, para las familias que acogen a menores agredidos, para las unidades móviles que se desplazan a las regiones y para la alianza con organizaciones privadas que trabajan con niños, niñas o adolescentes. El aparato estatal costarricense ha sufrido, desde 2018, los efectos de políticas de austeridad que han golpeado sobre todo a entidades del sector social, como el PANI. La prioridad del Gobierno sigue puesta en el equilibrio fiscal y el crecimiento de la economía, aunque sea con el modelo inequitativo actual.
El Poder Judicial también ha sufrido recortes, pero no son estos los que explican los problemas en la atención de las denuncias de delitos sexuales contra menores ni en los procedimientos para condenar a los culpables, advierten los expertos consultados. Cada año, hay aproximadamente una sentencia por cada siete denuncias de delitos de este tipo y poco menos de la mitad de los juicios acaban sin una condena, aunque sea muchos años después. Cientos de denunciantes desisten en el camino y muchos expedientes se cierran porque la víctima no logró dar un testimonio en las circunstancias restrictivas establecidas por el sistema. El Hospital de Niños registró el caso de una niña de seis años que sufrió abusos sexuales múltiples en 2017. Presentó la denuncia y no fue hasta mitad de enero de 2024 cuando llegó la cita para celebrar el juicio. Sin embargo, unos días después anunciaron la cancelación hasta nuevo aviso. Ahora, la víctima es adolescente y el hospital ve difícil retomar el caso.
La cifra de denuncias es un indicador, aunque se trate de un subregistro, dice Ana Lorena Rojas. Critica la falta de sensibilidad en el sistema judicial, la lentitud y la “decepcionante” cantidad de casos que llegan a una condena. “La preocupación es extrema y, a menudo, las personas salen de ahí con la sensación de no obtener nada”. Una de sus pacientes, en una ocasión, dijo a la psicóloga judicial que el padre le tocaba los genitales, pero en el momento de grabar el testimonio la niña se intimidó y, en segundos, se acogió al ofrecimiento de la jueza de no declarar. El caso se desestimó a pesar de lo que la chica había contado ya.
El proceso sigue siendo demasiado largo y causante de dolor adicional para las víctimas, por lo que muchas crecen y no quieren volver a saber de él, admite Xinia Fernández, jefa de la Secretaría Técnica de Género en el Poder Judicial. Asegura que ha habido avances en métodos de sensibilización del personal, pero reconoce problemas concretos como la ausencia de representación legal gratuita para quienes denuncian delitos sexuales. “Hay que aceptar que sigue siendo muy intimidante el sistema judicial para una persona menor de edad”, advierte la funcionaria que comenzó a trabajar hace 30 años en hogares de acogida infantil.
Fernández enfatiza, como hicieron otros expertos, en la necesidad de más apoyo de instituciones públicas, incluidas las que atienden a población en situación de pobreza, que golpea al 40% de los niños, niñas y adolescentes en Costa Rica. Sabe, eso sí, que en los estratos más ricos también ocurren abusos sexuales, pero esos se casos suelen esconderse aún más y contarse menos.
*Esta publicación es parte de la colaboración con el especial ‘¿Y si lo hablamos ahora?’ en la alianza de periodismo colaborativo otrasmiradas.info
Especial: ¿Y si lo hablamos ahora?
La magnitud del abuso sexual infantil cuestiona la voluntad de conocimiento y respuesta de gobiernos y ciudadanos, según un primer mapeo periodístico en varios países de Centroamérica y España
La mayoría de las niñas que sufrieron abuso sexual en Guatemala, Costa Rica, Nicaragua y España no recibieron la atención necesaria. De hecho, la mayoría fueron abusadas en su entorno familiar o cercano, con la complicidad del silencio. Y sus gobiernos sólo atendieron a una pequeña parte, porque los casos que se registran son minoría. Se avanza en leyes y protocolos, pero las políticas de prevención, cuando existen, apenas tienen impacto. La problemática es común en estos primeros cuatro países que analizan los medios de la Alianza Otras Miradas con datos del registro y subregistro estimado en cada uno de ellos. Este es un primer y pequeño paso para un mapa de este trauma individual y social que afecta a nuestros países sin la atención social y política que merece.
Fco. Javier SANCHO MAS Otras Miradas