Opinión

Ciudadanía piromaníaca

¿Qué clase de nación estamos potenciando cuando los partidos políticos renunciaron hace tiempo a formar mejores cuadros y hoy improvisan alcaldes, diputados y presidentes por “chiripa”?

Costa Rica sufre una sequía de estadistas -al menos visibles-, al tiempo que por racimo van apareciendo improvisadores; una suerte de populistas de nuevo cuño, que asoman por la ventana, previo a cualquier decisión, enconchándose -jamás creciéndose- ante sus críticos. Lo de ellos es el disimulo y la pirueta. Son buenos ventrílocuos y obedientes mandaderos. De esos, sí que hay. Y el pueblo los ha encumbrado. Eso es lo más triste e irónico del caso costarricense.

Y es que al buscar la ciudadanía entre los suyos, ángeles irreales en vez de líderes eficaces y honestos -en síntesis: humanos-, termina decapitando a todo aquel que haya hecho algo serio en su vida, poniéndosela facilísimo a los medios de polución masiva, para linchar primero y colocar después.

Bien decía Napoleón que “nadie es grande impunemente”. O lo que es igual: que el chico popular del barrio, por lo general, es el más inocuo, pero raramente el más valioso. En síntesis: nadie que haya acometido en serio la vida, abunda en amigos. Y menos en política, que es el espacio de los intereses. Al contrario: hacer cosas, implica tocar intereses. Destruirlos, incluso. En ocasiones límite, volverlo todo “patas para arriba” e implantar un nuevo orden.

Pero nada de eso se logra sin gastarse amigos y ganarse enemigos. Hasta las familias nucleares pagan el precio alto de hacer empresa, política, cultura o protesta. Si se acomete en serio. Y es ahí, justamente ahí, donde da un giro aquello de “no hay almuerzo gratis”, para dar paso a “no hay monumentos ni libros de historia gratis”.

O acaso no fueron Calderón, Figueres o Mora, quienes sufrieron antes el exilio y la expropiación, defenestrados por sus detractores, hasta que la historia los redimió por derecho propio, con sus luces y sombras. Porque angelitos no eran. Y sobre todo los dos primeros, que sí detentaron el Poder. Dicho esto, si hemos de privilegiar la verdad por encima de sus leyendas políticamente interesadas.

El caso es que hemos decapitado nuestra democracia por partes. Sin que las cabezas rueden aún: la de la Defensoría, la de la Fiscalía, el Tribunal Electoral, parte de la Corte, las Universidades, algunas superintendencias y entes contralores, ni que decir las Juntas Directivas y Presidencias Ejecutivas, los Ministerios y hasta el propio presidente, para terminar redundando en la inmensa mayoría de diputaciones. Todas, cabezas institucionales que penden de un tendón, exhibiendo la espina dorsal quebrada y la carótida en franco desangre.

Las estadísticas elocuentes sobran para un artículo como este, al pie de semejante deslegitimación.

Progresivamente, hemos incendiado nuestra propia morada. De ahí que se repita como uno de esos lugares tan aburridamente comunes, que: “no hay santo en qué persignarse”, “todos son iguales”, “no se vislumbra un líder”, “antes sí había, pero hoy estamos huérfanos”, “nada que hacer” “sin esperanza ni certidumbre”. Completen ustedes el rosario de quejumbre machotera.

Es claro, cuando menos para todo aquel atento, que así no vamos para ningún lado. Que cuando hasta los rectores de las universidades públicas, terminan censurados -léase: linchados-, es porque algo anda mal. ¡Realmente mal!

Y que cuando llevamos décadas sin un expresidente invicto en sede penal, lo disfuncional no está, necesaria ni solamente, en los líderes políticos.

Así que, no es que estemos criminalizando la política, es que la política se volvió criminal. Esto es así desde que el “sistema” político lincha a los preparados para, acto seguido, dar cabida a los mediocres prebendales. Pero lo es también cuando tergiversa lo deseable y termina proscribiendo la crítica honda, la oposición seria y hasta la disidencia oportuna, imponiendo en su lugar un consenso falsario y renco que, en ese tanto, resultará siempre empobrecedor, en tanto privativo de un solo sector privilegiado y su paradigma sectario. Ese mismo abolengo que hace tiempo compró -léase: cooptó- los megáfonos societales.

Se trata de un “sistema” que adoptó la Omertá como regla de oro para ascender en la política intrapartidaria, y, desde ahí, directo hasta los trampolines amañados de las facciosas asambleas nacionales, fábricas de diputaciones por casualidad.

¿Cómo va a ser funcional un país donde el Congreso destituye con cargos falsos a un contralor general preparado, pero sostiene a una defensora de los habitantes confesa, con presuntas faltas gravísimas y hasta potencialmente penables?

¿Qué clase de nación estamos potenciando cuando los partidos políticos renunciaron hace tiempo a formar mejores cuadros y hoy improvisan alcaldes, diputados y presidentes por “chiripa”?

Pero lo más grave de todo: ¿Qué tipo de ciudadanos permitieron -y hasta promovieron- semejante incendio?

Mi humilde, y en ese tanto, falible tesis: esta mejenga ha sido patrocinada por una ciudadanía piromaníaca que aprendió a sentirse bien consigo misma, sintiéndose mal con la política, linchando a cuanto árbitro -léase: referente- se le apareciera por delante y escupiéndole su silencio ominoso a todo aquel atrevido -entiéndase: líder- capaz de mover las agujas y dispuesto a rasparse la carrocería para ello, con la maraña de interese creados que lo empantanan todo.

Estamos ante una ciudadanía piromaníaca que aprendió a quemarlo todo, por las dudas. Pero que ahora parece -y por el momento solo parece- empezarse a dar cuenta de que no le gusta el paisaje desolado que nos hereda, su propia creación: un país fundido.

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