Opinión

Patriotismo anónimo

Noviembre, mes tan connotado para uno por hechos históricos.

Noviembre, mes tan connotado para uno por hechos históricos. Pero primero debo darme por enterado de la diatriba que me lanza un colega de nombre Mayer Tropper, en este semanario, el 14 de noviembre. Es bueno saber que uno tiene algunos lectores y hasta detractores, pero resulta inaudito que reacciona a los tres meses de haber yo escrito algo en torno a la película El insulto y la problemática del Medio Oriente. Aparte, ignora la figura internacional de Daniel Barenboïm sobre el que basé mi argumentación: con nacionalismo obtuso viene a subrayar lo que a continuación defiendo como mejor opción.

El vocablo “nación” queda emparentado con “nacionalidad” que implica identidad diferenciada, para un pasaporte, pero remonta a la desgraciada raíz de “nacer” dando importancia al lugar de nacimiento: supone que ese lugar es mejor que el del vecino, y que sus habitantes serían superiores a los otros mortales. Como si ello fuera argamasa sólida para defender ese territorio como unidad…

Prefiero en este caso la nacionalidad voluntariamente adoptada, la costarricense, que me honra como proyecto al que pretendo colaborar todavía bastante. Porque en mi tierra de origen, Bélgica, ahora que se celebra el centenario del final de la Primera Guerra Mundial, Jules Destrée le tuvo que aclarar a su rey que ese pedazo de 32.000 km cuadrados, un estado, lo habitan dos naciones, muy distintas en lengua y cultura: valones, francófonos, que son minoría, y flamencos, de habla neerlandesa. A lo cual, en el caso que nos ocupa, conviene añadir que, desde el final del citado conflicto bélico, unos 100.000 belgas hablan alemán, nacen, estudian y mueren en ese idioma… todo en un conjunto patrio de unos once millones de habitantes.

Por eso, independientemente de perspectivas ideológicas, me resultó grata la insistencia machacona del presidente Macron, de Francia en valorizar el término patriotismo: lejos de fundarse en sangre, genética y hasta ese morboso concepto de “raza”, a partir de un territorio, sublima una proyección entre gente, una construcción a futuro, entre todos. Frans Masereel, un artista belga que mucha influencia ha tenido en nuestro Paco Amighetti, en exilio por la misma maldita guerra, señalaba que “la patria la ando en mis botas”.

Por eso también, sin ser yo necesariamente defensor de la monarquía a ultranza, pero como símbolo unitario en mi país de origen, aplaudo el que el rey Felipe de allá, recién le diera también por su lado un significado nuevo a ese rito anual de honra al “soldado desconocido”: no comprometen tanto los huesitos juntados religiosamente; no se preocupen si un día, por prueba de ADN le descubren su identidad de cédula. ¿Será del norte flamenco?  ¿Será del sur valón? ¡No importa! Murió defendiendo un ideal, un proyecto no terminado.  Desde esta página, lejos, también rindo homenaje a ese soldado de mi familia cuya vida fue segada al puro inicio del conflicto bélico: para mi padre y sus hijos siguió y seguirá siendo modelo: el primero que había logrado un grado universitario, como lo señala el vocablo, con estudios válidos universalmente en este hábitat terráqueo que nos toca a todos. Vale la lección también para mi colega químico, más allá de razas y racismo.

 

 

 

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