Opinión

En la bambalina de ser mujer y no querer ser madre

En literatura decimos que el teatro es una representación de la vida cotidiana que pronuncia formas y procesos a través de personajes ficticios que agencian características humanas conscientes o inconsistentes de la realidad que (re)viven. Una obra, habituada en un espacio y tiempo particular, conduce relatos que hacen transitar en una misma historia a protagonistas y antagonistas escogidos para sí mismos como aquellos que traducen rituales y producen interacciones que, hacia su desenlace, animan encuentros inesperados u otros predecibles; por ejemplo, en las tragedias y las comedias.

Cercanas a esta composición dramatúrgica encontramos a las películas cinematográficas. Como presentaciones de esquemas sociales, pueden considerarse, también, formas de representación donde las estructuras de los actos convergen ya no solo con la pasión o la tristeza de los gestos, sino con construcciones que encarnan significados colectivos e individuales. Las cintas proyectan imágenes fijas de historias que son, en sí mismas, memorias construidas en la calle, la familia, el pueblo… o en los mundos subjetivos de las gentes.

En este sentido, Madres Paralelas (2021) de Pedro Almodóvar representa las construcciones sociopolíticas de lo que ser-madre y ser-mujer significa en la cultura patriarcal occidental. El imperativo “femenino” de la maternidad se teje entre dos historias: Janis y Ana. Ambas residentes de Madrid comparten el mismo estado: son madres solteras juzgadas por otras madres. No obstante, frente al mandato reproductivo, la experiencia subjetiva de cada una mantiene claros opuestos: Janis representa a la maternidad romantizada y el maternazgo impuesto y Ana, por su parte, la ruptura de cargar con algo que no quiere.

Bajo la identidad de ser una categórica “solterona”, Teresa, —sobre quien pesan los constructos de ser “buena” o “mala” madre—, representa la libertad que Janis y Ana no tienen. Irse de gira por España para presentar su monólogo teatral la coloca por primera vez en muchos años frente a lo que Raquel Pina (2006) llama, “la voz del padre”. Esa voz que subordina aún en la ausencia física y aferra a las mujeres a ser función y no sujetas. Su autonomía es una disputa abierta, desafía la ideología dominante para reconceptualizar el placer propio; es una madre que nunca quiso ser hija con hijas.

De allí que los códigos simbólicos del filme presenten lo “público” y lo “privado” como paradigmas culturales que llevan al encerramiento, la vigilancia y el automonitoreo de las madres; y aquellas que no lo son o no quieren serlo. Esto se debe a la existencia de relaciones de poder que jerarquizan la sexualidad y la maternidad de unas mujeres sobre otras, haciendo del cuerpo una sujeción masculina. Frente a la desmitificación de sus experiencias, el acto de hablar y no hablar se convierte en un recurso social que la institución de la maternidad asigna o priva, según la trayectoria escogida para cumplir con el “destino natural”.

En este caso, la maternidad es un quehacer político que obliga a acoger modelos de vida en función de alguien más. Cecilia es a Janis lo que Janis fue para su madre, lo que Ana sigue siendo para su madre y lo que Anita fue para Ana: hijas que no le añaden nada a su madre, al contrario, le exigen. Ninguna relación es símil directa de una u otra, pero todas afirman, en algún punto, que la maternidad como entelequia no existe.

De tal manera, el filme cuestiona lo que la maternidad social significa: creer que “la mujer” al convertirse en “madre” debe corresponder una actitud maternal amorosa, bondadosa e instintiva frente a su hija o hijo y, en consecuencia, en todos los espacios donde se le identifica como tal. Así mismo, como representativo a la realidad que narra, no le exige nada a la paternidad. Sobre esta no rigen mitos, bambalinas ni malos chistes, se presenta así tal cual: una construcción que inmortaliza a la mujer como persona y convierte al varón en espectador de quien se supone su contrario.

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