Mundo Dilma Russeff:

Este proceso no dejará a nuestra democracia tranquila

“No considero que este sea un proceso que dejará a nuestra democracia tranquila”.

“No considero que este sea un proceso que dejará a nuestra democracia tranquila”. La frase de la presidenta Dilma Rousseff en la maratónica jornada en la que se enfrentó, el lunes 29, a los senadores que la juzgan, podría resumir el escenario político de Brasil a partir de la votación en la que, probablemente, será destituida de su cargo de presidenta de Brasil.

Trasmitida por el canal del Senado, las cerca de 14 horas de sesión no dejaron de sorprender. Basta leer la prensa brasileña del día siguiente para ver hasta dónde.

“Siempre serena, con un grado de articulación sorprendente para quien está acostumbrado a oír sus discursos, ella pronunció una frase que, de cierto modo, resume la inquietud, tanto de partidarios como de adversario del impeachment”, dijo Helio Gurovitz, columnista del conservador diario O Globo, decidido opositor al gobierno del Partido de los Trabajadores (PT). La frase a la que se refiere Gurovitz es precisamente la del título de este artículo.

La larga sesión del Senado, sin embargo, apenas mejoró las opciones de la presidenta de volcar la votación en su contra, según las mismas fuentes. Se necesita una mayoría calificada de 54 votos (de 81 senadores) para confirmar la destitución de la presidenta. Pero en votación anterior, cuando se admitió el inicio del proceso, 59 senadores votaron “sí”.

Y pese a la opinión prácticamente unánime sobre el buen desempeño de Dilma Rousseff en la sesión del lunes en el senado, es también prácticamente unánime la opinión de que no será suficiente para revertir una decisión que parece tomada.

Golpe o no golpe

La naturaleza golpista o no del proceso estuvo presente durante las 14 horas del debate en el senado. La presidenta argumentó reiteradamente que su destitución, sin que se pudiera comprobar el “crimen de responsabilidad” de que se le acusa por el manejo de las finanzas, equivaldría a un golpe de Estado. Para la oposición ese crimen está bien documentado.

El debate gira en torno a tres decretos de crédito suplementario emitidos por la presidenta para los cuales, según la oposición, se requería autorización legislativa. La presidenta argumenta que esa autorización ya existía, pues estaba contemplada en la ley de presupuesto, y que los cambios de destino de los recursos no significaron aumento del déficit, lo que la ley sí prohíbe.

La otra acusación tiene que ver con el pago de subvenciones económicas que el Banco Central otorgó al programa de crédito rural del Plano Safra.

Siendo práctica habitual en anteriores gobiernos y en la mayoría de los gobiernos de los estados en Brasil, la defensa de la presidenta argumentó también que, independientemente de las interpretaciones distintas sobre existencia o no de delito, hay una falta de proporción entre lo actuado y la destitución propuesta. “Las acusaciones dirigidas en mi contra son injustas y desmedidas”, dijo Dilma en su discurso de defensa ante los senadores.

Para aclarar el debate sobre la existencia o no de golpe en Brasil, una mirada al escenario latinoamericano puede ayudar a entender lo que está pasando.

La oposición nos remite a lo ocurrido en los años 60 y 70 del siglo pasado, cuando los golpes se extendieron por América Latina, siempre en nombre de la libertad y la democracia. Detrás de esos golpes estaban los intereses más conservadores, que se imponían con el apoyo militar, en un marco de la Guerra Fría que entonces libraban Washington y Moscú. Y se pregunta dónde están los tanques en las calles.
Hoy el escenario político regional hace imposible los golpes militares; no hay tanques en la calle, pero son los mismos intereses que, en vez de los militares, usan otro recurso: el parlamentario. Como ocurrió recientemente en Honduras y en Paraguay, donde los presidentes fueron destituidos por mecanismos similares.

En Honduras, la Corte Suprema asumió la responsabilidad de la expulsión del presidente Manuel Zelaya, como consecuencia de su intento por ser reelegido. Por la tarde, el Congreso Nacional destituyó del cargo a Zelaya por incurrir en “reiteradas violaciones” de la Constitución, leyes y sentencias judiciales, y nombró como jefe del Estado al presidente de la Cámara, Roberto Micheletti. El nuevo presidente aseguró que asumía las funciones de la Presidencia “en el estricto respeto y cumplimiento de la Constitución”.

En Paraguay, para muchos, la verdadera amenaza a la que se enfrentaba el presidente también destituido, Fernando Lugo, provenía del Congreso, en manos de la oposición. Según los partidarios del mandatario, “eso equivaldría a un golpe de Estado encubierto”, afirmaba la corresponsal de la BBC en el Cono Sur, Verónica Smink.
Y agregaba: “La oposición política a Lugo no solo proviene de los partidos de derecha sino que también está latente en el mismo seno de la coalición gobernante que lo llevó al poder. Su propio vicepresidente, Federico Franco, encabeza la sección del Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) que se opone al mandatario. Así, Lugo perdió parte del apoyo de su principal aliado y sostén político y fue destituido por el Congreso.

Las semejanzas de ambos casos con la situación brasileña son evidentes y parecen conformar un nuevo procedimiento para la destitución de gobiernos. En cada país se da en circunstancias propias y en Brasil eso fue posible por el debilitamiento del Partido de los Trabajadores, a raíz de enormes escándalos de corrupción que, en todo caso, afectan a todo el espectro político del país.

Según la ONG Transparencia Brasil, citada por la periodista Beatriz Cortês, “más del 60 % de los 513 diputados que votaron en la Cámara están siendo investigados, y entre los 81 senadores que votaron el impeachment, 47 (58 %) tienen procesos en la justicia o en tribunales de cuentas por delitos que incluyen improbidad administrativa, corrupción pasiva, lavado de dinero y formación de bandas”.

Pero el éxito del impeachment se basó también en el aislamiento de la presidenta, agravado por sus decisiones al asumir su segundo mandato, en particular de entregar el ministerio de Agricultura a la líder del agronegocio, Katia Abreu, principal enemiga del Movimiento de los Trabajadores sin Tierra, base de apoyo del PT; así como el ministerio de Hacienda a un hombre de la banca cuya visión de la política económica contradecía todas las ofertas de campaña.

Privatizar todo

Ante esta realidad, lo que está en juego es lo que sigue, con un vuelco radical en el escenario político del país.

Michel Temer, el vicepresidente de Rousseff y presidente en ejercicio, “quiere abrir al capital privado todos los sectores posibles, huyendo del formato tradicional de hacer concesiones solo en el área de infraestructura”, dijo un asesor suyo. Se trata de privatizar hospitales, guarderías, cárceles, la explotación petrolera y las enormes reservas del Presal. Un programa con el que soñaba la oposición, para el que nunca pudo lograr apoyo en las urnas.

A esto se suma un cambio también radical en la política exterior brasileña, orientada a partir de ahora hacia los tratados bilaterales de libre comercio, una alineación en el Mercosur con el nuevo gobierno argentino y el paraguayo, con cuyas posiciones de tendencia neoliberal el gobierno de Temer se siente identificado y una mirada interesada en la Alianza del Pacífico que integran desde 2011 México, Colombia, Chile y Perú.

Es un escenario impensado para una América Latina hasta tan solo un lustro y que anuncia una ofensiva, ya en pleno desarrollo, contra los gobiernos aún alineados con el proceso de cambios que se inició a fines del siglo pasado en  la región, como los de Venezuela, Ecuador y Bolivia.

El viaje del presidente Barack Obama a Buenos Aires en marzo pasado, apenas asumido el gobierno de Mauricio Macri, indicó la simpatía de Washington con la nueva tendencia y dejó en evidencia que el éxito mayor de la administración norteamericana, al final de su mandato, estará en América Latina.

 

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