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¿Puede Biden salvar a Occidente?

No todos los aliados están alineados a la propuesta norteamericana de confrontación con China, en especial los de Europa del este, porque no quieren poner en segundo plano su confrontación con Rusia.

La duda la planteó el columnista del Washington Post, Ishaan Tharoor, en vísperas del viaje del presidente estadounidense, Joe Biden, a Europa. Fue un paso más del mandatario para tratar de reconstruir las relaciones con sus socios más cercanos, debilitadas durante la administración de Donald Trump, y perfilar mejor la naturaleza de sus enemigos.

¿Puede Biden salvar a Occidente?, se preguntó Tharoor. Iba con “grandes ambiciones”, asegura: nada menos que sentar las bases de la nueva década de confrontación entre las “democracias liberales” y los “poderes autocráticos”, abrir una nueva era en la competencia entre ambos.

“Sus interlocutores europeos están entusiasmados”, dice Tharoor. Estados Unidos está de vuelta, aseguró el presidente del Consejo Europeo, el exprimer ministro belga Charles Michael, de tendencia liberal muy conservadora.

Será más fácil decirlo que hacerlo (las relaciones con Europa afectadas por Donald Trump), Emma Ashford, miembro senior del New American Engagement Initiative, del Scowcroft Center for Strategy and Security en el Atlantic Council.

El año pasado los organizadores de la conferencia anual sobre seguridad de Munich acuñaron el concepto de Westlessness. ¿Está el mundo desoccidentalizándose?, se preguntaban.

Hace un siglo –dice el documento– el sociólogo Oswald Spengler publicó su libro La decadencia de Occidente, en el que predecía el fin de la civilización occidental. Hoy el tema es objeto de nuevos libros, artículos, discursos.

Este año el informe trató de enderezar el debate en una reunión virtual celebrada el 19 de febrero pasado. Biden acababa de asumir la presidencia, despertando la esperanza de que la reconstrucción de la alianza transatlántica permitiría ver más allá de la Westlessness.

“Occidente” es, en este caso, más que un concepto geográfico. Es una idea política que combina el poder militar de la OTAN con los ideales más universales del orden democrático liberal.

Un universo donde ha crecido, sin embargo, la desconfianza sobre el papel de los Estados Unidos. Según una encuesta realizada por el Consejo Europeo de Relaciones Internacionales, citada por Tharoor, la mayor parte de los europeos creen que el proyecto europeo está “quebrado”. Piensan lo mismo del sistema político norteamericano y desconfían de que puedan asumir nuevamente el rol de líder de “occidente”.

Pero hay algo más importante todavía: “el mundo de las democracias liberales perdió el monopolio de definir qué es una democracia”.

La frase es de Ivan Krastev, director de programas del Center for Liberal Strategies, de Sofía, Bulgaria, en un artículo publicado en el New York Times el pasado 12 de mayo.

Biden ha propuesto celebrar una cumbre de democracias, conformar una coalición para enfrentar los poderes autocráticos que atribuye a Rusia o China. Pero, para eso –afirma Krastev– deberá abandonar su pretensión de decidir quién es demócrata y quién no.

Según encuestas de organizaciones muy conservadoras –como la sueca V Dem, contraparte de la norteamericana Freedom House– hoy viven más personas bajo regímenes “autocráticos” que “democráticos”. Como ejemplos cita India, Hungría o Turquía.

Si Biden insiste en una definición muy estricta de democracia su grupo quedará muy reducido. Si acepta una definición ampliada, corre el riesgo de quedar en evidencia con una actitud hipócrita. El borde entre democracias y no democracias se ha hecho difuso y tiene graves consecuencias si se aplica a la política internacional, advierte Krastev. Los nuevos regímenes autoritarios cruzan la frontera entre la democracia y el autoritarismo casi tan frecuentemente como los contrabandistas cruzan las fronteras estatales.

En la foto, los presidentes y encargados de las relaciones exteriores de Estados Unidos y Rusia, reunidos el pasado 16 de junio en Suiza. (Foto: AFP).

Para Krastev, Biden no tiene muchas alternativas para conformar su alianza de democracias. Puede incluir en esa alianza a países como India o Turquía. O desvincular ese esfuerzo del otro, orientado a revivir la democracia global. –Yo le sugiero este segundo camino, afirmó.

Los orígenes

El profesor de Asuntos Internacionales y Gobierno en la Georgetown University, Charles King, escribe en la más reciente edición de la revista Foreign Affairs un artículo en el que trata de rastrear los orígenes del internacionalismo norteamericano y sus paradojas, las mismas que caracterizaron a uno de sus personajes centrales: el senador demócrata por Arkansas, William Fulbright (1905-1995). “Líderes nacionales de los estados del sur que defendían la esclavitud no solo como una institución doméstica, sino también como la base de alianzas y del orden mundial”, dice King.

Ese sur donde King fue a buscar los secretos de una política exterior basada en el libre comercio, pero cuya riqueza derivaba de las plantaciones de algodón, tabaco y otros productos, como el banano, o la caña, que se extendían desde Chesapeake Bay hasta el golfo de México resultado de los trabajos forzados de unos cuatro millones de hombres y mujeres.

Ese modelo sudista del que William Faulkner iba a revelar los secretos, como recordó el ensayista, poeta, novelista, nacido en Martinica, francés y antillano, Édouard Glissant: inalienable, grandioso a veces, siempre (en la obra de Faulkner) miserable y fatal.

King nos recuerda que en 1858, tres años antes de estallar la guerra civil en Estados Unidos, el senador Jefferson Davis –que llegaría a ser presidente confederado–, se lamentaba de que, entre sus vecinos de América Central y Sudamérica, los caucásicos se habían mezclado con indígenas y africanos.

Puede pensarse que todo esto es cosa del pasado, pero King rastrea ahí una visión que, pese a la derrota del sur y el fin de la esclavitud, predominó en la política exterior de los Estados Unidos, en la que se basa la idea de la “excepcionalidad” norteamericana, reivindicada más recientemente incluso por el propio presidente Obama.

King cita la conquista de Hawai, las guerras en Filipinas, Cuba y Haití a fines del siglo XIX, guerras basadas en el concepto de una raza superior contra aborígenes obstinados. Un principio consagrado en una concepción de sus relaciones con América Latina, expresada en el concepto del “destino manifiesto” en el que se fundamenta la idea de dominio natural sobre la región.

El mismo razonamiento predominaba durante la Segunda Guerra Mundial. Pero ya entonces crecían las protestas contra la discriminación racial en el país y la Guerra Fría permitía a la Unión Soviética exhibir la hipocresía de las reivindicaciones norteamericanas sobre libertad y democracia.

“Para los políticos y los intelectuales blancos lo más fácil era aceptar que la política interna y la internacional eran dos cosas esencialmente separadas”, dice King.

Algo que no pasó desapercibido al presidente Ruso, Vladimir Putin, cuando mencionó, luego de su reunión con Biden en Ginebra, el asalto al Capitolio y el clima político que se vive en Estados Unidos y que contribuyó a llevar a Donald Trump al poder. Un clima que no ha desaparecido con su derrota en las pasadas elecciones, y que tampoco dejó de ser recordado por líderes políticos europeos y la prensa, durante la gira de Biden.

La democracia y el racismo

Una nueva generación de historiadores y científicos políticos, dice King, están ahora considerando seriamente los problemas de la democracia norteamericana, redefiniendo el lugar del racismo en la historia de los Estados Unidos y estableciendo las conexiones explícitas entre las políticas internas y la internacional.

“Tanto los liberales como los conservadores tienden a reducir los males causados por Estados Unidos en el extranjero, mientras revisan los causados en el interior del país”. Como ejemplo, King cita el sistema carcelario norteamericano, las disparidades en el sistema de atención médica, o el proceso más actual mediante el cual sectores cercanos a Trump tratan de controlar o reducir el derecho al voto en el país. Liberales y conservadores tratan de convencernos de que eso no es relevante para comprender la política internacional norteamericana, algo a lo que debe ponerse fin, asegura.

“El autoritarismo norteamericano –de Jim Crow a Trump– tiene un parecido familiar con los sistemas de violencia y dictaduras personalistas en otras partes del mundo”, agrega.

King sugiere que en el senador Fulbright se resumían esas cualidades y defectos. Fulbright jugó un papel clave en los movimientos contra la guerra de Vietnam, fue un partidario de la creación de Naciones Unidas, su programa de becas para estudiantes estuvo en la mira de las campañas anticomunistas del senador Joseph McCarthy.

King recorre su trayectoria para encontrar en la “paradoja Fulbright”, algunos fundamentos de la política exterior norteamericana que hoy enfrenta afuera desafíos parecidos a los que enfrenta su política interna.

Los desafíos

La gira de Biden comenzó en Cornwall, Inglaterra, donde asistió a la cumbre del G-7, el grupo de las potencias en torno a las cuales se pretende organizar la alianza por la democracia. De ahí partió a Bruselas, sede de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El principal foco de la cumbre de la OTAN, dijo Robbie Gramer, periodista a cargo de diplomacia y seguridad nacional en la revista Foreign Policy era reiterarles la política de solidaridad transatlántica, luego de que la era Trump la puso en duda. Así como discutir una nueva estrategia que reorientara los objetivos de la confrontación con el bloque soviético –que caracterizó el período de la Guerra Fría– hacia otros objetivos, como el desafío chino, las amenazas cibernéticas o el cambio climático. Naturalmente, dadas sus características, es a lo primero lo que mejor se adaptan las fuerzas de la OTAN.

Pero el mismo Gramer reconoce que a solo seis meses de haber asumido el cargo, Biden enfrenta diversos desafíos para agrupar tras las políticas de Washington las de sus aliados europeos, tanto en lo referente a China como a Rusia.

No todos los aliados están alineados a la propuesta norteamericana de confrontación con China. Otros, sobre todo los de Europa del este, no quieren que un cambio de enfoque ponga en segundo plano lo que para ellos es lo fundamental: su confrontación con Rusia. También hay los que no quieren verse arrastrados a una confrontación entre dos superpotencias.

Luego del encuentro con los aliados, Biden partió hacia Suiza, a su cita con el presidente ruso, Vladimir Putin. Con las relaciones en su punto más bajo en muchas décadas, con Rusia sometida a sanciones de Washington y de la Unión Europea, la cita le sirvió a Biden para renovar las amenazas de nuevas sanciones si los rusos repiten los ataques cibernéticos contra empresas norteamericanas, si interfieren en la política interna o si dejan morir en la cárcel al opositor Alexei Navalny.

“Occidente” ha avanzado hasta la frontera rusa, tanto en Ucrania como en Bielorusia, pero rechazan las respuestas de Moscú.

Todos se miden

Rafael Ramos, corresponsal del diario español La Vanguardia en Londres, se refirió a la “relación especial” con Estados Unidos que a los gobiernos ingleses les gusta tanto destacar. Una relación que para Estados Unidos no parece ser tan “especial”, “reflejo de la caída del imperio y la progresiva decadencia británica desde el final de la II Guerra Mundial”, dice Ramos.

Con las décadas –agrega– se ha quedado en una relación casi abusiva, “en la que Washington espera que Londres le diga sí a todo”. Como ocurrió durante el gobierno de Tony Blair, cuando apoyó la invasión de Irak, con el español Aznar como el otro socio del presidente George W. Bush.

Esa “relación especial” dio origen a una nueva Carta del Atlántico, en la que ambos países se comprometen a colaborar en temas de seguridad y defensa, proteger la democracia y combatir los ataques cibernéticos provenientes de Rusia y China.

Lo de la Carta del Atlántico no es una idea original. La original fue suscrita por Churchill y Roosevelt en agosto de 1941. Dos meses antes los nazis habían invadido la Unión Soviética. En la carta –un documento breve de ocho puntos–, las dos potencias occidentales más importantes de la época expresaban una optimista visión del mundo de posguerra, que la historia se encargó de revelar ilusorias.

A punto de cumplir 80 años, la versión original de la Carta es, sin embargo, un documento histórico, mientras la nueva quizás se haya olvidado antes de cumplir 80 días.

Churchill y Roosevelt hablaban del fin de la II Guerra Mundial. Biden y Johnson se refieren al mundo surgido después de la Guerra Fría, el de la globalización neoliberal.

El balance de esa época es polémico. La globalización –diría el diplomático y académico singapurense Kishore Mahbubani– no fracasó. Pero los analistas se enfocan solo en el 15% de la humanidad, que vive en occidente e ignoran el 85% restante. Y las élites occidentales tampoco repartieron los frutos de la globalización con el resto de su población.

En visión de Mahbubani, es en Asia donde la globalización se reveló como un éxito, con el surgimiento de una clase media que generó riqueza, en una apuesta por instituciones internacionales equilibradas y en la estabilización de un sistema internacional basado en reglas que pudiera beneficiar a la mayoría de la humanidad. Todo lo que soñaba la Carta del Atlántico original, pero que “occidente” no pudo cumplir.

Cuando los historiadores del futuro estudien esta época –agregó Mahbubani– “se sorprenderán al ver que una república tan joven como Estados Unidos, con menos de 250 años de antigüedad, pretendía influir en una civilización que es cuatro veces más grande en población y con 4.000 años de antigüedad”.

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