Opinión

Entre el sí y el no

Brexit se ha convertido en una vitrina donde se exhibe a la vez lo más admirable y lo más reprochable de la política, la sociedad

Brexit se ha convertido en una vitrina donde se exhibe a la vez lo más admirable y lo más reprochable de la política, la sociedad, las personas.  Los británicos llegaron a esta encrucijada casi como un accidente político. Debían decidir entre permanecer en la Unión Europea o dejarla, entre mantener el vínculo con el club de países europeos instalado en Bruselas o romperlo,  entre un adentro o un afuera (in/out), entre un sí y un no.

Solo había un problema: las razones básicas por el sí se parecían a las del no. En nombre de la justicia social había que separarse de Europa, pero la justicia estaba también en juego si había separación. La autonomía parecía condicionada si permanecían en el club, pero la ironía es que las nuevas y necesarias alianzas a formar con otros bloques y países, incluida una posible nueva alianza con el bloque europeo, generarán sus propias condiciones (no hay tal cosa como autonomía total).

El bienestar económico era una promesa inmediata para el sí, pues aseguraba consolidar las condiciones elementales: la estabilidad y certidumbre (condiciones para la materia prima de la economía y otros productos humanos, la confianza)  Era igualmente la promesa casi inmediata del no: después de un necesario desajuste inicial, dado por la sacudida que presuponía un movimiento de distanciamiento, la estabilidad y el crecimiento económico no se harían esperar.

Las buenas razones se movieron entonces entre un lado y el otro; las malas razones también lo hacían (y se ha hecho patente con el resultado del referendum). El juego total ha generado perplejidad: no hay nada entre el sí y el no (no hay una casilla intermedia por llenar), y al mismo tiempo no hay nada en el sí que extrañe al no, y no hay nada en el no que sea ajeno al sí.  No obstante todo esto, no es posible un sí y un no al mismo tiempo. Tendría que haber algo distintivo entre el sí y el no, algo que no fuese quizás. Esto porque quizás equivale a un sí junto a un no, es decir, total parálisis.  De este modo, la pregunta se impone: ¿cuál es la mejor alternativa entre permanecer y salir, entre el sí y el no?

En este caso, como en muchos otros, la clave está en el cómo. No se trata del cómo se hará esto o aquello, no se trata de la tecnología o las técnicas para operar después del sí o después del no (aunque algo de eso puede haber). Tampoco se trata del cómo llegamos a la encrucijada, pues ya estaríamos frente a ella.  Se trata del cómo llegamos al convencimiento para optar por el sí o el no, de las razones que alimentan primariamente la escogencia, con cierta independencia de si se escoge el sí o el no; del cómo se nos ofrecen razones para la escogencia de una u otra dirección, junto a las virtudes mismas de las razones ofrecidas.  Para saber el cómo quizás se ha de saber también el quién o quiénes ofrecen razones y, sin sorpresas, hemos de (re)conocer las intenciones que mueven a quienes ofrecen las razones y de nuestras propias razones (razones internas). Pero, ¿Cómo?  La respuesta está contenida en un valor: la transparencia.

En un artículo de opinión titulado “Algunas lecciones del Brexit”  (La Nación 4/7/2016)  Kevin Casas se refirió a la figura del referéndum, a la luz de la “mala” decisión del Brexit, como algo bueno, en parte. Indicó que habría de controlarse mejor el proceso, con mecanismos de decisión democrática semejantes a los que se toman en el parlamento sobre asuntos de gran calado (“aprobación en mayoría calificada” o “dos votaciones en años distintos”).  El problema es más profundo: es la deplorable práctica del engaño y la terrible costumbre de enrarecer los espacios deliberativos y de manipular la razón pública (no es de extrañar que Casas solo observara un problema técnico en su débil defensa de la figura del referéndum).

La transparencia como principio de acción, si se observara, haría incluso redundantes muchos de los dispositivos de control del sistema. La carencia de transparencia, aun en política, donde operan naturalmente mecanismos y estrategias propias del secretismo, es quizás el detonador de muchos males. El mejor ejemplo de esto lo provee también el Reino Unido, ahora por medio del recién publicado Reporte de la investigación sobre Irak (“Irak Inquiry Report”, 6 de julio de 2016).  La monstruosidad de lo sucedido alrededor de la invasión a Irak en el 2003 se explica, entre muchas otras cosas, porque la mentira comandó el proceso. Tony Blair parece reconocer ahora muchos de los errores, pero aún no puede reconocer la mentira.

De vuelta al asunto, ahora que la decisión ha sido Brexit, lo opaco se comienza a tornar claro;  y claro, ahora puede ser tarde para reconsiderar. Ahora se comienza a ver con mayor claridad lo deplorable: quienes lideraron la campaña contra la permanencia en la Unión Europea (Boris Johnson, Michael Gove) se han aniquilado entre sí, en la carrera por ocupar el puesto de primer ministro del Reino Unido (otra perplejidad por lo de “unido”); quienes han bombardeado el campo político del debate (v.g. Nigel Farage) ahora dicen regresar al “espacio privado”, pero sin dejar de minar el espacio político que una vez ocuparon con el absurdo fin de destruirlo en su totalidad (como se dice jocosamente en esos lares, tan racional como el pavo que vota favorablemente por la navidad).

Con el Brexit muchos escogieron cerrar puertas, crear muros, ensanchar el mar del norte sin darse cuenta de que su propio bien está casi siempre ligado al bienestar de los otros, al otro lado del mar (o que el bienestar en sentido pleno no puede prevalecer a través del malestar de otros). Y un buen número de ellos, con distinto grado de conocimiento, prefieren ahora ocultarse y abandonar sus invocadas causas, con aparente transparencia.

Parece ser que en estos tiempos la sola defensa de la transparencia se torna expresión de radicalidad.  Seamos radicales entonces, aunque los riesgos abunden. Entre el sí y el no: la transparencia.

Suscríbase al boletín

Ir al contenido