Opinión

¿Con qué vota el costarricense?

Se habla mucho hoy en día de la necesidad de “razonar el voto”, de emitir el sufragio después de un objetivo y desapasionado análisis de planteamientos y propuestas.  Tales lugares comunes -pues no de otra cosa se trata- asumen que el voto procede de la zona cartesiana y racional del espíritu, de esa vocación dialéctica y lógica que se ocupa de la confrontación de ideas y de la resolución de ecuaciones de segundo grado.  ¿Es esto cierto?  ¿Votan los costarricenses con las funciones analíticas y críticas del cerebro?  ¿No lo harán muchos con el hígado, el corazón, las hormonas, la adrenalina y el instinto?  ¿No obedecen nuestras beligerancias políticas a motivaciones mucho más oscuras, legamosas e irracionales de lo que quisiéramos admitir?  Veamos.

Hay ciudadanos que votan por el candidato más fotogénico, la guapura y el sex-appeal son, para estos electores, criterios determinantes.  En la cultura de los aeróbicos, el silicón, el bótox, el colágeno, los pellejos estirados y los cuadritos abdominales tal orden de prioridades resulta comprensible.  Eso sí: no intenten convencerme de que semejante preferencia obedece a “un análisis racional de la situación política del país”.

Otros votan desde el resentimiento.  No es que se dejen influir por viejas amarguras.  Es que se convierten en su propio resentimiento: supuran rencor al emitir el voto, todo su ser no es otra cosa que un hirviente pozo de hiel, veneno y ácido pancreático.  No dudo de la legitimidad de su dolor, de esa carga de amargura mal digerida que su actitud delata.  Lo único que me niego a aceptar es la fementida “racionalidad” de sus odios y militancias: como todos sabemos, ni el corazón ni el hígado han sido dotados de eso que llamamos “conciencia política”.

En muchos casos las que votan son las viejas fidelidades.  Fidelidades como esas que se les profesan a los santos y al doctor de la familia: tenaces, sempiternas, graníticas.  Vienen desde el fondo de la fe, de la tradición, de la memoria ancestral: “mi tátara abuelo fue uno de los principales cabecillas durante la Revolución, y en casa todos vamos a votar por San Selerín de la buena buena fin.  Tales sufragios son hijos de la devoción, de la lealtad a la casta y la familia, ¡de lo que ustedes quieran, menos de la razón!

Especial mención merecen los votantes “deportivos”.  Van con fulano o mengano de la misma manera en que son saprissistas o liguistas.  Su activismo político más se recuesta a la “barra”, el “urrarrá” y el hooliganismo.  Altoparlantes, banderas y cornetas.  La euforia colectiva, los rítmicos pitazos y la embriaguez de los “signos externos” son como un llamado a las armas, una droga que les permite vivir, siquiera por unos días, la ilusión de una solidaridad partidista profunda, de un éxtasis que asume rasgos de carnaval, experiencia mística y gesta épica a un tiempo.

Están, finalmente, los militantes vitalicios de diversos partidos, esos que después de cuarenta años de profesar una ideología determinada, votan por su color con el mismo automatismo con que el viejo soldado defiende su estandarte: intransigente, inclaudicable, vacío ya de sentido crítico.  No nos engañemos: después de bogar durante medio siglo en una misma nave política -y todo partido, en tanto que institución humana, termina por defraudarnos- un hombre no defiende ya sus colores; defiende algo muchos más hondo: el significado de su gesto, el valor del compromiso, la integridad de su militancia.  Por lo demás, nadie es capaz de creer durante una vida entera en la sacrosanta vigencia y en el mérito intrínsecamente político de un partido, cualquiera que este sea.

Y no me mueve aquí el afán de censura.  El ser humano es una criatura más emotiva y visceral que cogitante.  Exigirle objetividad me parece una de las empresas más fútiles que quepa imaginar.  No veo cómo puede pedírsele a un hombre que se purgue de a sí mismo de su subjetividad, su sangre, su pasión, sus entrañas y de toda forma de irracionalidad en el momento de emitir un voto.  La esfera impoluta y químicamente pura de la razón no ha sido nunca la natural latitud de nuestro espíritu.  El sufragio emotivo, hepático, hormonal, deportivo y devocional, ¿no constituirá después de todo una manifestación legítima de nuestra peculiar vivencia de la política?  No lo sé.  Sea como fuere, creo que debemos siquiera reconocer el origen de nuestras motivaciones, y no disfrazar de “objetividad” esa suma de arcanas animadversiones y simpatías que constituyen la trama misma de nuestras vidas.  Palpémonos el alma y la conciencia, y atrevámonos -así no sea más que cuando estemos a solas- a ver lo que llevamos dentro.  Si no podemos cambiar, podemos, al menos, aprender a conocernos.

Las pasiones dividen.  La razón -eterna peregrina de la verdad- nos une.  La democracia (demos kratos) no significa “el poder del pueblo”.  Significa “el poder de la razón del pueblo, el pueblo en tanto que colectividad razonante, capaz de sindéresis, dotada de discernimiento, elementos de juicio, cultura, intuición.  Urge redefinir la democracia.  Un pueblo iracundo -Costa Rica al día de hoy- vive en la oclocracia: el poder de la rabia, la vesania y la sed de venganza.

 

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