Opinión

Tres reflexiones al margen

Ante un grave hecho de corrupción no solo se ponen a prueba las organizaciones sociales o las instituciones.

Silencios, miedos y lealtades

Ante un grave hecho de corrupción no solo se ponen a prueba las organizaciones sociales o las instituciones. También es una oportunidad para examinar las reacciones humanas, las subjetividades y debilidades psicológicas.

Los silencios

En los sucesos recientemente vividos por los costarricenses, una de las actitudes más llamativas, para cualquier observador atento, son los silencios. Quedarse callado es una manifestación de cálculo y, en última instancia, de complicidad. La Junta Directiva del Colegio de Abogados de Costa Rica, que no solo es la organización gremial más importantes –y exclusiva- del país, nos ha quedado debiendo una posición clara frente al fenómeno del “cementazo”.  Lo propio ha sucedido con la Comisión Nacional de Valores, que durante décadas ha propuesto defender la promoción de la probidad en la función pública, y con la Defensoría de los Habitantes, cuya misión es reguardar los derechos fundamentales de las personas, sin duda comprometidos con un afer de irregularidades e ilegalidades. Tengo la convicción de que la existencia de Presidentes del Colegio haciendo fila para la magistratura, el patrocinio del Colegio y la Corte Suprema de Justicia a ciertos eventos nacionales e internacionales, y las reelecciones pendientes en otros cargos, están en la base del cálculo y el silencio que se han impuesto en estos ámbitos. Por otro parte, el silencio en ciertos medios de comunicación, hasta que ya no pudieron seguir disimulando lo evidente, o los tímidos pronunciamientos desde la academia, también señalan la dificultad de hablar claro y alto ante estos temas. Sin embargo, el silencio más demoledor, el que registrará la historia, ha sido el de los miembros de la Sala Tercera de la Corte Suprema ante la Comisión Legislativa Investigadora. Por supuesto que la excusa estrictamente formal, de mera legalidad, le permitía alegar a estos funcionarios públicos su derecho a abstenerse de declarar por estar pendientes eventuales cargos penales en su contra. Sin embargo, tratándose de quienes se trata, los máximos jueces de la República, había un peso del factor ético que resultaba ineludible. Si todo se hizo a derecho, ¿qué impedía exponer las buenas razones que se tuvieron para actuar como se actuó? ¿O es que esas justificaciones no existían? En el plano puramente ético, ¿debemos exigir lo mismo a cualquier delincuente que a aquellos en quienes hemos depositado la máxima honorabilidad y confianza?

Los miedos

Nos hemos enfrentado a los temores, sobre todo a lo interno de las instituciones cuyos jerarcas se han visto cuestionados. Ha habido, dentro del Poder Judicial, alguna persona a la que se le ha pedido su renuncia bajo amenaza de régimen disciplinario; a otros les juraron –y se dieron pasos en esa dirección-, que pagarían su osadía por criticar o disentir; hay traslados a la Inspección Judicial de funcionarios que se enteraron de información, por lo demás de interés público. Este clima de terror hizo que muchos subalternos se cuidaran, tal vez más de la cuenta, pero esto es comprensible cuando está en juego una carrera legítimamente llevada con honradez y competencia.  Son innumerables las declaraciones de periodistas que oyeron los relatos de gente que les pidió el favor de no revelar su identidad. Tampoco se trata de exigirle a nadie que se vuelva héroe o mártir.

La raíz del miedo está en la ostentación y abuso de poder. No se crea que el miedo ha sido, en este desdichado episodio, exclusivo de los subalternos, aunque son los que han llevado la peor parte. El maridaje entre algunos magistrados y sus contactos políticos ha hecho que algunos se cuiden por sus reelecciones, cuestión que nos puede helar las entrañas, dado que un juez con miedo es el síntoma más degradante de una sociedad en crisis. Por eso hay que penalizar el lobby de miembros de la Corte Suprema ante la Asamblea Legislativa, y por eso es conveniente eliminar las reelecciones y nombrar magistrados por un solo período, aunque sea más extenso.

Las lealtades

Se da ante cualquier delito. El entorno más cercano de una persona cuestionada disciplinaria o  penalmente –familiares y amigos-, por lo general tiende a solidarizarse, a justificarlo y entenderlo, incluso a defenderlo y encubrirlo. Esto también es comprensible desde la psicología humana. Nos puede pasar a todos. El principio de no declarar contra sí mismo o contra personas filialmente cercanas, está en el centro de esta realidad insalvable. No es lo mismo la reacción de juzgar la conducta de un desconocido, que la de alguien con quien se tiene una historia de vida compartida. Ya en el Evangelio está aquello de reparar en la paja del ojo ajeno y no ver la viga que cargamos en el nuestro. Así, la empatía con los padres, los hijos, los hermanos, los camaradas, copartidarios o correligionarios, instintivamente, se manifiesta también ante un hecho de corrupción. No hay nada más difícil que reconocer el error propio o de alguien íntimo, y el problema se agudiza cuando esa persona cuestionada ha ejercido autoridad o poder, en el ámbito familiar o público. Persona a la que le debemos desde afecto y cuido amoroso, hasta mil formas de  ayuda, patrocinios, nombramientos, ascensos, y un largo etcétera. Pero todo tiene un límite. A riego de convertirnos en un núcleo outsider, al margen de la sociedad, o peor aún, en un núcleo mafioso, con nuestro propio código, contra las reglas sociales, no podemos ni aceptar ni justificar cualquier conducta, por muy entrañable que sea la persona en cuestión.

El precio a pagar cuando de verdad se tiene un compromiso contra toda forma grave de corrupción es muy alto. Nos hemos tenido que enfrentar y denunciar silencios, temores y malentendidas lealtades. No se puede ser tibio si de por medio está el destino de todos.

 

Suscríbase al boletín

Ir al contenido