Opinión

El perdón de nosotros mismos

La ciencia nos habla de un origen absoluto del universo y, aunque sin comprobación, cita el “big bang”, mediante el cual surge,

La ciencia nos  habla de un origen absoluto del universo y, aunque sin comprobación, cita el “big bang”, mediante el cual surge, como por mera casualidad, todo lo existente a partir de un punto infinitesimal. ¿Infinitesimal? Significa más pequeño que lo más pequeño imaginable. Equivale casi a decir que de la nada. En ese “puntito” está la diferencia y el desacuerdo, a veces abismal, entre las religiones y el saber científico.

Sin embargo, las religiones bien entendidas tratan de decir, en muchos aspectos, casi lo mismo que las ciencias, pero inculcan sus doctrinas como dogmas cerrados que se deben creer y aceptar, precisamente, porque es difícil para ellas comenzar la existencia con lo absoluto, la nada, e inician su historia con el “milagro original” que “debe” aceptar el creyente. La ciencia, en cambio, mientras no se comprueben, deja sus postulados abiertos a la experimentación.

El problema es que lo aprendido de memoria o dogmáticamente creído, sin respaldo empírico, tiene poca trascendencia práctica. Millones de creyentes y devotos viven, antinaturalmente, en gran hipocresía y matándose unos a otros, pero rezan de memoria la Biblia o el Corán.

Se pueden memorizar los salmos o las ecuaciones de la mecánica cuántica sin tener la menor idea de cómo predecir o sobrellevar las situaciones reales de este mundo para poder vivir mejor y naturalmente.

Para el humano común que desea mejorar su vida sumido en la práctica de la convivencia, lo más conveniente es no contradecir su misma naturaleza. Para él la mejor directiva, incontestable bajo cualquier  filosofía o escrutinio, es la regla de oro de la convivencia: “si no puedes ayudar a tu prójimo, al menos no lo dañes”. Es un precepto con posibilidad de valoración empírica. Si nuestro objetivo fuera ayudar se acabarían las guerras y las rencillas de toda clase. Además, cuando tratamos de ayudar nos sentimos mejor porque también está comprobado que el organismo libera hormonas que lo llevan a una actitud de paz y felicidad. ¡Así es nuestra naturaleza! Mucho mejor que cuando estamos metidos en angustiosas peleas.

Esa regla de oro funcionará solo si podemos evitar las  emociones negativas por medio del autocontrol, no pensando o esperando que los malos momentos o tendencias no surjan, sino adelantando nuestra actitud para tener la fuerza de no expresarlos. Podemos no gritar y expresar nuestra molestia, controladamente, sin irritación y sin “tragárnosla”.

Este camino implica preparar nuestro organismo para lograr observarnos a nosotros mismos sin juzgarnos, sin eludir y sin negar actitudes por las que podríamos autoreprendernos.

La observación de “no juzgarnos” está presente en las enseñanzas de grandes pensadores clásicos, desde Jesús hasta modernos como Krishnamurti: “Watch, do not judge” (observar, no juzgar). La observación sin juicio tiene alguna relación con la confesión en el cristianismo pero ahí es un rito que pierde su valor si se cree que reemplaza el trabajo necesario, o sea, el esfuerzo que lleva a la enmienda. La confesión debe convertirse en hábito constante pero ante uno mismo.

Esto nos lleva, necesariamente, a valorar el perdón sin el cual tampoco habrá paz (somos prueba y error), y su relevancia está en el perdón de uno mismo ya que, generalmente, no sabemos lo que hacemos. Perdonar a otros es fácil, no así perdonarnos a nosotros mismos.

Todo requiere tanta práctica como el ejercicio físico, hay que “levantar las pesas”. Por ejemplo, no expresar emociones violentas o las del perdón para lograr el punto de observarnos antes de caer en las tendencias automáticas que todos tenemos y, entonces, tener la dicha de contenerlas también automáticamente.

Esas tendencias negativas llamadas en psicología “egos múltiples” o, en teoría cristiana, “demonios”, imponen practicar con mucha humildad para llegar a esa etapa de “observar sin juzgar”. Después de la práctica paciente mejorará la salud física, mental y espiritual. ¡Esa es la meta! ¿Qué más queremos?

¡Saber que la humanidad

aún está en transición

para la transformación

de su conducta animal

hacia el “homo racional”

nos aporta una ilusión!

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