Opinión

La respuesta sigue siendo la comunicación política

Tras la elección presidencial con el tercer abstencionismo más alto en una primera ronda desde 1953 (superado solamente en 1958 y 2006),

Tras la elección presidencial con el tercer abstencionismo más alto en una primera ronda desde 1953 (superado solamente en 1958 y 2006), resultaron electos dos “finalistas” en la lucha por la silla Presidencial de Costa Rica.

Uno de ellos, con más de 500 mil votos, aventajó a su ahora rival directo, con una diferencia de menos de 100 mil votos, en una elección en la cual votaron más de dos millones de ciudadanos, mientras que más de un millón no quiso presentarse a las urnas.

Los finalistas, Fabricio Alvarado, de Restauración Nacional, y Carlos Alvarado, de Acción Ciudadana, vinieron de menos a más durante el último tramo de la campaña electoral. Fabricio, creció de un reducido 3% a mediados de diciembre en la encuesta del CIEP-UCR y terminó liderando dicha medición con un 17% a mediados y finales de enero, cuando faltaban pocos días para las elecciones. Carlos, por su parte, logró mostrar su crecimiento hasta el último estudio de enero, también del CIEP-UCR, al pasar de un 5% en diciembre (con un 6% a mediados de enero) a un 10,6% a finales de enero. Al final, obtuvieron respectivamente un 24,9% y un 21,6% de los votos válidos emitidos.

Los Alvarado crecían para meterse con uñas y dientes en la pelea. Entretanto, quienes lideraron la mayor parte de la campaña se estancaban o, incluso, decrecían. La estrategia publicitaria de Antonio Álvarez Desanti erraba en el tipo de proyección que debían darle a su imagen como líder político; la de Rodolfo Piza nunca tuvo claro cuáles eran sus targets y, por ende, construyó un discurso “agarra todo” que terminó sin captar lo suficiente; y la de Juan Diego Castro, sin mostrar mayor planificación, dependía del famoso “cementazo” por lo que, al perder protagonismo este escándalo, perdía fuerza su discurso beligerante contra el establishment y la corrupción.

Es así como, dentro de un proceso electoral en el cual ningún candidato estuvo ni cerca del porcentaje necesario de votos para ganar en primera ronda, la principal hipótesis que se ha esgrimido para explicar el crecimiento explosivo en pocos días por parte de los Alvarado ha sido el rechazo tajante de uno y el respaldo sin medias tintas del otro a la respuesta de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre una opinión consultiva. En dicha respuesta se le indicó a Costa Rica que debía garantizarle derechos a las parejas del mismo sexo, incluyendo el de poder contraer matrimonio. Ante lo señalado por la Corte, ambos se posicionaron como los polos opuestos; así capturaron votos dentro de una campaña llena de indecisión y desafección política con candidatos que no mostraban mayor planificación estratégica en su comunicación.

Si se partiera de la certeza de dicha premisa y nos basáramos en el paradigma teórico de las agendas, la agenda mediática se habría impuesto sobre la agenda pública en la definición de la agenda política, cuando lo ideal es que la agenda política esté alimentada por las demandas y percepciones ciudadanas (agenda pública), en lugar de por el contenido emitido por los medios de comunicación (agenda mediática). Es decir, cuando en una campaña electoral como la costarricense los equipos de campaña no utilizan de la mejor manera las herramientas disponibles para comprender a la población (investigación del electorado), terminan siendo arrastrados por las olas de noticias, y definiendo sus narrativas de campaña en función de estas (como sucedió durante una gran parte del proceso con el conocido “cementazo”). Eso en lugar de definirlas de acuerdo con los intereses, valores y problemáticas directas del electorado (las cuales, si bien están permeadas por la agenda mediática, no necesariamente son las mismas de estas, o priorizadas de la misma manera).

Y es que el proceso de decisión de voto va más allá de quién cuenta con las “mejores” adhesiones (ojo con las discordancias ideológicas), quién es el candidato “más preparado” (no todos conceptualizan la idoneidad de la misma manera), o quien va más allá de consignas ambiguas o polisémicas, dado que la comunicación electoral debe ser concreta, orientada hacia los públicos meta.

Al igual que la decisión de voto, la opinión pública se forma o consolida mediante el interés directo de los individuos ante x o y decisión, y la afectación personal que derivaría de esta (por ejemplo con los impuestos, de los cuales su imperiosa necesidad para afrontar el déficit fiscal ha sido muy mal comunicada por el Gobierno actual). Es decir, si el voto se define por cómo mi escogencia electoral podría afectar mi cotidianidad, esto incluye naturalmente mi sistema de creencias y valores con el cual percibo la realidad que me rodea (marcos mentales) y también, mediados por estos, mis intereses y demandas ciudadanas.

Por ejemplo, los marcos mentales progresista y conservador se originan y habitan nuestro inconsciente cognitivo desde que somos niños, gracias, justamente, a las creencias, valores y “verdades” que nos han enseñado desde entonces, con lo que se define así nuestra visión de mundo. Es un error asumir que por ser joven se es automáticamente progresista o por ser mayor se es naturalmente conservador (además, hay cristianos progresistas e incluso, aunque no lo crean, algunos ateos conservadores). Asimismo, existen matices dentro de dichos colectivos. No todos los progresistas son iguales, ni tampoco lo son todos los conservadores (y no, los marcos mentales no hacen a nadie más inteligente o tonto que los demás).
Precisamente, la comunicación política (electoral), como disciplina, utiliza narrativas que conectan con los públicos meta, con base en dichas visiones de mundo, para que las propuestas, así como los llamados hechos o verdades, sean recibidas, comprendidas e interiorizadas como tal. Por eso, para la elaboración de una narrativa, se debe investigar quiénes son las personas a quienes les debo dirigir el mensaje, cómo piensan, qué les motiva, etc., antes de pretender atraer el voto con consignas “bonitas” o aparentemente emotivas.

¿Quiénes y cómo son mis votantes? ¿Por qué me votaron? ¿Cómo los mantengo de mi lado mientras voy en busca de los votos que necesito para ganar? ¿Quiénes son los votantes que podría atraer y cómo los atraigo? ¿Cómo crezco más en la intención de voto de lo que las últimas encuestas muestran o, al contrario, cómo mantengo las preferencias existentes y evito que mi contrincante movilice a mayor cantidad de votantes de los que yo puedo llevar a las urnas? ¿Cuál debería ser mi narrativa, de acuerdo con mis públicos meta y sus características o, bien, con cuál narrativa contrarresto la de mi contrario? ¿Me bastará ser el candidato que aglutine el voto protesta contra el otro candidato o necesitaré aglutinar apoyos de indecisos que no les ha motivado la polarización actual?

¿Me será suficiente lo que he comunicado hasta ahora para atraer los votos que necesito para ganar o debería ampliar el foco de mi mensaje para lograrlo?

Todas estas son preguntas que deberían hacerse los equipos de los dos Alvarado; pero la respuesta va más allá del simple hecho de ampliar las giras por el territorio nacional, incrementar los famosos “casa a casa” o ir a hablar con amigos y familiares con un listado de propuestas; sobre todo si no se tiene claro cuáles son los públicos, cuál debe ser el mensaje, ni cómo funciona la persuasión, la retórica o, inclusive, la disonancia cognitiva.

Por lo tanto, cuando los dos finalistas en la carrera por ocupar la silla Presidencial de Costa Rica llegan a la “final” con un caudal electoral que no les permite presumir ser vencedores de antemano, junto con unos márgenes en las encuestas que podrían reducirse o ampliarse en cuestión de días (basta recordar lo que sucedió en primera ronda), la respuesta sigue residiendo en las técnicas y metodologías que les permitiría evaluar lo hecho hasta el momento, contar con información objetiva que evitaría las ocurrencias a través de estudios con cuestionarios más detallados y profundos que los que se usan en las encuestas para medir la intención de voto (o, al menos, contar con un mejor entendimiento de la información disponible) y, seguidamente, construir estratégicamente el mensaje que atraiga a la mayor cantidad posible de ese millón de votantes que no votó en primera ronda. Al final, una campaña electoral trabaja con las ideas preconcebidas, las visiones de mundo y las emociones existentes de los electores, no con intenciones fallidas de formar mejores votantes. Y, para lograrlo, la respuesta sigue siendo la comunicación política.

Suscríbase al boletín

Ir al contenido