Opinión

El miedo de la gente ordinaria

Atemoriza pensar que estamos solos en la vida, en la Tierra o en el Universo.

Atemoriza pensar que estamos solos en la vida, en la Tierra o en el Universo.  Da lo mismo. Sobrellevamos una carga inefable de este tipo de sensaciones, que a priori, nos parecen naturales. Sentimos miedo de incontables sucesos, de lo que no conocemos, de la verdad, de exhalar la vida, de los dioses, de la propia libertad. Tememos hasta de nosotros mismos. Nos da pánico el miedo.

Interiorizamos el temor, lo magnificamos y, en un acto meramente altruista, lo compartimos, para hacer de él, un elemento esencial de la civilización. Un cimiento imprescindible para la constitución de una sociedad saturada de normas y patrones, ávida de la homogeneidad y del conformismo, pero sobre todo, anhelante del temor. Así, estamos más a gusto, debidamente encasillados, en compañía unos con otros, aunque “sabedores de que el miedo nunca es inocente”.

Con la primicia anterior, llegamos al mundo. Rebotamos de aquí para allá, con la esencia intacta. Desde muy temprano somos tutelados por un sistema que nos arroga sin oportunidad de elegir, nos instruye y nos define. Nos impone una religión, un color político, un perfil sexual, un sentido de pertenencia y, con ellos, una biblioteca de quehaceres y una biblia de prohibiciones. Una herencia incuestionable, a modo de algoritmo, para cumplir nuestros propósitos más básicos, adecuados al margen de la exploración y a la orden del miedo diligente.

Preferimos aceptar a cuestionar, suponer a investigar, creer a exigir evidencias. Amamos lo baladí, lo soso y la fórmula fácil que podemos aplicar con un esfuerzo casi nulo. Nos basamos en un condicionamiento pavloviano, con la fe como estímulo y la brutalidad como respuesta. Por eso escogemos el creacionismo antes que a la aceptación de la innegable aleatoriedad de los sucesos cuánticos, o nos deslumbra más la pseudociencia que el método científico. ¡El miedo manipula!

Vivimos en un infantilismo perpetuo, el cual nos arroja en la cara que impelemos los mismos temores desde entonces, pánicos manifestados en oposición al cambio y a la alteración de lo convencional, tan propios de la humanidad como la conciencia. Estos sobresaltos, que resguardan lo prescrito, son confrontados, únicamente, en la cualidad intrínseca de los individuos discordantes, cuyo cuestionamiento beligerante desafía el equilibrio y la continuidad mientras que sugieren la razón.

Esos insurgentes, agraviados por el suplicio diario de la imposición, se liberan de las escafandras opresoras del pensamiento. Se llaman a sí mismos progresistas, abogan por la verdad, pregonan el conocimiento y ocasionan cataclismos paralizantes en nuestras mentes subyugadas. Es así, como nos vemos en la necesidad de asediar sus planes subversivos, de retomar el control y de restablecer el orden.

El único miedo que nos impulsa a actuar bajo prescripción, es aquel que penetra hasta el tuétano, aquel que aparece cuando vemos de frente a alguien que ya no siente temor.

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