Opinión

Entre la finca y el machete

Hace ya un tiempo, algunas personas pusieron el grito al cielo, cuando la hija de una política nacional habló desde la comodidad de California sobre Costa Rica, refiriéndose a ella como una finca.

Hace ya un tiempo, algunas personas pusieron el grito al cielo, cuando la hija de una política nacional habló desde la comodidad de California sobre Costa Rica, refiriéndose a ella como una finca. Las respuestas en pro y contra del calificativo no se hicieron esperar. Desde aquellos que enarbolaban banderas de patriotismo y recordaban los escritos de cierto historiador, quien hacía teorías de la pequeña parcela y las características psico sociales del tico, hasta aquellos que secundaban el título dado por esta señorita, todos utilizaron el famoso concepto, para un lado o para el otro, dependiendo de sus propios patrones de aprendizaje e intereses.

El mayor problema de la “finca” o de cualquier concepto que se utilice en este tipo de situaciones, no es el significado que se le atribuya por uno u otro, sino el impacto que puede tener este tipo de expresiones en las relaciones entre las personas.

En cualquier país donde el diálogo sea un ejercicio de autismo tautológico, esta situación tendría implicaciones mucho más graves. Alguien que no escucha y que además transmite de manera confusa lo que piensa, siente y cree a otro interlocutor, que posee características similares, genera una situación arriesgada. Si esto ocurre en contextos psicosociales donde se expresan dos visiones de mundo completamente diferentes, evidentemente se pasa del riesgo a un problema real.

Dicho de otra forma, las palabras, aunque sean las mismas, expresarán el ser peón o gamonal, y serán como fósforos en una montaña en sequía que podrían, si no se construyen bases de diálogo y escucha, crear un buen incendio. Si esto no se hace, y la tarea no la asume nadie, se construyen las condiciones para un buen “pleito de machetes”.

Cuando los modelos de país se agotan, puede darse como consecuencia un conflicto bélico, donde luego quedan importantes heridas que serán heredadas por los familiares de aquellos que murieron y mataron. Resolverlas a nivel colectivo resulta un ejercicio en extremo complejo.

Usualmente, la propia historia se ha encargado (en ocasiones de manera vulgarmente clara y en otras de forma elegantemente sutil) de evidenciar que estas heridas se evaden también con conceptos como prosperidad, desarrollo y orden, donde se resimbolizan las heridas y se llevan a otros espacios de conflicto, como el discursivo en la esfera económica. Dependiendo de quién sea el administrador de la finca, el machete desaparece o se termina afilando más, generando coerción social.

Al final de cuentas, las teorías indican que las universidades tienen importantes labores en términos de trascender los intereses de grupo y pensar en lo mejor para la “finca”.  Esto es echarse encima la labor de sentar al gamonal y al jornalero y hacer no solamente que hablen, sino que se escuchen.

Un requisito básico sería una academia que no disfrace la ideología de conocimiento, que esté en capacidad de escuchar y también de ceder. Esto debe construirse todos los días desde las aulas y la universidad debe aprender a desaprender viejas prácticas.

¿Estaremos hoy como universidades en capacidad de resignificar los conceptos y sentarnos como buen cantinero de pueblo en medio de una mesa de tragos donde los machetes se asoman a dilucidar futuro?

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