Opinión

Las cambiantes fronteras culturales (I)

La existencia de la frontera o de las fronteras culturales como un hecho evidente, y  que está en el aquí o en el allá de nuestra cotidianidad, como también dentro de los espacios geográficos

La existencia de la frontera o de las fronteras culturales como un hecho evidente, y  que está en el aquí o en el allá de nuestra cotidianidad, como también dentro de los espacios geográficos en los que nos desplazamos de manera habitual o frecuente, como un conjunto de elementos que aparecen ante nuestros ojos, se muestran en sus múltiples particularidades y paradojales detalles. Estos, sin embargo, habiendo perdido nosotros la capacidad para el asombro y la curiosidad escrutadora de nuestros primeros años, hacen que muchas veces no atinemos a percibir la abrumadora presencia de sus componentes o signos más explícitos de las fronteras que se contraponen o subsisten con otras demarcaciones de orden político administrativo o ecológico. Mucho menos que captemos las que solo a través de un sutil ejercicio de la observación alcanzamos evidenciar; podría decirse que de tanto coexistir con ellas se nos tornan, de cierta manera, invisibles o imperceptibles.

Las fronteras ecológicas tienden a manifestarse tanto en las áreas rurales como en las urbanas, y resulta que su presencia en las grandes o medianas ciudades solo se hace evidente a través de una cuidadosa observación del entorno humano, entre las gentes que conviven en los espacios urbanos. Las ciudades operan como verdaderos rodillos compresores con los que se busca homogeneizar, desde diversas dimensiones en el orden de lo cultural, político y hasta lo económico, especialmente en materia de consumo, a sus habitantes, los que a su vez van transformando esos espacios, mientras de manera simultánea son transformados por ellos.

Algunas ciudades centroamericanas como San José de Costa Rica o David, en la provincia panameña de Chiriquí, han sido despojadas del viejo patrimonio arquitectónico de una manera tal que durante un período de pocas décadas, que se tornan irreconocibles para algunos de sus moradores de más edad, sus construcciones y parques más tradicionales han sido cambiados.Todo ello con el pretexto o la idea de la modernización, prevaleciente durante la segunda mitad del siglo XX, por lo que la arquitectura de tipo colonial o la neoclásica con el art nouveau incluido, propia del republicanismo de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del siglo XX, presente en casi toda América Latina, ha quedado para ser contemplada en las fotografías. Otras ciudades como Granada y León de Nicaragua, han quedado como una valiosa muestra del patrimonio cultural de siglos pasados, que continúa siendo muy valorado y protegido por sus habitantes y autoridades locales. En medio de todo esto las fronteras culturales se tornan mucho más difíciles de trazar o de percibir, en términos de algunas de sus manifestaciones más emblemáticas.

Por otro lado, en ciudades como León o Granada de Nicaragua, las manifestaciones culturales propias de los pueblos originarios han terminado por ser absorbidas dentro de los crecientes conglomerados urbanos, impactados por las más diversas oleadas migratorias. En otras, como David o en la misma capital panameña, subsiste una sorda lucha entre los pueblos originarios, como los ngöbes o los kunas, y el entorno económico, además del político administrativo de los estados nacionales, dentro de la que estos pueblos luchan por mantener su hábitat dentro de las urbes o áreas rurales vecinas, pero también por conservar los elementos más característicos de su identidad. Basta con detenerse a observar lo que sucede en los centros comerciales o malls (una expresión anglosajona, cada vez más empleada en nuestros países), para darnos cuenta de que estos pueblos están viviendo grandes tensiones, dentro de lo que podría resultar a la larga una conversión postrera.

Mientras que las mujeres gnöbes siguen fabricando, de manera artesanal, sus trajes tradicionales y hablando su propia lengua, los grandes centros comerciales ya los están fabricando y vendiendo en gran escala. Es así como los elementos, o maneras propias de la reproducción simbólica de una cultura, empiezan a ser rebasados por la producción industrial de las textileras.

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