País Refugiados de las maras en Costa Rica

Esfumarse o morir: una historia de Centroamérica

Jéssica es una centroamericana como tantas de miles que huyen invisibles de la violencia de las maras de El Salvador, Honduras o Guatemala

El chorro de balas alteró ese sábado la hora del almuerzo en la colonia Tikal y Jéssica supo desde el primer momento quién era el muerto y quién seguía en la lista inmediatamente. Ella tenía 19 años, dos hijos y una casa en el municipio salvadoreño de Apopa, a 700 kilómetros en línea recta de donde ella este martes vendía plátanos tostados, en el centro de San José, Costa Rica.

Era 7 de mayo del 2011, sábado a la 1:45 p. m. día nacional de los soldados en El Salvador; Jéssica Lorena Dueñas Cerna terminaba de almorzar cuando escuchó la ráfaga de plomo y salió corriendo para estar segura de lo que ya sabía, que a Anderson Alfonso, el papá de sus hijos, le habían cumplido la amenaza de matarlo por querer salirse de la ‘clica’, la pandilla asociada a la mara Barrio 18 en este municipio en el borde norte de la capital salvadoreña. “Lugar de neblinas” significa en lengua náhuatl el nombre Apopa.

Ya sabían que así acabaría el muchacho de 24 años. Fueron 36 impactos de bala en esa cara que Jéssica apenas pudo reconocer y que todavía, cinco años después, le provoca escalofríos. Cierra los ojos al describir ese mediodía cuando ella empezó a convertirse en una de los miles de personas del Triángulo Norte centroamericano que acabaron pidiendo en otros países asilo contra la violencia, según Naciones Unidas.

La de Jéssica es una historia de sangre y amenazas, de dos parejas asesinadas y de padres amenazados allá en ese país que comparte con Honduras y Guatemala la tragedia de malvivir con la violencia entre pandillas y la incapacidad del Estado, o algo más que eso.

Ahora es refugiada en Costa Rica, donde vive con los ₡6.000 diarios que le dejan la venta de plátanos fritos en el centro de San José y arrinconada con su papá de 75 años y sus cuatro hijos en un rancho de zinc que alquila por ₡60.000 mensuales en el precario Los Fierros, en Alajuelita. No tiene agua potable ni conexión propia a electricidad, pero es feliz de saber que aquí en Costa Rica puede quedarse dormida en el autobús o enviar a su hijo mayor a la escuela sin riesgo de acabar forzado a entrar a una mara. Tiene 9 años y se llama Anderson, como el papá que recuerda con frecuencia.

“Bolihelado, bolihelado; plátanos, plátanos”, repite Jéssica a lo largo de la fila de gente que espera en una parada del bus. Trabaja unas nueve horas diarias y casi nunca almuerza. Su vida no tiene whatsapps ni mails, ni facebooks ni forma de saber que la semana pasada hubo representantes del gobierno de su país en una conferencia en Escazú para hablar de gente como ella: desplazados por la violencia pandillera en el Triángulo Norte y la necesidad de protección en los países vecinos.

Es un tema relativamente nuevo, de los últimos tres años talvez, como cuando Jéssica tomó de madrugada el Ticabús hacia Costa Rica en un operativo montado. Era la víspera del Halloween del 2013. Técnicamente son desplazados por “otras situaciones de violencia”, un factor que hasta tiene siglas propias.

A member of the Mara Salvatrucha (MS13), is pictured on Monday, March 4, 2013, in the Criminal Center of Ciudad Barrios, San Miguel, 160 km east of San Salvador, one year after the cessation of the violence between the rivalry of two large gangs in El Salvador, MS13 and 18 st. El Salvador, a small country of six million people, is brimming with an estimated 50,000 street gang members, plus another 10,000 who are behind bars. Since the first truce took effect about a year ago, the average daily death toll from gang-related violence has gone down from 14 to five. AFP PHOTO / Marvin RECINOS / AFP PHOTO / Marvin RECINOS
Un miembro de la mara Salvatrucha (M13), fotografiado en una cárcel de El Salvador en 2013.

Huyendo.

Entre expertos internacionales se los llama OSV o gente que huye de  conflictos que no son guerras ni crimen organizado transnacional (COT).

El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) hizo un llamado de atención por el problema que hasta hace poco era invisible, pues se asumía que toda la emigración era por motivos económicos. Y no es así. Jéssica no emigró para buscar trabajo ni una casa mejor. Aquí vive entre latas de zinc y allá vivía en una casa propia que después se apropiaron los de la “clica”, cuenta como le contó a Migración de Costa Rica, que dio crédito a su relato e incluyó en el expediente. Uno de tantos.

Los registros van creciendo sin demasiada certeza. Muchos creen que huyen del desempleo sin darse cuenta de que en la realidad perdieron sus ingresos por culpa de las extorsiones de la mara, explica Francesca Fontanini, experta de Acnur.

El indicador es entonces el número de solicitudes de refugio de ciudadanos del Triángulo Norte en países vecinos, incluido Costa Rica. En 2015 hubo 110.000 solicitudes, 22 veces lo que se contó en 2011, el año en que mataron a Anderson en la colonia Tikal.

Para este 2016, la proyección de Acnur es de 146.000 peticiones de protección de guatemaltecos, hondureños o salvadoreños en países como Estados Unidos, México o el sur de Centroamérica.

Costa Rica recibió unas 1.000 en 2015 y en los primeros cinco meses de este 2016 ya se contaban 790. El 44% de las solicitudes de refugio las plantean los procedentes del Triángulo Norte y se acepta un promedio de seis por cada diez de ellas, según cifras de Acnur, que pide mayores y mejores mecanismos de protección en América.

En diversos casos, las autoridades de Migración otorgan el asilo del solicitante porque se reconoce que las autoridades de su país de origen no le garantizan protección.

“Hay que tomar en cuenta una realidad que vive El Salvador: las dificultades que afronta el sistema para dar respuesta a la escalada en la criminalidad, ya que se han reportado altos índices de corrupción, lo que limita la capacidad para combatir la criminalidad”, se lee en el expediente de un joven salvadoreño de 23 años que llegó a Peñas Blancas  medio año después de Jéssica, en 2013.

Ella lo dice de manera más directa; aunque se supone hay confidencialidad sobre los casos de refugiados, ella siente que ya puede hablar sin peligros.

“Son de los mismos. Los policías participaron en la muerte de mi compañero”, dice la joven sobre el asesinato de Jonathan Vladimir, el que fue su pareja después de Anderson.

Unos policías le dijeron que se fuera o iba a salir empacado en bolsas de plástico negro. Lo mataron el 3 de julio del 2013 como represalia por haberse robado equipo de un taller donde trabajaba después de haber sido deportado desde Houston (como en 2015 le ocurrió a 230.000 centroamericanos). Dejaba huérfana entonces a Candy, su bebé, sin cumplir siquiera 100 días de nacida.

Jéssica quedaba con tres hijos y una amenaza de muerte. Lo supo desde que llegó alias Pioja, novia del “palabrero” (líder) de la pandilla del barrio. “Esa mujer era mala, pero llegó a advertirme que me querían matar porque yo sabía a quiénes habían matado ellos”. La joven conocía demasiadas cosas de las que no quería haberse enterado jamás.

Se encerró en la casa tres meses hasta que se atrevió a pedir ayuda a la mamá (guarda de seguridad en un supermercado de Apopa), que sacó un préstamo de $200 para que ella comprara el tiquete del bus hacia Costa Rica. Irse a otra ciudad en El Salvador no era opción. Lo intentó en el departamento de San Vicente y las amenazas permanecían; el país es muy pequeño. Además, ya una hermana suya estaba en suelo tico, después de que también las pandillas la hicieron enviudar.

Entonces planeó cómo escapar de su casa para evitar que la vieran salir de la colonia. Llamó al 911 para reportar un robo en otra casa y cuando vio el movimiento de policías salió aprovechando el desorden en su calle. Un amigo la esperaba a la salida a las 2 de la madrugada para ir a dejarla a la estación y abordar el bus a las 2:30. Todo a escondidas, escapando de las tinieblas, esfumándose. Un viaje de emergencia en Ticabús.  Venía ella con Brandon y Candy. Se quedaba Anderson Mauricio con sus seis años, su abuela y su recuerdo del papá.

Cruzó Nicaragua ansiosa y al llegar a Peñas Blancas sintió al mismo tiempo alivio y horror. El oficial de Migración le pedía $50 por cada niño para dejarlos entrar y ella solo tenía $20, el vuelto del crédito de $200. “Yo venía cabal (justa) con la plata y si no hubiera sido por el chofer del bus que me ayudó a convencer al oficial, yo no sé. Capaz me hubiera devuelto asustada al mismo lugar de donde salí asustada”.

En Costa Rica.

Entró a Costa Rica a vivir con la hermana, en el sector “La Cascabel” del precario Los Fierros, en Alajuelita. La marginalidad a primera mano, pero al menos ya no estaban los pandilleros apuntando contra su casa.

Atrás quedaba El Salvador y su tasa de homicidios de 40 por cada 100.000 habitantes en el 2013, año de tregua entre las pandillas 18 y Salvatrucha. En 2014 subiría a 68 por cada 100.000 habitantes y en 2015, 103 por cada 100.000.

El país más inseguro del hemisferio y sin poder llamarles guerra a las constantes balaceras entre la 18, la MS y los policías. Todos andan armados, subraya la muchacha haciendo el gesto de quien sostiene no una pistola sino un fusil de asalto, un M-16 o así.

Jéssica intenta hacer vida en Costa Rica desde 2013. En solo 9 días consiguió trabajo como doméstica en una casa en barrio Pinto, donde dio con una señora de bien, María del Pilar, que la llevó a Migración y le dio dinero para traer también a los papás y a Anderson. Allá la pandilla sabía que ella viajó a Costa Rica porque el niño no sabía de discreciones.

Un miembro de la Mara Salvatrucha en un gimnasio en San Miguel, 160 kilómetros al este de la capital San Salvador.
Un miembro de la Mara Salvatrucha en un gimnasio en San Miguel, 160 kilómetros al este de la capital San Salvador.

Después la señora María del Pilar, la patrona, se enfermó y necesitaba cuidados más complejos que los que podía darle la muchacha salvadoreña que completó apenas la educación primaria y un curso a medias de belleza que le pagó la ACAI, una organización privada que ayuda a los refugiados o solicitantes en Costa Rica.

Entonces  trabajó en un bar cercano a la calle donde ahora vende bolihelados y plátanos tostados, dulce o salados, en paquetitos de ₡100 de los que a veces almuerza para sostenerse en pie.

En ese bar josefino sintió un escalofrío. Un muchacho le notó el acento salvadoreño y le contó que él también es guanaco, que logró el carné de refugiado porque lo querían matar en el municipio de San Salvador. Que la cosa está horrible allá. Que se mata por nada. Que no hay a dónde huir. Que por eso se vino a Costa Rica. Que no se ha podido quitar el tatuaje en el labio inferior de la boca.

Le enseñó el “18” pintado y Jéssica creyó que se le acababa la paz. El tatuaje lo delataba como pandillero de la misma mara que la amenazó a ella. Ella no pensó en que podía ser un joven penitente, un esclavo del tatuaje que lo ató por años a la “clica” como método de supervivencia. Ella dice haberle visto maldad en la cara. No pudo seguir trabajando ahí.

Tuvo una bebé más, nacida en Costa Rica, en el San Juan de Dios. Por ella recibe pensión de ₡50.000 mensuales, más los ₡150.000 de la venta callejera. Así sostiene a cuatro hijos y al papá enfermo. La mamá vive en otro lugar pero comparte “zona” en las ventas callejeras. La hermana le cuida a la bebé a cambio de ₡3.000 diarios, la mitad de lo que se gana en promedio. Las cuentas no cierran en el relato de Jéssica.

Su cara es un tornasol de emociones en freno. Habla en voz baja pero firme cuando habla de su vida y cuando ofrece los plátanos dulces y salados. Se le ve asomarse la angustia entreverada con la paz de saber que al final del día puede subirse al autobús y dormirse en el camino, y despertar, y caminar por en medio de algunos drogadictos en el precario sin que ninguno de ellos la esté vigilando.

El otro día hubo una riña con cuchillos frente a su casa y sintió que todos los recuerdos le frotaron la cabeza. Los gritos, el sonido de los fierros, un joven con sangre, las patrullas.

En eso recuerda que esto no es El Salvador, como le dijo aquel oficial de Migración que la entrevistó para determinar si correspondía darle asilo o no.

“Esto no es El Salvador, tranquila”, cuenta Jéssica que él le dijo al notar que ella pretendía suavizar la historia por temor a que su información llegara a manos de los policías en Apopa.

Las autoridades salvadoreñas y guatemaltecas no admiten del todo este fenómeno de desplazamiento por violencia. Prefieren verlo como migración económica y pensar que Jéssica o cualquiera puede retornar a su colonia sin la amenaza latente de que cualquier día, a la hora del desayuno o del almuerzo, un chorro de balas vuelve a alterar el ambiente y detonar quién sabe cuántas tragedias individuales.

La de Jéssica no se nota a simple vista en su acera. La gente pasa a su lado y le compra o no sin ver más allá de la cara de piel joven, morena y nítida, sin cicatrices ni accidentes.

Es más o menos la invisibilidad que señalaba Acnur sobre la migración masiva por violencia en Centroamérica, pero puesta en una muchacha que dice haber recuperado la autoestima y haber hecho una renuncia completa a su país y a su “lugar de las tinieblas”. ¿Una renuncia total a su propio país?

“Cabal”, contesta en buen salvadoreño.



Como en los 80, pero más complicado

Álvaro Murillo

[email protected]

Miles de centroamericanos huyen de sus países en busca de una nación dónde refugiarse, lejos de las balas y la sangre, de las amenazas organizadas y de la inacción de los gobiernos propios.

Este podría ser el comienzo de una noticia ochentera, pero no. Es el resumen de la situación de millares de salvadoreños, guatemaltecos y hondureños desde el 2011, ante la escalada de violencia no ya por guerras internas escarchadas con el escarceo ideológico de la Guerra Fría.

No, es todo más complejo que poner de acuerdo a dos bandos políticos, a militares con guerrilleros, a los de la derecha con los de la izquierda, a caudillos de otros sitios del mundo, a pesar de que las pandillas juegan también su rol en la política.

La violencia de las pandillas en el Triángulo Norte recoge algo de antaño: las experiencias de exclusión, el olor fresco a matanzas, el añadido de emigrantes retornados y la familiaridad con armas que nunca se fueron con los acuerdos de paz de los 80.

Y ahí en medio, millones de inocentes amenazados o extorsionados, desprotegidos por autoridades que, en el mejor de los casos, se pueden calificar como impotentes. Se les puede llamar también infiltradas, corruptas, cómplices o directamente asesinas también, como se les atribuye en El Salvador en la masacre de Finca San Blas, en marzo del 2015.

“La dinámica de violencia es muy complicada”, resume Francesa Fontanini, experta de Acnur sobre Centroamérica. “La gente nos cuenta que los extorsionan para pagar “peaje” a las maras, que les quieren reclutar al niño en la escuela o robarse a su niña para el servicio de la pandilla. A los jóvenes les controlan la vestimenta y hasta de qué color llevar el cabello. La gente se va y lo peor es que a muchos los siguen incluso en los albergues en México. Lo hemos visto”.

La apuesta de Acnur es hablar sobre el tema, aunque los gobiernos del Triángulo Norte no parecen muy convencidos.

“Hay que hablarlo en conjunto porque el problema de las migraciones por violencia es tarea de conjunto  y no hay dos Centroaméricas”, dijo. Antes, el comisionado de Naciones Unidas para Refugiados, Filippo Grandi, encendió las luces de emergencia en un foro la semana pasada en San José, para atender estos movilizados “sin precedentes” y sin obviar tampoco la prioridad: cambiar la realidad en el Triángulo Norte.



 

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