Opinión

Contrainteligencia judicial

Leer: “Narcos quedan libres por error fiscal”, “Juez libera a líder de banda narco”, “Tribunal absuelve a cabecillas” o hasta “Se pierde expediente (o prueba) clave”, en los titulares, empieza a ser algo habitual en Costa Rica. Pero no por eso debería ser algo normalizado o socialmente aceptado.

Dejo aquí sentada, nuevamente, mi preocupación por la corrupción judicial. Un vicio metastásico del que me ocupe, prioritariamente, en mi primer libro: Corrupción e Impunidad. (Continental, 2004)

Hoy vuelvo a la carga sobre tal problema, pues es evidente que, dieciocho años después, se volvió mucho más amenazante. Pero, sobre todo, por la incapacidad mostrada por la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de la Judicatura, la Inspección Judicial, la Auditoría Interna, y desde luego, el Ministerio Público. Sin descontar la Procuraduría de la Ética Pública y la Contraloría General de la República. Incluso las facultades de derecho que, si son serias, algo de investigación corajuda deberían posicionar sobre la mesa. De la Defensoría de los Habitantes -de un tiempo para acá- ya no espero mucho.

La corrupción judicial es impasable. Debería serlo al menos, si nos preciamos como Estado de derecho, es decir, si consideramos que el orden es un valor supremo de nuestra escala de valores democráticos y estimamos las reglas -contenidas en las leyes- como presupuestos para asegurar, precisamente, ese orden.

Saber a qué atenerse como principio basal del republicanismo, pasa, indefectiblemente, por reconocer la importancia de la legalidad (rule of law) como basamento de ese orden que ya Spinoza estimaba como las “posibilidades de coexistencia civil pacífica”.

Pues bien, el caso es que el Poder Republicano, pensado para asegurar el orden mediante la prevención de los abusos, viene a ser el Judicial.

Alguno dirá con apuro y tratando de pescarme en descuido, que la policía está adscrita al Ejecutivo. Pues las leyes las dicta el Legislativo. Pero aquello es insuficiente, incluso, apenas incipiente, sin la concurrencia de los jueces de la República como agentes definitivos del orden. En tanto son los jueces los que crean aquello que los juristas llamamos: “estado”.

Entiéndase que son los jueces los que, en definitiva, garantizan la vigencia de los derechos, así como la exigibilidad de las obligaciones. Por tanto, dichos agentes públicos, en consecuencia, aseguran el orden. Pero también son los que propician el desorden cuando dan cabida a los malos ejemplos. Sí coincidimos en que no hay peor ejemplo que la impunidad, al menos no en un marco democrático y de derecho.

El caso es que la Costa Rica bucólica desapareció. Simplemente, se rompió aquella burbuja cuasicampesina, se desdibujó aquel relato libertario, se desenmascaró aquella leyenda democrática, e incluso, se sinceró la tal Suiza Centroamericana. En dos palabras, nuestro país se globalizó y “modernizó”.

El pecado capital de aquella nación campechana -y sí; pacífica en términos culturales-, es el abandono de la educación pública y la subsecuente pauperización de su democracia e institucionalidad.

Al punto de que quienes gobernaron y por ende guiaron al país hacia la tierra santa de la “apertura”, olvidaron desde su escasez de miras, que, con lo bueno, casi siempre, viene lo malo, que la libre circulación de mercancías lícitas implicaba menos controles también para las ilícitas, y que detrás de los inversores venían también los lavadores, y con estos, los corruptores, y con ellos, los sicarios. Sin olvidar lo peor de ese coctel implosivo: las víctimas. ¡Nosotros! Los ciudadanos que vamos quedando como cucaracha en bisagra.

Esos políticos faltones corrompieron al país por acción u omisión. Permitieron que se nos convirtiera en refugio de exguerrilleros, paramilitares, narcos y corruptos ajenos. Y de la mano de estos, en bodega del narco. Dando cuenta de ello, la narcotización sociocultural de las llanuras del norte, la frontera sur-sur, el pacífico central, las ciudades de Limón y Puntarenas, los barrios marginales -léase: marginados- del Valle Central, y por qué no decirlo, más en general: “nuestra” política y economía como superestructuras del poder.

Pero vengo a ocuparme de la resultante “lógica” de semejante invasión de “modernidad”: la narcotización del Poder Judicial. O lo que es igual: el sacrificio de ese último bastión republicano en el altar del dinero mal habido.

Y llamo la atención sobre ello, porque ya a esta altura, resulta no solo indignante, sino sospechoso, el que no se articule, desde ese Judicial que tanto defiende su autonomía constitucional, una verdadera -quiero decir: seria- contrainteligencia que prevenga y erradique la corrupción de jueces y fiscales., así como de auxiliares con acceso pleno a expedientes y en capacidad de perder pruebas o informar por paga.

Lo que está pasando en el Poder Judicial ya dejó de ser corrupción aislada y amenaza con ser corrupción sistémica o institucionalizada.

No significa ello, ni por asomo, que todos los funcionarios judiciales son corruptos. Falacia bastante burda, por lo demás, solo equivalente a aquella “burrada” de que todos los funcionarios públicos son vagos.

Pero lo que sí es cierto, es que no vemos a esa inmensa mayoría de judiciales indolentes, exigiendo a la cúpula una limpia, una extirpación tumoral o una fumigación de aquello que contamina algo más importante que su imagen gremial: su integridad y legitimidad como Poder de la República.

Muy por el contrario, pareciera insisten en cubrir tan problemático “muerto” con un ominoso silencio sepulcral que, al venir de los que más saben qué está pasando, así como dónde y por quiénes está pasando, les hace a ellos mismos un gran daño como gremio e institución. Y ya no solo a nosotros, los indefensos ciudadanos de a pie, como les gusta de un tiempo para acá, a ciertos gobernantes, (des)contarnos.

Summa summarum: abogo hoy, como ayer, por una verdadera contrainteligencia judicial. Dentro de los márgenes de la legalidad, mesurada, pero enérgica y contundente. Sin resabios de (auto)acomodo intrainstitucional ni sospechosa reticencia gremial. Simplemente, contrainteligencia con seriedad y eficacia.

Y de paso, ya que hablo de esto como suelo hacerlo: sin ambages ni temores. Concluyo con una propuesta adicional: extiéndanse los controles pensados para el judicial, también a lo electoral, y aplíquese con idéntica intensión e intensidad, lo propuesto, al Tribunal Supremo de Elecciones. Que buena falta hace también, a esta altura de concentración de poder y endogamia institucional, atravesarles una severa y preventiva contrainteligencia electoral.

 

 

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