Opinión

El factor Dios

“Un grupo fundamentalista, aunque no mate a nadie, aunque no le pegue a nadie, es violento.

Un grupo fundamentalista, aunque no mate a  nadie, aunque no le pegue a nadie, es violento. La estructura mental del   fundamentalismo es violencia en nombre de Dios”.  Papa Francisco.

Los fundamentalismos religiosos y seculares contemporáneos están en avanzada. Adquieren protagonismo público y político en el terreno fértil de un mundo que continúa globalizando la pobreza, la desigualdad y las  condiciones para una hecatombe ecológica.

Ante este sombrío panorama, se ondean las banderas de la “salvación”, convocando –y hasta forzando– a las gentes y a los pueblos a someterse a las verdades eternas de sus textos sagrados y dócilmente a su institucionalidad religiosa. Ofrecen un reino de prosperidad en este y otros mundos, otorgando “nuevas indulgencias” a cambio de la entrega “sacrificial” en los altares de la iglesia, la patria, el estado, el mercado o el culto mediático. Efectivamente, estamos ante un fenómeno que se expresa también en formas de religiosidad secular, hoy con fuertes rasgos teocráticos.

El uso y abuso del nombre de Dios, para hacer y decir barbaridades,  está a la orden del día; enardecidos con el poder que les confiere un arma, una curul o un púlpito levantan, de nuevo, la antorcha para  encender la hoguera, considerándose ungidos por Dios para limpiar al mundo de   tanta “inmundicia”. Ya le tocó a Jesús, en su tiempo, develar sus incoherencias puritanas, calificándolos de “sepulcros blanqueados”, es decir, sembradores de muerte que se presentan como adalides de la paz y  la pureza espiritual; amadores de sí mismo, que buscan orar en público   para ser escuchados, y ubicarse en los primeros asientos para servistos: arrogancia narcisista vestida de color púrpura o de saco y corbata.

Pero, como bien señala José Saramago, no se trata de un dios,  sino del “factor Dios”, “ese que es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las     intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que  manda creer, el que después de presumir haber hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia”.

Hay que restituir la dignidad y el decoro del nombre de Dios, si es que pretendemos seguirlo utilizando; quizá nos vendría bien, a la manera budista, dejar de pronunciarlo. ¿Acaso, no deberíamos silenciar nuestras vanidades y arrogancias, dejando que el Silencio nos conduzca por senderos de concordia, armonía y hermandad?

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