Opinión

Populismo

Por estos tiempos polarizados y crispados, es común que entre adversarios políticos, económicos y hasta judiciales se acusen recíprocamente y con el dedo índice por delante, espeten casi urbi et orbi y a todo el que eleve la cabeza: ¡populista!

Y así, en medio de esta guerra de guerrillas improvisadas, el populismo va y viene, como poderosa herramienta de deslegitimación. De tal suerte que, adjetivando nada más, terminan depreciando a cualquiera que le caiga cerca esa granada de mano que, al estallar, lo embarra todo, un poco por retórica y otro tanto exacerbando miedos latentes.

Pero casi nadie —o nadie— se ha dado a la tarea, por estos solares, de definir, sobre bases firmes y objetivas, qué es el tal populismo. Para así, desde ahí, plantarle el guante al que sí y liberar a los que no, blindándolos contra tanto manipuleo. Esto, desde la lógica más básica, que es la que nos diría que nadie es populista, si lo somos todos.

Lo primero que hay que decir es que el populismo es parasitario, en tanto se sirve de ideologías huésped o transportadoras, que bien pueden ser de izquierda o derecha, democráticas o autoritarias.

En paralelo, cabe entender el populismo como una suerte de mapa mental o anteojos para interpretar la realidad política, económica, e incluso, jurídica. En sí, el populismo es un paradigma.

Habría que decir también que el populismo es maniqueo, en tanto romantiza o idealiza al “pueblo”, al tiempo que le opone una antítesis amenazante: la “elite”. Mientras el “pueblo” es limpio, casto y puro. Es más: culto y sabio. Pero sobre todo: justo. Y siendo que, además, es mayoritario, solo resta sumarle la condición de víctima engañada, vejada y amenazada, para dejar la tarea hecha y acribillar desde ese púlpito, a la élite, siempre ingrata, corrupta y abusadora, precisamente, de ese “pueblo” por reivindicar.

Los anglosajones, buenos siempre para el resumen y las frases cortas, lo ponen en sencillo: “Main Street vs. Wall Street”.

Tampoco sería muy sabio pasar por alto la alta peligrosidad de ese “pueblo homogéneo” que lleva a aquella autoritaria idea de la “voluntad general” (Karl Schmitt hizo maromas con esto y el resto es historia).

Muy otra cosa es que el populismo se vende como una idea democratizadora —y desde ahí demoledora— que devuelve el poder a sus legítimos dueños, mal representados —y hasta desplazados o ninguneados— por los enchufados (Idea Jacobina que supone, también, serios riesgos para los contrapesos institucionales de la democracia liberal. Napoleón se sirvió con cucharón de esa olla).

De tal suerte que, si bien el populismo podría, en apariencia, ser el mejor amigo de la democracia electoral (en tanto las mayorías mandan), es lo cierto también, para quien se asome con más cuidado al problema de fondo, que el populismo viene siendo al mismo tiempo la mayor amenaza a la democracia liberal, que es la que realmente importa, en tanto aquella es meramente instrumental, mientras esta, sustancial, al poner freno a las mayorías aplastantes que atenten contra las minorías que piensen, crean o sientan distinto (Karl Löwenstein y su democracia militante terminarían de cerrar el círculo para quienes se interesen en profundizar sobre ese populismo desinstitucionalizante, que es el que, al final del día, nos ha de preocupar).

Tampoco es menor que el populismo tienda a prefabricar un ambiente de crisis, en cuyo encuadre la operación es sencilla: primero, dibujar la radiografía de la enfermedad para, de seguido, vender la maqueta de hospital. Y así, el populista es el médico salvavidas y el arquitecto que, cual estadista, cura y edifica a ese enfermo crítico y desvalido, al que no solo conoce mejor que nadie, sino que encarna a la perfección. A ese gran y único líder, no solo hay que respetarlo a pie juntillas, sino que hay que defenderlo, obedecerlo y hasta venerarlo, hasta beber de su mano la última pastilla que nos recete, por más amarga que nos sepa y por más mal que nos huela todo aquello. Porque, bien cabe recordar, después de todo, él y solo él sabe lo que nos conviene como pueblo y lo que, como pueblo, pensamos y necesitamos.

De ahí también, que las soluciones populistas tiendan a apelar al “sentido común”. O en otros términos, que el populismo opte siempre por soluciones simples, para problemas complejos: más cárcel o mano dura para la inseguridad descarriada. Más préstamos e impuestos para pagar deuda. Venta de instituciones públicas o privatización como epítome de la “reforma del Estado”. Y así, disimulando el frío, a punta de cobijas.

Dicho todo esto, la gran pregunta que debería debatir seriamente la ciencia política, en vez de andar estérilmente —y tendenciosamente— dirigiendo el dedo acusador contra unos sí, mientras contra otros, convenientemente no, sería no tanto quiénes ofrecen populismo, sino quiénes lo consumen y por qué.

¿Será cierto que hay un Hugo Chávez o un Donald Trump en cada ciudadano? Y de ser así: ¿Qué sería más importante: cómo se activa, quién lo activa, para quiénes y por qué?

Es claro que los populistas emergen en un contexto sociopolítico. No desde el vacío ni por ósmosis. Lo que, en otros términos, significa que allí donde haya demanda populista habrá partidos y políticos, prestos a ofertar sus poses oportunistas.

Cabe asumir que, más que el reflejo de la calidad de nuestra democracia, el populismo es la mala conciencia de nuestra historia sociopolítica. Y para revertir eso solo queda una buena educación cívica que alerte sobre los extremismos, cimentando la importancia de las instituciones y repolitizando a la sociedad, sobre la base de mejores criterios y valores compartidos que relancen la cultura, ya no como algo desechable, sino como lo más básico que nos aleja de nuestra original animalidad, como fáciles rebaños populistas.

Ahora sí, sabido esto, saquen ustedes sus propias conclusiones. Y al que le caiga el guante…

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