Opinión

Un estallido tan inesperado como necesario: del 11 de septiembre de 1873 al 19 de noviembre de 2019

Después de tres años en que no había vuelto a Chile, a las 20 horas de ese país del 14 de diciembre de 2019, tocó tierra nuestro vuelo desde San José, Costa Rica. Era una tarde estival típica de los albores del inminente solsticio de verano austral, que prolongaba la luz diurna hasta después de las 21 horas.

Tras el encuentro con los parientes que habían llegado al aeropuerto para recibirnos, partimos hacia casa de mi cuñada, la cual sería nuestra residencia en ese país.

Durante el viaje fui enterándome del acontecimiento que había provocado una profunda y significativa conmoción social a mediados de octubre de ese año; es decir, dos meses antes de nuestra llegada. Empecé así a leer ese reencuentro con el país que me vi obligado a abandonar en marzo de 1974.

Los acontecimientos que me narraban, mencionaban términos que nunca había escuchado en mis viajes anteriores: “movilización social”, “avenidas repletas de gente”, “toma de una plaza céntrica de Santiago”, “cambio del nombre oficial de esa plaza que el movimiento de masas había impuesto: DIGNIDAD”, “lucha reivindicativa permanente” y, sobre todo, “primera línea de fuego”, que me recordó a mi juventud y “el frente de Gandesa” que cantábamos en el Centro Republicano español de Santiago.

Esa noche me fue difícil conciliar el sueño. Aumentaron mis expectativas para visitar el centro de Santiago al día siguiente. Todo había transcurrido de manera vertiginosa, y palabras, imágenes y evocaciones me llenaban de inquietud e incertidumbre. El cumpleaños de mi compañera, al día siguiente, se convertía, además, en un estímulo de reminiscencias de plazos y vencimientos.

Para ella, fue un día de aniversario muy especial: era en su país de origen, del cual nuestro exilio la había separado por más de 45 años. Para mí, además, fue un día de reconocimiento de huellas y evidencias de un movimiento social que, por primera vez —en casi cincuenta años (que se dice fácil)— había roto el clima de convivencia ficticiamente impuesto por la dictadura de una derecha tan cruel como obcecada, desde el 11 de septiembre de 1973.

No cabía duda, ese 19 de octubre de 2019 el pueblo había levantado su poderosa voz social en toda la geografía de ese país austral; tras unas pocas semanas después de conmemorar el cuadragésimo sexto aniversario del golpe militar que acabó con la vida democrática de Chile.

Por nuestro carácter de seres históricos, los humanos solemos establecer hitos conmemorativos que, en el tiempo convencional del planeta que habitamos, originan aniversarios: unos, para celebrar con júbilo, como la fundación de la primera Universidad del país; otros, en cambio, luctuosos, como ese infame 11 de septiembre de 1973.

Casi medio siglo después de ese golpe de Estado que convirtió a Chile en conejillo de Indias para aplicar el neoliberalismo extremo en sus relaciones sociales de producción; que permitió la privatización de todos los servicios públicos, incluida el agua potable, cuyas fuentes pasaron también a la propiedad privada; en que la descomposición social causada por la dictadura y la corrupción endémica del capitalismo sumieron en la pobreza y desesperación a los trabajadores chilenos; por fin, emergía el poderoso grito social del “cabreo”, del fastidio, del “hasta aquí llegamos”, de mujeres y hombres jóvenes hartos del descalabro causado por el desgobierno y las erráticas políticas vigentes.

Maravillado por las señales de ese estallido social, evidentes en la capital (a la que acababa de regresar) y difundidas por la información mediática del resto del largo y angosto país austral, tuve que tomar aliento y considerar la magnitud de ese acontecimiento. Por lo pronto, volví sobre mis palabras escritas en algunos textos que andan por ahí. En ellas manifestaba mi impaciente espera por una respuesta social contundente al golpe de Estado de 1973.

La experiencia vivida en este último regreso a Chile me obligó a pensar de forma diferente: las voces del estallido social de 2019 eran de airadas mujeres y varones jóvenes que no habían vivido la tragedia del golpe militar. Su ira estaba profundamente enraizada en las relaciones sociales de producción de esa “chilenidad” agraviada por un sector de ella: el sector dominante —gracias a su riqueza y al control de sus fuerzas armadas creadas para servirles y protegerles—. El estallido no solo era un grito de rebeldía, sino de reivindicación. Unía las voces de ira de todos los chilenos, incluidos los descendientes de los pueblos originarios, maltratados durante siglos.

Como en la tragedia del cataclismo que asoló el Sur de Chile en mayo de 1960, en que el fenómeno telúrico provocó un taponamiento del lago Riñihue, y hubo que esperar tres agónicos meses para que los ingenieros lo desbloqueasen y permitiesen, así, evitar la inundación de la ciudad de Valdivia y sus alrededores, en la historia social chilena hubo que esperar 46 años para detener los efectos del golpe de Estado causado por la derecha de ese país.

Al concluir mi último viaje a Chile, el 31 de enero de 2020, sentí por primera vez paz y armonía con mis pesadillas de exiliado. Vino una pandemia, el confinamiento, la angustia y el terror de estos últimos meses. Hemos vuelto a vivir pendientes de la necesidad de sobrevivir. Pero me asiste la convicción de que en Chile ha surgido una fuerza social capaz de reabrir las anchas alamedas donde los ciudadanos produzcan una sociedad justa y solidaria.

 

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