Opinión

Representatividad e institucionalidad

Para alcanzar el mayor bienestar social posible, desde el acceso a la educación y a la salud hasta la posibilidad de crear riqueza

Para alcanzar el mayor bienestar social posible, desde el acceso a la educación y a la salud hasta la posibilidad de crear riqueza bajo reglas de juego claras y equitativas, son imprescindibles las libertades: de opinión, de culto, de tránsito, de profesión, de empresa, de asociación y de elección de las autoridades; las leyes, bajo las cuales los derechos del individuo terminan donde comienzan los del individuo que se tiene a la par; las instituciones, que determinan la mejor manera de alcanzar dicho objetivo; y la división y alternancia de los poderes públicos, que tutelan el cumplimiento de las leyes, sin injerencias ni intereses individuales. El contrapeso de las libertades son las leyes; el contrapeso del poder político, son las instituciones. Con ese fin, la mayoría cede parte de su libertad y delega sus decisiones en sus representantes.

Sin embargo, en donde existen gobiernos “democráticos”, el ciudadano no tiene casi ninguna capacidad de participación real ni de control ciudadano ni de revocación del poder ni de resarcimiento, en caso de una mala gestión. Este desaguisado se origina en la forma como elegimos a nuestros representantes: candidatos que solo representan a las cúpulas de sus partidos políticos, cuyas ideologías crean grupos ficticios antagónicos en la sociedad, en lugar de fomentar la discusión amplia de objetivos comunes; y cuyos planes de gobierno, un conjunto de enunciados genéricos de aparente buena intención, que por lo general, no cumple ningún candidato en el mundo real; y peor aún, les entregamos nuestro dinero para que financien sus aparatos de propaganda electoral engañosa. Los electores, por nuestra parte, emulamos la comedia: elegimos a un representante porque es nuestro amigo, aunque sepamos que es problemático; y nos aferramos a seguir partidos o ideologías –muchas veces prejuicios- embelesados por la propaganda política superflua.

Afortunadamente, el contrapeso de los políticos profesionales agazapados en los poderes que les delegamos, son las instituciones. Los institutos de estudios económicos, científicos, estadísticos, de salud pública, constitucionales, de infraestructura, entre muchos otros, por definición, son abiertos, despersonalizados, ajenos a las ideologías, a intereses particulares y los embates de los procesos electorales; en ellos participa cualquier ciudadano, bajo las reglas universales de la investigación, la auditoría y la difusión técnica y científica; sus líderes los son por sus méritos, y sus propuestas y conclusiones, basadas en la información, se sujetan al escrutinio público. Así funcionan las ciencias en el mundo; por ejemplo, en la medicina, los progresos los llevan a cabo grandes grupos de científicos y, bajo controles de calidad y seguridad, se aplican universalmente, aunque existan fuertes presiones, en especial, económicas. Esa es la forma de establecer prioridades, de proponer con criterio técnico, de llevar a cabo la gestión del estado nacional: obras de infraestructura, explotación de recursos, endeudamiento, tratados comerciales, planificación urbana, protección del ambiente, entre muchas otras.

El Poder Judicial y algunos bancos centrales, al no ser sujetos de elecciones nacionales ni sus representantes proceder de partidos políticos, se acercan a este perfil; pero casi todas las demás instituciones cívicas han sido parasitadas por “puestos de confianza”, “asesores”, “técnicos del partido” y políticos profesionales que fungen secuencialmente como legisladores, ministros, embajadores, banqueros, planificadores y hasta predicadores; estos redactan sus propios “planes de gobierno”, se asignan sus propios salarios y bonificaciones, inventan sus propias leyes, nombran su personal y toman decisiones según su conveniencia; a veces son secuestradas por burócratas partidarios, gremios profesionales o universitarios o sindicatos; y otras, son suprimidas; entonces, gobiernos fascistas, disfrazados de demócratas, controlan el Poder Judicial y las cámaras de “representantes”; criminalizan la disidencia y monopolizan los grandes presupuestos nacionales.

El “desencanto” popular con sus representantes políticos es un fenómeno mundial y evidencia que la gente comprende la situación y está decepcionada; pero no siempre responde con sabiduría: irrespeta las leyes, comenzando por las de tránsito, repite las mismas granjerías, delinque o se muestra indiferente o pesimista. El control ciudadano de sus representantes políticos y el progreso nacional tiene que capitalizarse a través de sus instituciones; y los ciudadanos tienen que involucrarse, participar, proponer y apoyar a quienes realmente pueden hacer un aporte genuino. El traspaso de la cuota de poder que hoy ostentan los políticos profesionales a las instituciones ciudadanas es el gran paso pendiente que tienen por delante las sociedades modernas.

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