Opinión

El escenario que compartimos

“Mujer, me encanta ser mujer. Disfruto los espacios, los espejos, los poemas, las canciones, las libertades para sentir y decir lo que siento

Mujer, me encanta ser mujer. Disfruto los espacios, los espejos, los poemas, las canciones, las libertades para sentir y decir lo que siento, para llorar y gritar al viento. Para decir no, no quiero. Para ser yo y para no serlo. El poder elegante y sutil que tengo, no para seducir, sino para argumentar y saber que puedo. Disfruto y me encanta mi cuerpo, que no necesita aprobación ni recelo, mis pasos son seguros y tienen un punto de encuentro, en las opiniones, el pensamiento, la emoción y el afecto. Soy mujer desde siempre, a pedazos, entera, ausente y completa. Soy mujer y me encanta, amo mi mirada, mi compañía, mis dudas y esperanzas, amo mis proyectos y la fuerza que tengo para decir “lo siento”, “te amo” y “no creo”. Amo no ver el mundo con miedo, despertar por las mañanas y saber lo que quiero. Caminar el planeta entero y no escuchar “piropos” salidos de tono o groseros. Saber que hay personas que respeto y son capaces de entender esto”.

Castro (2017)

Cuando se habla de violencia hacia las mujeres, es muy común situar los eventos en un tercero, en una mujer que no se parece a la mayoría que conocemos y que proviene de una realidad social precaria y en desventaja. Sin embargo, a pesar de las diferencias en utilería, el escenario en el que viven “esa mujer” y las demás, sigue siendo el mismo.

Un escenario en donde las mujeres nos vemos expuestas al maltrato, a la agresión de todo tipo y a la opinión pública, que juzga desde la apariencia “no perfecta”, hasta los gestos y palabras que salen de nuestra boca.

Esto es violencia. Es ser juzgado y evaluado las veinticuatro horas del día, es el monitoreo social permanente, las miradas y palabras que buscan el control. Es que me digan cómo debo verme y qué debo hacer para “ser decente”, es la demanda continua de la sonrisa, el silencio y el “sí, estoy de acuerdo”.

Es violencia, y la habituación es tal que hemos optado por callarla, por obviarla y excusarla. Es la burla, el chiste, el comentario salido de tono, la agresión con golpes, palabras, opiniones o miradas. Es no tener el salario justo a pesar de tu preparación profesional, es no tener espacios propios (a no ser que se defiendan con uñas y dientes), es escuchar que no eres prioridad por no tener hijos, es no poder caminar por la calle en paz, sin que algún tipo se crea con derecho a opinar sobre ti y lo que llevas puesto, es el comentario machista y tonto, es la ignorancia del colectivo patrocinada por la anuencia de la costumbre.

Muchas veces es la palabra simple, la complicidad del verbo, la descalificación sutil y la promesa justa: “no volverá a pasar”. Es la desigualdad de poder, el silencio hostil o el reclamo abierto. La caricia que engaña, la cercanía que absorbe, la demanda constante, la ausencia que manipula y la amenaza latente.

Es violencia consentida, inconsciente, reconocida, diaria y real. Son las mentiras que nos han contado y que encuentran eco en la familia, la religión, la oficina, el cine, la música, los negocios:  el “crimen pasional”, “el amor todo lo soporta”, “si no eres mía de nadie más”, “la conducta violenta es impulsiva”, “las drogas son la causa del maltrato”, “te celo porque te amo”, “si cumplieras con tus obligaciones no te haría esto”, “qué delicada solo es un piropo”, “deberías agradecerlo”, entre muchas otras.

Es la maternidad colocada en un pedestal, como único camino a la realización, como destino, como objetivo supremo de nuestros cuerpos y como respuesta a la soledad.

La violencia contra las mujeres tiene muchas caras, formas, colores y escondites. Tiene adeptos, engañados, ignorantes, ingenuos, redes criminales, intereses económicos, proxenetas, novios, esposos, compañeros, profesores, comunicadores, catedráticos, publicistas, hijos de “mami y papi”, profesionales, figuras públicas, padres, tíos, abuelos, etc. Tiene un principio, pero también tiene un fin.

Acaba cuando se reconoce, cuando se educa, cuando se hace visible, cuando se ofrecen oportunidades de vida, cuando se respetan las historias de las mujeres, cuando en vez de juzgar se acompaña. Acaba cuando se hace consciente, cuando miras a los ojos de una mujer en lugar de mirar su escote.

Acaba cuando entiendas que no “es tuya”, que ya era antes de ti, acaba cuando reconozcas que es diferente y que es su derecho serlo… acaba, cuando no sea necesario decirte esto.

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