Opinión

El martirio de la revisión técnica vehicular

Dejando de lado el hecho de que la Iglesia católica otorga la canonización a quienes hayan sufrido el denominado martirio, lamentablemente muy presente en las diferencias y persecuciones de otros tiempos, debo señalar que el instituto aludido se encuentra presente en nuestro país en una actividad que la mayor parte de conductores de vehículos deben padecer una vez al año:  la revisión técnica vehicular.

Me permito relatar lo sucedido, en espera de que nuestro Señor se sirva tomármelo en cuenta en su oportunidad. Primeramente, obtuve la cita en línea en donde se advertía con claridad de los documentos que se debían llevar consigo y la necesidad de presentarse 15 minutos antes de la cita, que en mi caso la había designado para las 10:30 a.m.

El día destinado para la famosa revisión (e inicio del padecimiento) me hice presente 25 minutos antes a la estación de Heredia, pero quedé espantado al verificar que en una calle bastante angosta que llevaba a la dichosa estación de servicio había una fila de vehículos de más de 200 metros de longitud. Como pensé que me había equivocado, consulté con el conductor que estaba al volante del vehículo precedente, quien me aclaró que había que hacer la fila, que avanzaba lentamente, al estilo un embotellamiento vehicular de los de nuestra cotidianeidad.

Llamé por teléfono a la central, en donde una amable máquina contestadora me informaba que pronto sería atendido y me daba cuenta de los infructuosos intentos (al menos 8) de trasladar mi llamada a un ser humano. Luego de aproximadamente 15 minutos, un joven me atendió y al informarle de lo que sucedía, me indicó que posiblemente había existido alguna colisión en la estación,  que no había ningún reporte sobre retrasos o largas filas y me señaló que mejor no me saliera de la fila, porque si permanecía en ella, se realizaría la revisión. Eso sí, se comprometió a avisar a sus compañeros de lo que sucedía en las afueras.

Casi a las 11 de la mañana llegué a la casetilla de entrada, en donde me permití consultar por la cantidad de personas y vehículos y se me dijo que había días así, aunque me aclararon que, de la caseta de recepción en adelante, solo podía pasar quien tuviera cita agendada. De nuevo seguí sin entender el porqué de la lentitud que en principio, no debía demorar más allá de 20 minutos.

Me correspondió la fila número uno, donde nuevamente tuve que armarme de paciencia franciscana (que confieso que no  me fue otorgada en el reparto de cualidades) y aguardar un buen rato a que la línea quedase despejada y que el personal encargado me  permitiera avanzar y me dijera los consabidos estribillos  e instrucciones que había que entender “al vuelo” por la rapidez con la que lo decían, en vista de que aunque para ellos es tema de todos los días, la revisión no es ni frecuente ni agradable para nadie del público usuario.

Finalmente, llegué al final de la línea y afortunadamente mi vehículo aprobó sin fallas la revisión. Antes de darme la documentación y percatándose el joven encargado de que tenía ya cerca de dos horas de estar por ahí, me refirió bastante apenado que aunque la empresa había iniciado funciones con 25 personas, pero que en la actualidad tienen solamente 15 para todo el servicio, lo que en definitiva me pareció inaceptable, pero me hizo entender la congoja del muchacho que me brindaba las explicaciones.

Al salir, aproximadamente a las 12:15 p.m., observé que la fila era aún más larga que cuando había llegado. Me regresé pensando entonces en que aunque mucho se critica la lentitud en los servicios públicos, en este caso en concreto, la revisión técnica se había llevado el máximo galardón, ya que queda la lamentable impresión de que lo único que importa para la empresa concesionaria es el pago que debe hacer cada persona usuaria y no la calidad del servicio, con ahorro de tiempo incluido. Más de dos horas perdidas en un trámite que bien puede, con ganas de hacer las cosas, simplificarse.

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