Mundo La ciudad desierta

En una tormenta negra

Trump se tambalea en estados donde triunfó hace cuatro años, como Michigan y Pennsylvania y –aún más grave– aparece ligeramente detrás del demócrata Joe Biden en el decisivo estado de Florida.

Con más de 200 mil muertos y de tres millones de personas infectadas, el virus SARS-CoV-2, con su enfermedad COVID-19, se extiende por el mundo después de cuatro meses de haberse anunciado su aparición en la ciudad china de Wuhan. Casi un millón de personas han sido infectadas en los Estados Unidos. En un solo día, el sábado pasado, otras 35 mil fueron diagnosticadas en ese país con la enfermedad. Poco más de dos mil murieron ahí ese día. El número de muertos se acercaba ya a los 60 mil solo en los Estados Unidos.

En Brasil, en la ciudad de São Paulo abrían 13 mil nuevas tumbas. Con más de 60 mil casos, el número de muertos supera los cuatro mil, pero las cifras no parecían reflejar toda la dimensión de la tragedia, ni las consecuencias que ya prevén algunas autoridades locales, resultado de la forma como el gobierno de Jair Bolsonaro ha decidido enfrentar la pandemia. Como su colega norteamericano, se ha resistido a promover la cuarentena y el aislamiento de la población. Es probable que esta semana Brasil supere a China en el número de muertos por la pandemia.

Un manifestante anticuarentena decretada por el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, muestra la fotografía del exministro Moro a quien tilda de “traidor”. (Foto: agencia AFP)

Un árido desierto

Mientras se llenan las tumbas, las ciudades viven desiertas. Hace ya cuatro meses la humanidad atraviesa el árido desierto de la pandemia.

Angustiado, el presidente norteamericano, Donald Trump, nos ha sugerido un camino corto, una salida rápida de la crisis: ha propuesto a los enfermos inyectarse desinfectantes en las venas. El mismo que mata el virus en menos de un minuto cuando nos lavamos las manos.

La propuesta ha sorprendido a las autoridades médicas de su propio país, que se han apresurado a advertir que la medida puede ser mortal si alguien decide aplicarse tal inyección; además de que, naturalmente, no tiene eficacia alguna para curar la infección.

La advertencia ha llegado tarde, en todo caso, por lo menos para una treintena de personas que, en Nueva York, el viernes pasado, llamaron al Centro de Control de Envenenamientos con problemas por el uso de Lysol, lejía u otros productos de limpieza.

Le ha sorprendido también a Trump la información de que el virus muere rápidamente cuando es expuesto a la luz solar, lo que le ha hecho pensar que si, de algún modo, se expone a los enfermos a una gran cantidad de luz, ya sea ultravioleta o solo una luz muy potente, se podría deshacer al virus que ha trastornado la vida. El presidente imagina alguna forma de curar a los pacientes introduciendo en el pulmón esa gran cantidad de luz.

Las ciudades desiertas

Este coronavirus no solo ha determinado la forma como vivimos actualmente, sino que, mientras avanza, va determinando la forma como morimos.

Los ataúdes se apilan en la isla de Hart, frente al Bronx, en Nueva York. No es una novedad, dice la historiadora Vicki Daniel. “Es la forma como los pobres han sido enterrados por siglos”, asegura en un artículo publicado en The Conversation, el viernes 24.

En un tajo oscuro sobre la tierra gris descargan los ataúdes que los hombres, con trajes blancos que los cubre y aísla, los acomodan, como en una estantería de supermercado. Perfectamente alineados, rellenan el tajo gris hecho en la tierra por los bulldozers (excavadoras) con los ataúdes de madera clara apilados de a dos o de a tres. Ataúdes que luego desaparecen bajo la tierra gris donde, con el tiempo, se disolverán hasta transformarse ellos mismo en esa tierra gris que se asoma frente al Bronx, en una extraña isla, con sus viejos edificios abandonados.

Daniel nos cuenta: comprada en 1868, el primer entierro se hizo ahí el año siguiente. Desde entonces, cerca de un millón de cuerpos yacen en la isla, indigentes, personas cuyos cuerpos nunca fueron reclamados por sus familiares.

“Como historiadora de la muerte en Estados Unidos, he visto cómo el nivel socioeconómico ha determinado la forma final de deshacerse de los muertos a través del tiempo”, afirmó, mientras la imágenes muestran al bulldozer rellenando el tajo hecho sobre la tierra gris hasta hacer desaparecer los ataúdes de madera clara. El relleno borra la cicatriz en la tierra y va dejando la isla, nuevamente, desierta.

La tormenta negra

El mundo de los muertos no deja en paz el de los vivos. Nerviosos, los republicanos ven hundirse a Trump de cara a las elecciones de noviembre, llevándose el senado con él, afirma el New York Times. Es resultado del deficiente desempeño del mandatario ante la crisis de la epidemia. 26 millones de norteamericanos han solicitado beneficios de desempleo, mientras las encuestas van mostrando que la candidatura de Trump se tambalea en estados donde triunfó hace cuatro años, como Michigan y Pennsylvania y –aún más grave– aparece ligeramente detrás del demócrata Joe Biden en el decisivo estado de Florida.

Una tormenta negra se cierne sobre la economía. No solo la de Estados Unidos. Se trata de la caída del precio del petróleo a niveles hasta ahora inimaginables y que ha tomado por sorpresa, por lo menos, a los que no son expertos en el mercado de las commodities.

El precio del barril de petróleo se desplomó hasta cifras negativas el pasado lunes 20, y hubo quien pensara que era posible hacerse de un producto por el que, en vez de pagar, recibiría dinero de vuelta.

En realidad no funciona así. Como toda commodity, se especula con el precio del petróleo en el mercado a futuro. Inversionistas y especuladores compran a determinado precio, estimando que podrán vender el producto a futuro a un precio mayor. Pero el precio del petróleo se desplomó con la paralización de la economía, consecuencia de la cuarentena provocada por la pandemia. Con vencimientos del mercado el pasado 21 de abril y sin demanda para sus productos, los especuladores pagaban a los almacenistas para que aceptaran recibir los volúmenes de petróleo que habían comprado.

Ese lunes los medios financieros titulaban: “Colapsa el petróleo: crudo WTI opera en precio negativo por primera vez en la historia” o “Pánico” en el mundo petrolero: el crudo llega a menos de cero dólares por barril”. Lo que estaba ocurriendo es que los inversores ofrecían plata para vender un barril, por primera vez en la historia. Los contratos a futuro se hundían gracias a las enormes reservas almacenadas, muy superiores a la demanda.

Pero no era una sorpresa para los expertos. La Agencia Internacional de Energía (AIE) había advertido que este sería el peor año en la historia para el crudo, pese al recorte de diez millones de barriles diarios que los productores habían acordado hace un par de semanas.

Una situación que Antonio Turiel, científico titular en el Institut de Ciències del Mar del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), de España, calificó de “tormenta negra”.

Turiel analiza en detalle las perspectivas del mercado, tanto en lo que se refiere a la oferta y la demanda, como a las condiciones técnicas de explotación y refinación del crudo.

Su previsión es que para 2025 habrá no una caída del consumo de petróleo, de la que se puede remontar si las condiciones cambian, “sino una caída de la producción, originada por factores físicos como la falta de rentabilidad energética y económica de los yacimientos que quedan en el mundo”, y que, por lo tanto, no se podrá remontar.

“Jamás volveremos a producir tanto petróleo como se había llegado a producir. Ni nos acercaremos”, asegura. “El covid nos ha hecho tomar demasiado impulso y de alguna manera nos hemos adelantado a lo que tenía que pasar dentro de unos años”. “Nos adentramos a toda velocidad en una tormenta negra, negra como ese petróleo que ahora no queremos consumir y que dentro de poco no podremos consumir”.

Esto, que para algunos puede parecer una buena noticia, tiene repercusiones extraordinarias. Una es que el sector del fracking –una forma de explotación particularmente cara y nociva para el ambiente, que el Gobierno norteamericano trató de impulsar y que nunca rindió lo que se prometía– está quebrado.

Las cuatro mayores entidades financieras norteamericanas –JP Morgan, Bank of America, Citigroup y Wells Fargo– han invertido cada una “más de diez mil millones de dólares sólo en el 2019 en el sector del fracking petrolero”, afirma Piergiorgia M. Sandri, en el diario La Vanguardia de Barcelona. “Ahora estas empresas petroleras corren el serio riesgo de declararse insolventes, con lo que los bancos pueden quedarse con papel mojado en sus balances”.

“El fracking parece ser una gran burbuja alimentada por deudas, y los intentos de ajustar las cuentas probablemente estén condenados al fracaso”, dijo el premio Nobel Paul Krugman hace quince días, citado por Sandri, para concluir que “la situación está fuera de control”.

“La consultora Rystad Energy estima que incluso si el barril recuperara los $20, 533 firmas estadounidenses del petróleo podrían declararse insolventes en el 2021. Ahora bien, si los precios se quedan en $10 dólares, podría haber más de 1.100 quiebras, prácticamente la totalidad de las compañías. “Es una pesadilla total”, dijo Artem Abramov, de Rystad”.

Tormenta en la ciudad desierta

Caía la tarde del domingo 26 de abril y en la ciudad desierta una pequeña multitud se agolpaba en la avenida Paulista, frente al edificio de la poderosa Federación de Industrias de São Paulo (FIESP), en el corazón de la ciudad. Los domingos, la avenida es un paseo peatonal. Ahí están reunidos los partidarios de Bolsonaro. Cantan himnos. Con parlantes, equipos de sonido, gritan, amenazan. Están contra el aislamiento para enfrentar la pandemia. Añoran la dictadura. Lo repiten en sus discursos.

Bolsonaro se mostró con frecuencia en público sin respetar las normas recomendadas de distancia y protección con el uso de mascarillas. Por el contrario, promovió manifestaciones de sus partidarios que se oponían a la cuarentena y que, en São Paulo, ya habían llegado a impedir el tránsito de ambulancias que trasladaban enfermos a los hospitales, frente a los cuales se manifestaron.

Hace tan solo una semana, el domingo 19 de abril, Bolsonaro había hablado en manifestación pública frente al comando del Ejército, en Brasília. Recordó la dictadura militar que se instaló en Brasil en 1964, de la que es gran admirador. Los manifestantes pedían una nueva intervención militar y el fin de las medidas de aislamiento social durante la pandemia que gobernadores de diversos estados brasileños han adoptado.

La manifestación provocó incomodidad entre los mandos militares. En 1964, en plena guerra fría, Estados Unidos promovía, financiaba, daba sustento político a las dictaduras en América Latina. Hoy el escenario es muy distinto. Asaltar el poder, prender, torturar… ¿A quiénes? ¿Con el respaldo de quién?

Fue también el inicio de una crisis que no ha parado de profundizarse. El mismo 16, Bolsonaro anunció la destitución del ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, que discrepaba de su posición frente a la pandemia. Un médico que contaba con simpatía popular precisamente por su forma de encarar la pandemia que ya se extendía por Brasil.

Diez días después, el mandatario destituyó a su ministro de Justicia, Sergio Moro, una de las piezas claves del movimiento político que lo llevó a la presidencia.

Moro, cabeza de una vasta red de investigación contra la corrupción en Brasil –la Lava-Jato–, la transformó en instrumento político para impedir la candidatura del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, que todas las encuestas daban como amplio favorito en las elecciones del 2018. Violando procedimientos legales, usó las investigaciones para llevar a la cárcel al expresidente. Con Lula condenado, las elecciones fueron ganadas finalmente por Bolsonaro, que nombró a Moro ministro de Justicia.

“Bolsonaro decidió derribar las ‘torres gemelas’ de su Gobierno”, afirmó la columnista Miriam Leitão en el diario O Globo, un órgano conservador que siempre apoyó a Moro en su empeño por meter en la cárcel a Lula. Leitão se refería a Moro y al ministro de Economía, Paulo Guedes, cuya próxima renuncia también se especula. Guedes estimó que la economía brasileña podría caer 4%, mientras el real se devaluaba cerca de 50% este año, pasando de cuatro reales por dólar a casi seis. La semana pasada el periódico económico argentino Ámbito publicaba: “Viernes negro en Brasil: Bovespa se derrumbó casi 6% y el real tocó otro mínimo histórico”, refiriéndose al principal índice bursátil de Brasil.

Los militares, principalmente el ejército, fueron un apoyo decisivo para que las maniobras de Moro pudieran llevar Lula a la cárcel y Bolsonaro al poder. Su vicepresidente es el general retirado Hamilton Mourão y los generales ocupan hoy diversos cargos ministeriales.

Janio de Freitas, reconocido columnista del diario Folha de São Paulo, recordó, el domingo pasado, una frase de Mourão, de hace poco más de un año: “Si el Gobierno falla, la cuenta se la pasarán a las fuerzas armadas”.

Freitas se pregunta: “¿Qué más, y más grave, hace falta todavía que ocurra para que los representantes de las fuerzas armadas en el Gobierno finalmente se desvinculen de la responsabilidad por la catástrofe moral y gubernamental que arrasa el país?”.

Mientras tanto, se hacen hoyos en todo Brasil. Millares. Con palas y azadas, con retroexcavadoras, con lo que se pueda. “En el límite de la barbarie”, decía el diario francés Le Monde, citando al alcalde de la ciudad de Manaos, Arthur Virgilio Neo, luego de una reunión con el general Mourão. En los hospitales, llenos a reventar, los cadáveres son colocados en fila en los corredores. Los adultos mayores son mandados a morir en casa”, afirmó Neto.

El viernes, el Ministerio de Salud confirmaba 3.670 muertes en el país como consecuencia de la pandemia. El domingo se estimaban ya en 4.271. Un destino incierto para los brasileños enfermos, que parece incluir también el de Bolsonaro y su gobierno.

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