Opinión

Poesías sanadoras

Cierro los ojos y me transporto a esa aula húmeda, calurosa y hacinada. Es un martes por la tarde y estamos entrando a la vorágine. Tenemos cartulinas, tijeras —redondas —, libros y marcadores —sin punta—. Para llegar a nuestro destino final tenemos que cargar materiales hasta el primer puesto policial, no sin antes hacer una fila larga y pasar por los detectores. Se respira cansancio y tensión, hay decenas de personas esperando su turno, con encomiendas, almuerzos preparados y artículos de baño.

Al ingresar al puesto e identificarnos, nos dividen en dos grupos: las cuatro mujeres hacemos la fila al lado derecho y los dos hombres a la izquierda. El grupo se separa y nos despedimos hasta volvernos a reencontrar.

El paso siguiente consiste en visitar un cuarto pequeño y oscuro en el cual nos revisan con un detector de metales de pies a cabeza. Luego, nos abren los bolsos para determinar si cargamos objetos prohibidos como tenedores de metal o papel aluminio. El queque que hornee fue agredido por varios cuchillos sucios que buscaban objetos sospechosos mientras yo observaba este acto con impotencia y frustración.

Como todas las semanas, tuvimos que dejar el celular en el casillero. Nuestra gente querida sabía que durante dos horas nos desconectábamos del mundo. En algunas personas esto generaba ansiedad, mientras otras experimentaban un poco de morbo y curiosidad.

Aún debemos enfrentarnos a un segundo control, en el cual anotan nuestros nombres y nos escoltan al área de orientación, quien gestiona este taller. Por más visitas que hagamos, una nunca llega a sentirse cómoda en el espacio físico de una cárcel. El curso es un taller de Poesía y Comunicación; el grupo está integrado por estudiantes de la Universidad de Costa Rica (UCR), quienes para concluir su carrera universitaria se matriculan en un Trabajo Comunal Universitario (TCU), en el cual se vinculan con grupos y comunidades en condiciones de vulnerabilidad y como parte de la labor social que realiza la universidad pública por el bienestar de la sociedad costarricense.

En este TCU —Derechos Humanos y Comunicación—, nos trasladamos todos los martes desde diferentes lugares del país para compartir con un grupo de mujeres del CAI Vilma Curling. Nos convoca la poesía y la formación en comunicación, pero sobre todo un paréntesis en el tiempo.

La libertad se comparte, se saborea, pero también se añora. Ahí somos tan libres como queramos y somos revolucionarios del pensamiento, como acuñaba la filósofa Hanna Arendt cuando se refería a los cambios sociales que pueden nacer cuando transitamos hacia nuevos paradigmas. Una de las integrantes del taller, a raíz de este encierro pandémico, me mencionaba: “nosotras ya estábamos preparadas para la pandemia, porque aprendimos a vivir confinadas”.

Sin embargo, yo creo que nadie está preparado para lo que se vive todos los días en una cárcel. En teoría, al ingresar a un centro penal, las personas pierden su libertad de tránsito, pero, además, se reducen sus posibilidades de acceso a la salud, a la educación, a la cultura, a la privacidad, a los vínculos y al afecto. Estar en una cárcel apaga nuestras ilusiones y entierra nuestros sueños.

Las cárceles no son lugares de rehabilitación o reformas, pues están en una sociedad en la cual las personas en condiciones de vulnerabilidad son olvidadas, excluidas, discriminadas y oprimidas por sistemas que les fallan como seres humanos. Este ciclo de pobreza, adicción, violencia contra las mujeres, penas desproporcionadas y desesperanza es la realidad de estos lugares.

En el taller el pecho aprieta; a veces siento que no puedo respirar. El dolor me recorre el cuerpo y, en ocasiones, se desdibujan los límites entre lo que es mío y lo que no es. Las palabras abren entrañas y heridas, y también ayudan a sanar. En este espacio no hay alumnos(as) ni profesorado, estamos todos(as) presentes, liberándonos, apapachándonos y acuerpándonos en nuestros deseos, dolores y anhelos. Trascendiendo nuestras diferencias para encontrarnos en la universalidad de nuestra condición humana.

Publicado originalmente en el blog de Good Food.

 

Suscríbase al boletín

Ir al contenido